Bridgerton es el nombre de una familia de una fantasiosa monarquía multicultural donde una reina negra/afro convive con ladys and lords de distintos rangos (condes/a, duque/sa, etcétera) hindis, más afros y orientales. Tanto en la primera temporada de esta serie de Netflix como en la segunda (16 capítulos en total), en el seno de la british and with family, los Bridgerton entran en triángulos amorosos con un afro/negro primero, con una aristócrata colonial hindú, luego.

Creada por Chis Van Dussen y basada en la saga homónima de libros de Julia Quinn, la propuesta se articula en la voz omnisciente de una inexistente Lady Whistledown (“silbar bajito”, en inglés), que escribe un pasquín en el género del cotilleo donde cuenta las andanzas de lords and ladys, haciendo enojar a la Reina que muy bien afirma que “el tedio es la enfermedad mortal de una monarquía”. Anomalía a la que enfrenta en cada temporada nombrando “su diamante”: una joven debutante en los bailes reales entre las habitantes de tan fabuloso y reaccionario reino de falsa igualdad racial, en el que se pretende comunicar cierto feminismo con una de las Bridgerton que se niega a casarse. Pero no apuesten que no es lesbiana, sino una gurrumina rica que lee a liberales como John Locke y protofeministas como Mary Wollstonecraft, y que se enamora de un obrero de imprenta al que pronto renuncia por el bien de su familia y linaje.
Creada por Chis Van Dussen y basada en la saga de libros de Julia Quinn, la serie presenta un fabuloso y reaccionario reino de falsa igualdad racial.
La fotografía es impecable, los covers de temas modernos con sus respectivas danzas son maravillosos, las historias de amor son las deseadas por lxs que creen en el amor eterno, pero su ideología es tan reaccionaria que pronto los colores pastel y los maravillosos pelucotes de la Reina negra pasan a ser operaciones ideológicas de los más embromadas.