Acongojadas páginas dedicaron Clarín y La Nación a conmemorar medio siglo de la ejecución del dictador Pedro Eugenio Aramburu a manos del grupo fundador de Montoneros, planteando como tesis que aquel 29 de mayo de 1970, en Timote, quedó inaugurado el ciclo de violencia política que vendría, sino a justificar totalmente, al menos a explicar el golpe cívico-militar desencadenado seis años después para luto de la verdadera república.
En esta nueva tesis, elevada a categoría de verdad militante por los actuales grupos negacionistas, ya no serían dos “demonios” los que violentaron la república indefensa, como sostuvo con algún éxito el alfonsinismo cultural durante la transición democrática de los ’80. Ahora es uno solo, integrado por jóvenes fanáticos que, como extraídos de la serie Cálifat, asesinaron de la noche a la mañana a un general sin historia, empujados por alguna psicopatología no suficientemente tratada.

La sintonía de los dos diarios del Foro de la Convergencia Empresarial en el tratamiento de estos temas no debería sorprender. Nuestras clases dominantes aborrecen la discusión seria sobre la historia trágica reciente, simplemente viajan al pasado para hallar motivos que les den alguna que otra ventaja simbólica en la disputa por los problemas materiales o patrimoniales del presente, que son los que verdaderamente les preocupan.
Por eso, aunque comparten fecha y apenas los diferencia un año, le dan mayor despliegue al Aramburazo que al Cordobazo, del que casi no hablan o no hablan directamente.
Porque exponer las razones del levantamiento obrero-estudiantil en la provincia mediterránea contra la dictadura de Onganía y sus crímenes conspiraría contra la intención de mostrar a los ejecutores de Aramburu como alienados sedientos de sangre surgidos de la nada. Y haría trizas su voluntad de reescribir los hechos a su antojo: quedaría al descubierto -por contraste- que había una Argentina violenta, criminal, represiva y antidemocrática construida desde 1955, es decir, antes del luctuoso episodio en cuestión.

Por otro lado, es fácilmente verificable que sus editorialistas hace tiempo que tratan de instalar una sinonimia entre Montoneros y La Cámpora. No trabajan sobre las enormes diferencias, sino sobre las fantásticas coincidencias imaginadas por sus justificadores dominicales. Pero son insistidores. ¿Cuál es el objetivo? ¿Quizá asociar las prácticas de una organización político-militar surgida en dictadura y diezmada hasta la casi extinción por el Terrorismo de Estado con las medidas de corte distribucionista que impulsa la agrupación de jóvenes kirchneristas en un marco absolutamente democrático?
Con el nombramiento de Fernanda Raverta en ANSES, el organismo que tiene acciones y directores en muchas empresas privadas producto de la estatización de las AFJPs, estos diarios se hicieron una panzada. En parte porque desacreditar a los jóvenes que abrazaron el peronismo armado de los ’70 durante la proscripción y apuntarlos como homicidas impiadosos, repercute en la batalla objetiva que hoy tienen con el gobierno de los Fernández que busca a través de leyes y resoluciones recortar algo de sus privilegios – sideralmente incrementados con el gobierno de Mauricio Macri- para avanzar hacia un sistema un poco más justo.
Ninguna Patria Socialista, apenas una Argentina menos desigual y más vivible. Máximo Kirchner y Carlos Heller promueven un impuesto extraordinario a las grandes fortunas, no mudar la capital a La Habana.

Pero la operación de sentido es la siguiente: Kirchner es La Cámpora, que son como los Montoneros, que así como antes mataban gente, ahora pretenden confiscar la propiedad privada. Un despropósito, aunque ya lo vamos a ver hecho zócalo en la comunicación concentrada. O comentario en el panel de Intratables o programas por el estilo.
La desacreditación automática de la vieja guerrilla peronista, el recorte de la historia de sus protagonistas para presentarlos como portadores de una anomalía genética inexplicable en un contexto de país normal inexistente, la invisibilización de los bombardeos del ’55, de los fusilamientos del ’56, de la proscripción de millones que durante 18 años no pudieron votar a quien querían votar, son piezas de un mismo proyecto negacionista, restaurador de la matriz que incubó la violencia política desde mucho antes que los sucesos de Timote.
Niegan la biografía entera de Aramburu, como niegan los crímenes del Terrorismo de Estado o son capaces de reivindicar a sus cómplices.
De contar lo que deciden negar de antemano, tendrían que asumir que la víctima que tanto los conmueve en su humanidad era un perfecto tirano, que mandó a fusilar gente indefensa, que ordenó arrojar sus cadáveres en basurales, que secuestró y desapareció por años el cadáver de la esposa de su adversario, a quien a su vez obligó a marchar al destierro durante casi dos décadas, persiguiendo con la cárcel, la tortura y hasta el asesinato a quien se animara a pronunciar su nombre en la calle.
Tienen un problema nuestras clases dominantes cada vez que tratan de darles un baño de santidad a sus héroes. La mayoría son asesinos o dictadores. Por eso les molesta la memoria completa. Y por eso mismo no pueden ser otra cosa que lo que son: negacionistas.
Niegan la biografía entera de Aramburu, como niegan los crímenes del Terrorismo de Estado o son capaces de reivindicar a sus cómplices.
Son siempre los mismos, para una cosa o para la otra. Macri les devolvió el orgullo de ser de derecha en un país donde, hasta no hace mucho, ser de derecha no estaba bien visto en los ámbitos intelectuales o medianamente pensantes. Hasta electoralmente era piantavotos.

¿Quién o quiénes iban a poner en duda que los desaparecidos eran 30 mil hasta que el macrismo habilitó el abordaje matemático para relativizar la masacre producida entre el ’76 y el ’83?
Lo llamativo es que el bloque político-cultural macrista hizo del negacionismo a ultranza una política que excede lo que alude explícitamente al genocidio. Los negadores ahora niegan todo de todo: desde las leyes sociales del peronismo hasta lo positivo del aislamiento social, preventivo y obligatorio decretado por el gobierno nacional y apoyado, incluso, por el mediáticamente hiperblindado Horacio Rodríguez Larreta.
Como exponente fulgurante del negacionismo aparece entonces Santiago Kovadloff, firmante del documento que 300 intelectuales macristas, suerte de terraplanistas sanitarios, dedicaron a bautizar como “infectadura” (dictadura de infectólogos) a la cuarentena que redujo de manera ostensible la letalidad del Covid 19 en la Argentina.

El filósofo Kovadloff es un apellido clave en esta historia. Hace unos años, el Foro de la Convergencia Empresarial, lo eligió como redactor de sus documentos liminares. El contenido de esos manifiestos comunistas al revés fue la base ideológica del gobierno de Macri.
Su militancia liberal-empresaria, llamativamente fanática, lo lleva ahora a suscribir un escrito contra los científicos que asesoran al presidente en cuestiones sanitarias, entre ellos, nada menos que Pedro Cahn, el reconocido infectólogo de fama mundial por sus trabajos con el HIV-SIDA.
Multipremiado internacionalmente, mimado hace décadas por el establishment local, bastó que Cahn contribuyera a un gobierno de extracción peronista preocupado por la salud pública para pasar a ser considerado mentor de un régimen totalitario que anula todas las libertades existentes. Absurdos como son, si llegaran a leer el libro “La Fede”, de ese genial periodista llamado Isidoro Gilbert, se caen de espaldas.
Así funciona la república negacionista.