Donde antes decidían Clarín y sus satélites con lógica de lucro infinito, ahora va a regular el Estado con criterio inclusivo en la pospandemia. Aumenta el peligro de desestabilización como respuesta de “los mercados”. Alerta general.
Lo de menos en el DNU 690/20 que lleva la firma del gobierno encabezado por Alberto Fernández en su totalidad, es que venga a congelar las tarifas de cable, internet y celulares hasta el próximo diciembre. Esa sería, apenas, la anécdota evidente, cuando lo acontecido en verdad es algo más profundo y trascendente. El tema es que no hay nada en el decreto que le impida al Estado seguir haciéndolo, incluso, después de diciembre.
Aunque el oficialismo intente suavizar el impacto público de la noticia, esta decisión marca el tono que van a tener las nuevas relaciones con el Grupo Clarin e inaugura un nuevo paradigma para abordar la crisis socio-económica en la pospandemia, donde la función social de los bienes y servicios se impone a la lógica del lucro infinito, que era la dominante hasta el presente.
No se trata de una normativa anti-Clarin como pretende hacer ver el holding de Héctor Magnetto, sino que es una medida que refuerza el papel ordenador del Estado en un área como la de las telecomunicaciones donde hasta ahora el mercado hacía y deshacía a su antojo, vulnerando derechos fundamentales de la ciudadanía: hace nueve años que la ONU declaró el acceso a internet (la conectividad a la red) como un derecho humano más.
El decreto constituye un punto de quiebre importante. Rompe con la inercia libremercadista restaurada durante el macrismo.
Si Clarín está entre los más afectados no es porque la nueva normativa tenga nombre y apellido, sino porque su modelo de fenomenal concentración incluye la integración horizontal y vertical de todos estos negocios, cuya estructura de costos y precios pasan a estar ahora bajo escrutinio y regulación estatal.
Esto no había pasado ni con la Ley de Medios. Entre otras cosas, porque esa ley no regía sobre internet y la telefonía, y tampoco se entrometía con la fijación de precios, ni siquiera con los de la TV por cable. Vagamente hablaba de una “tarifa social”, que nunca se concretó. Ni con CFK en el gobierno.
El decreto de AF constituye un punto de quiebre importante. Rompe con la inercia libremercadista restaurada con fuerza durante los cuatro años de neoliberalismo macrista. Imposible analizar lo ocurrido, además, con criterios pre-pandémicos, como pretenden los voceros de los ahora regulados que lo tildan de “sorpresivo”, “baldazo de agua fría”, “medida estatista” o síntoma de “la venezualización” de la Argentina.

El titular del ENACOM, Claudio Ambrosini, explicó lo resuelto a la señal A24 desde el más puro pragmatismo, avisando que lo sorpresivo del anuncio tuvo que ver, en realidad, con que las empresas preparaban un “tarifazo”, aunque no lo dijo así, sino con modales massistas: “Ellos tenían una propuesta de costos que no acompañaba el proceso social y económico del país. No podemos permitir que en estos momentos la conectividad sea algo inalcanzable (…) El precio va a tener que ser consensuado con el Estado. Los aumentos tienen que acompañar la situación económica”.
Claro que hablar de precios siempre es hablar de rentabilidad, es decir, de ganancias. Sea con un criterio más permisivo o con uno más restrictivo, el Estado va a decidir de ahora en más cuánto van ganar -o dejar de ganar- los accionistas de las empresas de telecomunicación. Por eso no importa diciembre como horizonte. Importa todo lo que venga después. En el país del mañana, cada vez que quieran aumentar sus precios, les hará falta una autorización que previamente incluirá el debate con los funcionarios reguladores del Estado sobre criterios que exceden lo puntualmente económico: el decreto habla de la comunicación como un derecho humano. Ya no es un negocio: se trata de un servicio público esencial.
El sábado posterior al anuncio vía twitter del presidente, Clarin no pudo responder con la astucia editorial que lo caracteriza. Un poco a la bartola planteó su queja desde un recuadro titulado “Críticas a la medida y alerta por inversiones y calidad de servicio”, donde recoge opiniones anónimas de “prestadores de telefonía celular, TV paga e internet”.
Si Clarín está entre los más afectados es por su modelo de fenomenal concentración.
No le va a resultar sencillo usar su “periodismo de guerra” para convencer a una sociedad lastimada por la brutal caída de la economía pandémica que un congelamiento de tarifas es algo malo o rechazable. El latiguillo de la “libertad de expresión”, usado hasta el cansancio en oportunidades anteriores para proteger su negocio abusivo, no cuadra en este escenario inédito. O, mejor dicho, colisiona con la libertad de acceso a servicios (“el celu”, “internet”, “las redes” y “las series”) hoy considerados esenciales por la ciudadanía, producto de los últimos consumos y hábitos que impuso el aislamiento y el impacto de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana.
Si por obligación hay “teletrabajo” o “educación remota”, alguien tiene que regular el precio de internet, sea por cable, satélite o por datos. ¿Quién podría estar en desacuerdo con esta premisa? Es una obviedad: los proveedores casi monopólicos del servicio que hasta hora cobraban lo que les diera en gana, abusando de su posición dominante en el mercado.
Tampoco los voceros del holding que conduce Magnetto podrán argumentar que el Estado no tiene por qué entrometerse en su negocio, después de que usó los ATP del gobierno para pagar los salarios del Grupo Clarin durante los últimos meses a pesar de que el resto de sus empresas -por ejemplo, Telecom- repartieron utilidades –incluso- en el primer trimestre del 2020.
Clarin no va a la quiebra con esta medida. Vale aclararlo, las veces que haga falta. No se trata de una confiscación, ni de una exacción, ni de un ataque a la prensa. Nada de eso puede alegar, seriamente hablando. En todo caso deberá recurrir a una parte de sus habituales ganancias extraordinarias para reinvertir y cambiar algo, no demasiado, su estructura de costos. Eso es lo que haría cualquier empresa eficiente, ante una variación en las reglas de su mercado, cosa frecuente en todo el mundo capitalista. Ocurre, es cierto, que el grupo está un poquito voluminoso y carente de agilidad para competir de verdad. Hace tiempo que su principal estrategia mercantil es el lobby político, cuando no directamente la amenaza de desestabilización mediática y hasta financiera de los gobiernos. Así se fue quedando con todo, desde Papel Prensa a Telecom.

Mucho se va a decir esta semana sobre el decreto. Serán pocos los que admitirán que podría empezar a cerrar “la grieta” digital que se hizo cruel y evidente con los chicos y chicas que desertaron de la escuela por no tener internet ni computadora en sus casas. Se sabe, además, que el debate público está colonizado por voceros corporativos más preocupados por debilitar al gobierno que garantizar derechos ciudadanos. Cuando Techint inauguró la cuarentena despidiendo 1500 empleados, encontró aliados capaces de interpretar que la empresa del multimillonario Paolo Rocca era la víctima y no una patronal indolente ante la peor pandemia en décadas.
Es probable que la Asociación Empresaria Argentina (AEA), liderada por Clarin y Techint, es decir, por Magnetto y Rocca, lean el decreto como una intromisión en asuntos que son competencia exclusiva del mercado y salgan a denunciar que Alberto Fernández se convirtió de la noche a la mañana en un líder chavista que pretende la socialización de los medios de producción. Lo mismo de siempre. Ya no hay novedad en eso. Es posible que se profundice la beligerancia de un sector de la oposición, el mismo que agita una especie de insurreccionalismo antirrepublicano rayano en el delirio, digitado desde Suiza por el ex presidente Mauricio Macri.
Y si todo eso llegara a suceder, es altamente probable que avancen los planes desestabilizadores que azuzan desde un Mario Negri, líder del interbloque Juntos por el Cambio en Diputados, cuando habla de “aroma a 125”, hasta el radical Ernesto Sanz que le quiere dar un “soplido en la nunca” al gobierno peronista después de –apenas- ocho meses de gestión.
El peligro real es que si el gobierno retrocede, podría acabar ahogándose en su propia impotencia. La pospandemia exige audacias interpretativas que el imprevisto DNU refleja, párrafo tras párrafo. Ahora falta la acción.
Se vienen tiempos de emociones fuertes.