Sin una catástrofe sanitaria que ponga en jaque al oficialismo, el macrismo declina sus chances electivas. Del desacato escolar a la experiencia de Massaccesi, a qué juega el jefe municipal porteño.
La derecha intuye una debacle en las elecciones de medio término. No sería la del Frente de Todos, como dicen. La posible derrota que angustia a los opositores, en este futuro inmediato, es la propia.
Si el gobierno consigue vacunar y sostener la incipiente recuperación económica, Juntos por el Cambio reducirá ostensiblemente su fuerza parlamentaria. Por eso sus dirigentes, desde Horacio Rodríguez Larreta a Mario Negri, pasando por Patricia Bullrich, actúan de manera exaltada, con planteos incluso delirantes, tratando de forzar otra realidad electiva que no los hunda en el ostracismo.
Lo que Rodríguez Larreta ofreció esta semana con su infantil amotinamiento fue la alteración de las reglas de juego, poniendo en peligro la ya precaria pelea contra el Covid, un problema planetario..
¿Pero acaso pretenden que la sociedad en su conjunto pague con una catástrofe sanitaria la posibilidad de que el macrismo tenga alguna chance electoral, ventaja que no tendría si las cosas salen medianamente bien después de esta “segunda ola” de pandemia? Así parece.
El escolar desacato de Rodríguez Larreta debe leerse bajo esa apremiante circunstancia. Judicializar el decreto sanitario del presidente Alberto Fernández que suspendió por dos semanas la presencialidad en las aulas del AMBA fue un monumental desatino de salubridad pública, y nada asegura que sea remontable para el jefe municipal cuando se sepan sus consecuencias.

Horacio Massaccesi también -como Rodríguez Larreta- quería llegar a la Casa Rosada. Era el gobernador radical de Río Negro, en 1991, cuando se le ocurrió asaltar el Tesoro regional para pagar sueldos atrasados. Los diarios lo apodaron de modo fulminante como el “Robin Hood” patagónico. Se hizo popular y hasta se animó a competir por la presidencia en 1995. Salió tercero.
Hasta que prescribió, la causa penal abierta por aquel episodio que lo catapultó a la tapa de Clarín tramitó durante 26 años. En 2015, trató de volver a ser gobernador de su provincia. Sacó el 3 por ciento de los votos. El resultado fue tan malo, que decidió incluso renunciar a la UCR.
La parábola de Massaccesi demuestra que ser presidente de un país no es la consecuencia directa de la propia voluntad, ni de la capitalización de una escena excepcional. Pareciera ser un tanto más complejo el asunto.
Judicializar el decreto sanitario del presidente Alberto Fernández fue un monumental desatino de salubridad pública y nada asegura que sea remontable para el jefe municipal cuando se sepan sus consecuencias.
Pero hay asesores que viven de decirles a los candidatos que todo es posible, también lo que nunca va a pasar. Facturan por decir que es fácil lo difícil y que el destino siempre beneficia a los obcecados. Así, mientras abonan el pensamiento mágico al infinito, explotan el narcisismo de sus clientes y exprimen sus billeteras.
Después de la conferencia de prensa del domingo 18 por la noche, donde intentó actuar como un amenazado soberanista catalán, de esos que fueron a la cárcel por defender sus creencias políticas, a Rodríguez Larreta no lo esperó un calabozo sino el zócalo festivo de las señales del Grupo Clarín y la oferta de la siempre cavallista Fundación Mediterránea para que lleve como vice al cordobés Juan Schiaretti en su aventura presidencial del 2023, que dan por descontada.
Rodríguez Larreta podría revisar la experiencia de Massaccesi para no caer en el mismo error: la política flota en el océano de lágrimas de candidatos predestinados a ser presidentes que fracasaron una y otra vez en sus intentos.

Es verdad, Macri lo consiguió en su momento. Fue presidente, y además sin grandes talentos a la vista. ¿Por qué no podría Larreta aspirar a lo mismo? Era otro mundo y era otro, también, el país de entonces.
Macri gobernó una ciudad de por sí opulenta presupuestariamente hablando, en un momento donde la economía nacional no paraba de crecer y la comunicación concentrada garantizaba a través de sus editorialistas que el estándar de vida alcanzado bajo las administraciones K era un activo inamovible. Que se necesitaban otros horizontes y una nueva generación de reformas, sin poner en riesgo lo que había.
Ese espejismo ya no existe más: Macri lo destruyó en cuatro años. El país no está para peripecias. Ansía orden y certezas en un mundo caótico e impredecible.
Lo que Rodríguez Larreta ofreció esta semana con su infantil amotinamiento fue la alteración de las reglas de juego, poniendo en peligro la ya precaria pelea contra el Covid, un problema planetario.
Un separatismo porteño de cuño anti-sanitario en el medio de una pandemia global podrá convertirlo en el líder de un importante grupo de vecinos antiperonistas, “libertarios” y “republicanos” de la ciudad de Buenos Aires, pero el fanatismo, por más intenso que sea, parece poca plataforma hoy para objetivos políticos más ambiciosos.
Por ahora, lo que se advierte es que el jefe municipal reclama por la autonomía de CABA sin poder autonomizarse él mismo de su verdadero jefe.
Nunca se sabe, si Mauricio Macri o el Grupo Clarín.