Monseñor José Luis Mecchia exhaló su último suspiro a los 89 años, durante la noche del 10 de septiembre de 2010. Ese hombre era muy apreciado en el partido bonaerense de Malvinas Argentinas. De modo que, desde la mañana siguiente, no fueron pocos los lugareños que desfilaron ante su féretro, en la Parroquia Inmaculada Concepción de María, de Los Polvorines, fundada por él a mediados de 1957.
En la ocasión, el intendente, Jesús Cariglino –por esa época, uno de los barones del Conurbano–, pronunció unas palabras alusivas, cuyo remate fue:
– Se ha ido un líder espiritual de toda la comunidad…
Entonces le besó la frente al cadáver, en medio de un sentido aplauso. Casi 11 años después, su figura fue evocada en los juicios por delitos de lesa humanidad que se desarrollan actualmente en San Martín –a cargo del Tribunal Federal (TOF) Nº 1 y del TOF Nº 2–, cuyos acusados son represores de los cuatro centros clandestinos de detención que hubo en Campo de Mayo, encabezados por el ex jefe de Institutos militares, Santiago Riveros.
Uno de los casos tratados es el de Juan Pablo Rosace, de 18 años, que militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), quien fue secuestrado el 6 de noviembre de 1976. Días después, su padre fue a ver a un capellán del Ejército. Aquel sujeto le dio a entender que el pibe no aparecería. “Estamos en guerra –le dijo–. Entienda cómo es esto”.
Don Rosace no recordaba su nombre. Pero sí su tonada italiana.

El cura Mecchia había nacido en la región italiana de Friuli. Y llegó a la Argentina a mediados del siglo XX.
Lo cierto es que su apellido empezó a ser repetido en ambos juicios. Ese sujeto, que había asistido a Riveros entre 1975 a 1983, tenía bajo su mando a todos los capellanes de la Zona 4 (según la cuadrícula operativa del Ejército), que sumaban un total de 36, de los cuales 21 estaban en Campo de Mayo. El propio Mecchia era un asiduo visitante de sus “chupaderos”.
También se le adjudica haber organizado las capellanías de la Escuela de Inteligencia y de la Aviación del Ejército.
Hasta se permitió oficiar una misa allí, en 1980, para los delegados del IV Congreso de la Confederación Anticomunista Latinoamericana, un evento para los jerarcas del Plan Cóndor y sus aliados civiles.
Como bien supo decir Cariglino: “un verdadero líder espiritual”, cuya trayectoria no es sino la coronilla de una ominosa generalidad.
El recurso del método
La siguiente escena ocurrió días antes del golpe de 1976. El espacioso cine de la base naval de Puerto Belgrano estaba colmado por oficiales de la Armada; entre ellos su jefe máximo, Emilio Eduardo Massera.
Sobre una tarima con el escudo de la fuerza, de espaldas a la pantalla, el contralmirante Luis Mendía apeló a una frase seca para anunciar el comienzo de las operaciones antisubversivas: “En esta lucha, señores, el enemigo no está contemplado en los organigramas clásicos”. Y agregó: “Los prisioneros irán a volar; pero algunos no llegarán a destino”. Se refería a los vuelos de la muerte. Finalmente, ya con una mueca piadosa, dijo: “Se ha consultado a las más altas autoridades eclesiásticas. Ellas están de acuerdo con que es un modo cristiano de morir”. Su público asimiló esas palabras con absoluta normalidad.

Este episodio es apenas una muestra del apoyo político y espiritual de la jerarquía católica a los uniformados que asaltaron el poder el 24 de marzo de ese año. Tampoco es un secreto su aporte en el ocultamiento de sus crímenes. Se trataba una complicidad dogmática en la que resalta la enorme influencia ejercida entre sacerdotes y militares por la organización ultraderechista La Cité Catholique, fundada por Jean Ousset, cuya cosmovisión bailoteaba sobre los siguientes pilares: la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria, el método de la tortura y su fundamento dogmático tomista, cifrado en “el principio del mal menor por el bien común”.
Nadie lo explica mejor que el cura francés Louis Delarue, un capellán del ejército colonial, quien acuñó una frase difundida después en los cuarteles argentinos: “Si la ley permite, en interés de todos, suprimir a un asesino, ¿por qué se pretende calificar de monstruoso el hecho de someter a un delincuente, reconocido como tal y por ello pasible a ser condenado a muerte, al rigor de un interrogatorio penoso, pero cuyo fin es, en virtud de las revelaciones que hará sobre secuaces y jefes, proteger a inocentes?”.
Con tal argumentación los capellanes locales reconfortaban las almas de los represores, a veces muy alicaídas por sus actos bestiales ejercidos en seres indefensos. ¿A esa “asistencia espiritual” se reducía la tarea de los sacerdotes en las unidades de inteligencia o acaso tuvieron una participación más activa en la maquinaria del terrorismo de Estado?
De hecho, el famoso sacerdote Christian von Wernich –condenado en 2007 a reclusión perpetua por 34 casos de privación de la libertad, 31 casos de tortura y siete homicidios en los infiernos de la Bonaerense– es en tal sentido una muestra viviente. ¿Pero fue un ejemplo aislado? ¿El tipo se extralimitó en su trabajo pastoral o su trayectoria era parte de una conducta estructural?
Las estadísticas, por cierto, se inclinan hacia la segunda alternativa.

Por un lado hubo alrededor de 38 jerarcas eclesiásticos sindicados como operadores públicos de la dictadura. Entre ellos, los nuncios apostólicos Pio Laghi y Ubaldo Calabressi, el arzobispo de Buenos Aires, Antonio Caggiano y su sucesor, Juan Carlos Aramburu, el de La Plata, Antonio Plaza, el titular de la CEA, Adolfo Tórtolo, y el vicario castrense, Victorio Bonamín.
Por otro lado, de los 102 sacerdotes que entre 1975 y 1983 cumplieron funciones en unidades militares como capellanes, al menos sobre 21 pesan denuncias concretas por crímenes de lesa humanidad. Dicho de manera más explícita, aquellos hombres picaneaban con la cruz.
Las sotanas del infierno
En el juicio oral realizado en La Plata a Von Wernich quedó al descubierto el modus operandi de los curas-represores en los centros clandestinos. El asunto se basaba en la impostura de una intención confesional para efectuar tareas de inteligencia. A tal efecto, él tenía vía libre para circular por todos los campos del llamado “Circuito Camps”. Paseaba libremente por sus pasillos y celdas, buscando quebrar psíquicamente a los cautivos para así obtener datos sobre sus compañeros y organizaciones. Tampoco era ajeno al robo de bebés. De ese modo se había erigido en una pieza clave del aparato comandado por Ramón Camps.
Al respecto hay un diálogo estremecedor –según sobrevivientes de la Comisaría 5ª de La Plata– que Von Wernich mantuvo con Héctor Baratti, quien acababa de enterarse que su mujer, Elena de la Cuadra, había dado a luz (Esa niña era Ana Libertad Baratti y recuperó su identidad en agosto de 2014).
– Ustedes no deben odiar cuando los torturan –aconsejó el cura.
– ¿Qué culpa tiene mi hija? –quiso saber Héctor.
La respuesta fue:
–Los hijos deben pagar las culpas de los padres.
Entonces le sugirió que purifique su alma con información precisa.
Pero ese patrón operativo fue también aplicado por otros capellanes a lo largo y ancho del país.
Un gran ejemplo coincidente es el del sacerdote Aldo Vara, fallecido el 4 de junio de 2014 en Paraguay, mientras aguardaba ser extraditado desde Ciudad del Este hacia Buenos Aires.

No pocos habitantes de Bahía Blanca recuerdan a ese párroco del barrio Villa Rosas que a partir de 1976 solía ir en su desvencijado Citroën color limón a la sede del V Cuerpo, cuyo mandamás era nada menos que el general Acdel Vilas. Desde esos remotos días se relacionó su persona con hechos y situaciones siniestras. La más conocida tuvo como protagonistas a estudiantes secundarios que estuvieron alojados a comienzos de 1977 en La Escuelita, el mayor centro clandestino de la ciudad. Abandonados luego en una ruta, otro grupo militar simuló rescatarlos y los llevó al Batallón de Comunicaciones 181. Allí conocieron al padre Vara, quien les llevaba galletitas y cigarrillos, además de preguntarles cosas sobre sus vidas e ideas políticas. De modo casual, el tipo requería datos y nombres. Siempre se mostraba comprensivo y contenedor; pero cuando los chicos le confiaban las torturas sufridas, él se replegaba en un incómodo silencio.
Durante el juicio a represores locales, Vara fue recordado por la testigo Dorys Lundquist, quien supo que su hija, Patricia, estaba secuestrada en los fondos del V Cuerpo, e intentó hacerle llegar ropa y medicamentos a través de él. Pero el cura se negó con una excusa razonable: “Ella está bien atendida y bien alimentada. A las chicas las respetan”. Y tras ser blanqueada en la cárcel de Villa Floresta, aún con signos visibles de tortura, Patricia recibió su visita. Vara entonces le aconsejó olvidarse de los padecimientos en cautiverio y le dijo que todo era culpa de sus padres.
En los expedientes sobre capellanes con participación activa en tareas represivas se destacan más casos. Uno es el padre José Mijalchik, quien supo ser un habitué del centro clandestino del Arsenal Miguel de Azcuénaga, en Tucumán. Otro, el cura Eduardo McKinnon, cuyas actividades inquisitoriales en el centro clandestino La Perla y en la Penitenciaría del barrio San Martín fueron notorias, según declaraciones vertidos por sobrevivientes en el juicio sobre el terrorismo de Estado en Córdoba. También resalta el caso del ítalo-argentino Franco Reverberi Boschi –refugiado en una parroquia de la ciudad italiana de Sorbolo–, cuyo proceso de extradición está en trámite. Se lo acusa de interrogar a cautivos en el “chupadero” La Departamental, en Mendoza.
No menos comprometida fue la situación del sacerdote Alberto Espinal, denunciado por oscuras tareas en el circuito represivo de La Pampa.
Este último secundó al mandamás de la Sub Zona 14, teniente coronel Luis Baraldini, quien además regenteaba el centro clandestino instalado en la comisaría 1ª de Santa Rosa.
Ana María Martínez Roca, una sobreviviente que declaró en el juicio oral efectuado en La Pampa a principios de 2010 tiene un vívido recuerdo del sacerdote. Y sus palabras fueron: “Cuando estaba cautiva en la comisaría me fue a ver el cura Espinal. No eran visitas de cortesía. Me interrogaba. Quería saber si era de Montoneros, y si sabía de las cosas que hacía entonces mi compañero (el historiador Hugo Chumbita). Incluso, cuando yo ya había sido liberada, el cura fue una vez a la casa de mi madre para ver si era cierto que vivía allí y cómo vivíamos”. Otros testimonios acreditan idénticas tareas del religioso en aquella misma catacumba.
Casi un calco de las actividades de Vara en Bahía Blanca.
A los 82 años y confinado a una silla de ruedas, el cura Espinal habitaba un austero departamento del Instituto San Francisco de Sales, en la calle Don Bosco al 4000, de Almagro. El 13 de noviembre de 2013 debía presentarse en el Juzgado Federal de Santa Rosa para su indagatoria.

Previamente, ante una llamada telefónica realizada por el autor de este artículo, asombrosamente se puso al habla. Su voz sonaba quejumbrosa. Y se le escuchó un jadeo casi canino al asimilar la primera pregunta:
– ¿Cuál fue su reacción al enterarse de las denuncias en su contra?
– No sé de qué me está hablando. ¿Denuncias en mi contra?
– Sí. Por delitos de lesa humanidad.
– ¡Qué barbaridad! Eso no tiene ningún fundamento.
– Se lo acusa de interrogar cautivos bajo tortura.
– ¡Infamia! Sólo cumplí con la misión encomendada por monseñor Bonamín: brindar asistencia espiritual a los soldados.
– ¿No siente culpa ante el recuerdo de esos cuerpos ultrajados?
– No he visto ningún cuerpo ultrajado. Sólo cumplí una misión.
– ¿Se enorgullece de esa misión?
– Claro que sí; de eso no tenga ninguna duda.
Dicho esto se escuchó el click que dio por finalizada la conversación.
Espinal murió impune el 5 de marzo de 2014.
Cuatro años después, ya durante el régimen macrista, fue designado el actual obispo castrense, monseñor Santiago Olivera. Este hombre de 61 años, conservador y tildado de “mercader” por sus maniobras económicas con propiedades de la Iglesia, supo apelar a una metáfora para definir su gestión: “Vengo a construir puentes en un mundo con zanjas”. Claro que dicha frase merece una pregunta: ¿A qué tipo de zanjas se refería?
En rigor, no demoró en develar tal interrogante: “Los argentinos –dijo entonces a la agencia Télam– tenemos que hacer un largo camino de mirar hacia adelante. Con justicia sí. Pero también cerrando heridas y reconociendo errores de los dos lados”.
El siguiente capítulo de esta gesta fue su papel en la sombra, junto con los operadores del Poder Ejecutivo anterior, en el polémico fallo rubricado por el triunvirato automático de la Corte Suprema para beneficiar con el 2×1 a represores presos, algo que rápidamente quedó en la nada.
Pero no hay ninguna duda de que monseñor Olivera es un “tiempista” nato: desde el 10 de diciembre de 2019 permanece en silencio.