Para pensar el futuro en términos umbríos, razones sobran. Atravesando la peor pandemia en siglos nos enteramos que Estados Unidos acapara tres veces la cantidad de vacunas que necesita, mientras que en todo el continente africano apenas el dos por ciento de la población obtuvo por ahora su dosis. Ante esta desigualdad creciente, que es presentada como inevitable en el mundo de pasiones tristes que postulan los dueños del poder y del dinero, tal vez lo único disruptivo sea decir, junto con CFK, “vamos a volver a ser felices”.
No lo somos. O no lo estamos siendo, en realidad. Parece obvio. El presente que nos toca es de instintivo recogimiento. Hay una vuelta a lo primitivo, a aquellos primeros tiempos de la especie que -como sabemos- no fueron de los más luminosos. En los ataques que las derechas planetarias destinan a las políticas de cuidado frente al Covid asoma la ley de la selva, o la supervivencia del más apto, o el darwinismo como idea ordenadora de la vida social, es decir, todo el salvajismo que la humanidad dejó atrás para mejorar.
CFK observa el malestar general, no lo niega, lo expone con lo que dice.
CFK observa el malestar general, no lo niega, lo expone con lo que dice. Si vamos a volver a ser felices es porque esa felicidad nos falta hoy. Es el virus, claro, es el virus y su carga mortífera, pero no es solo el virus. Pasan otras cosas: el salario no alcanza, las jubilaciones mínimas están por debajo de la línea de pobreza y la angustia de no llegar a fin de mes inunda muchos hogares del país, sobre todo aquellos que viven de los planes de subsistencia. Precios, salarios y jubilaciones están desalineados. O dicho de otro modo: desordenados.
El gobierno del Frente de Todos hace lo que puede, es verdad, no siempre hace todo y no siempre lo hace bien, eso también es cierto.
Indudablemente, hay imposibilidades fácticas. Para sellar su alianza con las distintas facciones del capital, la principal política del macrismo fue reducir el salario real medido en dólares, y para garantizar la fuga de dólares produjo un sideral endeudamiento que postró al país, nuevamente, ante el FMI y sus exigencias. Cualquier análisis que no parte de reconocer que la Argentina, después del último experimento neoliberal, terminó convertida en tierra arrasada, ni siquiera es incompleto, es un absurdo.
En los ataques que las derechas planetarias destinan a las políticas de cuidado frente al Covid asoma la ley de la selva.
Vale decir que esa metáfora, la de “la tierra arrasada”, intenta describir una catástrofe económica pero sobre todo humanitaria, con enormes dolores sociales cuya única atenuación, al momento, es que la fase sangrienta del experimento concluyó por obra de la voluntad popular expresada en diciembre del 19 a través del voto, aunque sus secuelas están vigentes.
Porque no parece sencillo lograr que la pandemia deje la menor cantidad de muertes posibles, evitar el achicamiento del gasto que siempre exige el FMI y recuperar, al menos, 20 puntos del salario real, con una oposición incapaz de acordar con el gobierno índices epidemiológicos objetivos para votar la Ley de Emergencia Covid, un FMI que modernizó su retórica pero pide ajuste como garantía de cobro y distintas facciones indolentes del capital que no alcanzan a ver relación entre los salarios que pagan y el aumento de la pobreza en el país.
Así enumerado, más bien parece imposible. Un escenario, de tan complejo, paralizante. La materialidad no ayuda. Pero acá es donde irrumpe la política. Es decir, la subjetividad de la política.
La que puede plantear, por ejemplo, que “vamos a volver a ser felices”, frase donde cohabitan la asunción del problema y la voluntad de querer resolverlo.