Joseph Blatter eligió su mejor sonrisa el 2 de diciembre de 2010 para mostrar al mundo un cuadrado de papel que extraía de un sobre: 2022 FIFA World Cup decía en el encabezado. Más grande aparecía el nombre del vencedor de la elección: Qatar. Había conseguido las adhesiones suficientes, ya en la cuarta ronda de sufragios, por sobre Estados Unidos. Tal vez por haber herido el orgullo del imperio fue que luego se develó el escándalo de corrupción. Pagos, prebendas, chequeras, sobornos que mancharon hasta impensados personajes como Michel Platini, entre otros, salvo que él sí debió trascurrir un lapso tras las rejas, acusado de direccionar cerca de 3,6 millones de euros a una treintena de miembros electores de la FIFA, representantes de sus federaciones. Esos petrodólares salieron de las arcas infinitas de Mohamed bin Hamman, por entonces, “patrón” del fútbol qatarí y presidente de la Confederación Asiática. Poco después se dedicó a otros menesteres.
El Mundial nacía manchado. Blatter, licenciado en economía que habla a la perfección siete idiomas, regordete, increíble negociador, suizo del cantón de Valais, nació en Vips, hace 85 años. Discípulo de Joao Havelange, secuaz de Julio Humberto Grondona, debió renunciar en 2015, salpicado hasta el tuétano.

A Giovanni Vincenzo Infantino, conocido como Gianni, abogado, calvo, mirada pícara, manos inquietas en todo diálogo, también suizo de Valais, nació en Brig-Glis, hace 51 años. Desde el 26 de febrero de 2016 es presidente de FIFA, como su vecino. En marzo pasado, en los salones de la ONU, nada menos, aseguró que “la nueva FIFA no deja sitio para el delito”. Nadie confía en su absoluta sinceridad, pero igualmente se refirió a la lucha contra la corrupción, “la protección de los niños, la integridad del deporte y la prevención del delito”. Como al pasar, avanzó, sobre la eventual creación de un “centro para la seguridad en el deporte”. Sin ahondar demasiado. No se le borró la expresión cuando le refirieron sobre las denuncias de abusos, explotación y muertes, de a miles, de los trabajadores de los estadios donde se disputará la próxima Copa del Mundo.
Cifras espeluznantes
El reloj de la página de la FIFA retrocede minuto a minuto: indica que este viernes 9 a las 7 de la mañana (hora argentina) faltarán 500 días redondos para comenzar el “torneo más prestigioso del mundo”.
Un Mundial muy particular porque se jugará en una época absolutamente inusual, entre el 21 de noviembre y el 18 de diciembre de 2022 cuando el calor en la península arábigas es algo más soportable. Se disputará en ocho estadios diferentes ubicados en cinco ciudades. Seis de ellos son absolutamente nuevos y los otros dos, remodelados.

Dos millones de migrantes procedentes de Nepal, India, Pakistán, Bangladesh, Sri Lanka, Filipinas y Kenia son la mayor fuerza de trabajo de un país que tiene tres millones de habitantes en una superficie de menos de 12 mil km2. Casi el 40% trabaja en la construcción de rutas, vías férreas, grandes rascacielos, lujosos hoteles y centros de convenciones, entre otros. Y, por supuesto, en estadios y las infraestructuras proyectadas para albergar el Mundial, las denominadas Aspire Zona.
Todos ellos, en un régimen de trabajo de entre 16 y 18 horas diarias, siete días a la semana, soportando temperaturas que a veces alcanzan los 50°. Todas las denuncias coinciden en el hacinamiento, la falta de higiene y la inseguridad, incluso en sus alojamientos, donde deben compartir hasta las literas, sin ajustarse en lo más mínimo a las normas de derechos. En algunos casos, como en Jalifa, hay campamentos que los mismos obreros levantan en las inmediaciones de los estadios.
Esas condiciones provocan que el índice de muertes sea tan alto como difuso. Pero se calcula que los trabajos por el Mundial ya consumieron entre 6,7 mil y 10 mil vidas humanas. La enorme mayoría de los casos se adjudican a accidentes laborales o problemas cardíacos, ya que esas temperaturas tan extremas exigen al sistema cardiovascular, un esfuerzo extra descomunal.
Todas las cifras y los datos son sobrecogedores. Según un informe de Amnistía Internacional, en el que mencionan “el lado espantoso de un hermoso juego”, sólo en el estadio de Jalifa trabajan unos 3.200 migrantes. Para ellos se aplica el llamado “sistema kafala”, habitual en la región (no demasiado diferente a otros de otras partes del mundo) que vincula al trabajador migrante con una empresa, con tibia regulación del Estado, que controla casi a piacere el estatus legal. Así, sin permiso del kafeel, los obreros no pueden cambiar de trabajo ni, en ocasiones, salir del país.

En la enorme mayoría de los casos, anticipan cuantiosas cifras a las agencias: los valores arrancan de 500 dólares cuando no superan los miles, mientras que el salario medio jamás es más elevado de los 220. El negocio es redondo, salvo para quienes aportan la mano de obra y, muchísimas veces, mueren en el intento. Un ejemplo: a un trabajador de Nepal le prometieron un salario de 300 dólares que resultó ser de 190. Con ello debe alimentarse, vivir y enviar dinero a su familia. Eso cuando el pago del salario no sufre atraso de varios meses.
Pero la miseria en sus respectivas regiones hace que no dejen sus lugares sino cuando ya sus físicos no les permiten continuar. Además si abandonan el trabajo les cancelen el visado y amenazan con deportarlos. Cuando no les retienen los documentos y quedan definitivamente a la deriva. En general los trabajos no conllevan contrato alguno: cuando sí lo hacen, las ligazones son leoninas.
Rothna Begum, de Human Rights Watch, asegura: “Los migrantes tienen miedo de que sus empleadores no renueven sus permisos de residencia. Esta es una de las razones por la que no denuncian el abuso o los impagos”.
Mohamed es keniata y su testimonio fue incluido en el informe de Amnistía: “La empresa tiene mi pasaporte. Si cambia mi estado de financiación, me enviarán de vuelta y tengo una gran deuda pendiente (…) El campamento no está bien, dormimos ocho en una habitación. Pero no puedo quejarme porque me echarían del trabajo”. Kamal, un obrero metalúrgico nepalí denunció que le advirtieron: “Están dando problemas, son unos vagos. Están vigilados de cerca. Si no se presentan a trabajar o intentan escapar, daremos parte a la policía”. Y, claramente, el estado está de parte de los empresarios. No sólo en Qatar.

Ni el Papa lo hizo
En definitiva, un promedio de más de 12 trabajadores murieron cada semana desde que Qatar fue elegida sede diciembre 2010. Casi dos por día. Hasta ahora. Pero ya antes de que se disputara el Mundial de Rusia 2018 se habían registrado más de 2.000 muertes.
Así lo afirma Guillermo Whpei. Nació en Rosario hace 53 años y se presenta como empresario social. Con una cercana relación con el presidente Alberto Fernández, en abril de 2019 propició la inauguración del Museo Internacional para la Democracia, en Rosario. Es el presidente de la Federación de Museos de DD HH. Como tal se entrevistó con el Papa Francisco y le entregó un informe en el que detalla las denuncias de las propias embajadas de Sri Lanka, Nepal, Bangladesh y Pakistán, que oficialmente confirmaron 6751 casos. Advierte que aún no recibió datos de países como Filipinas y Kenia, entre otros. Asegura que el Papa, muy sorprendido y alarmado, le abrió un puente con Infantino. Pero la FIFA hizo oídos sordos. “En 2022, en Qatar, no hay nada para festejar. La pelota está manchada de sangre”, expresó.

Son escasos los medios del mundo que mencionan el tema. Muchos menos los que dieron la noticia de que los futbolistas de la selección de Noruega, que ciertamente no es de las más poderosas, en un partido por las Eliminatorias para el Mundial posaron con una remera que decía: “DERECHOS HUMANOS dentro y fuera de la cancha”. Pero Alemania y Holanda sí están en la elite: los germanos, antes de un partido ante Islandia, en mayo pasado, se retrataron con remeras que formaban las palabras “Human rights”. Se expresaron: “Se trata de presionar a FIFA para que sea aún más directa, más firme con las autoridades de Qatar, para imponer requisitos más estrictos”. El volante del Real Madrid, Toni Kroos, fue al ángulo: “Los trabajadores inmigrantes están sometidos a jornadas sin descanso bajo tórridos 50°, sufren alimentación insuficiente, sin agua potable y a temperaturas de locura”.
Se reiteraran las denuncias. La respuesta oficial de la FIFA se parece a una burla. Dice estar “a favor de la libertad de expresión” y que no sancionará a los “implicados” en las protestas.
Claro, la FIFA facturó en 2019, cerca de 765.6 millones de dólares. Luego llegó la pandemia y el último término lo cerró con unos ingresos totales de “sólo” 266.5, ya que utilizó 270.5 para subvencionar a las federaciones y el fútbol femenino en todo el mundo, por el Covid-19. Pero la multinacional del deporte está hecha para facturar. Por caso, para el ejercicio 2019-2022 (entre un mundial y otro) el objetivo fue fijado en 6.440 millones de dólares. Y apuesta a que la Copa del Mundo le retorne los ingresos que el virus le quitó.
¿Alguien puede creer que cualquier denuncia sobre temas como los DD HH en Qatar puede hacerle temblar el pulso a su presidente?