“Son personas que surgieron de un contexto de violencia. Se acostumbraron a ella. Los imagino como personajes. He tenido que recrearlos a partir de una realidad. Lo que yo hice fue ubicarlos en esa realidad y, a partir de ahí, imaginarlos” (https://youtu.be/YuJ6mMCbnNY). En palabras como las que aquí parafraseo se refirió en alguna ocasión Juan Rulfo (1917-1986) a los personajes en su obra literaria, todos ellos cubiertos de violencia, víctimas de violencias, reproductores de violencias. La violencia, anclada en la realidad, necesita una dosis de recreación, de imaginación, al decir de Rulfo, a fin de que pueda interpelar al menos a quien la expone.
A los ojos de la creación literaria la violencia parece también responder a provocaciones espontáneas, sospecha Milan Kundera en su ensayo El telón (Tusquets, 2005), cuando reflexiona en torno a una escena de Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway. La matanza que unos aldeanos españoles desencadenaron contra sus vecinos ocupa el 13% de todo el texto de Hemingway. Al parecer, solo bastó aparentemente con que una de las tropas en contienda en la guerra civil los hubiera presionado levemente con alguna información falsa para que una convivencia de largos siglos de duración se deshiciera en pocas horas a golpe de hachazos.
Tanto Rulfo como Hemingway ven la necesidad de trascender el plano del reporte periodístico para que la violencia se asuma en su problematicidad compleja. Eso hace la investigación de las ciencias sociales. Sin embargo, el artículo resultante no repercute en la conciencia pública, quizás por su obligatoria obediencia a las normas APA, que lo vuelve ilegible. De eso parece ser consciente el novelista francés contemporáneo Charles Robinson (1973). Su novela Fabrication de la guerre civile (Seuil, 2016) es una indagación en la cultura de violencia a partir de la consideración del microuniverso de un imaginario suburbio marginal y conflictivo cercano a París.
“Asistimos a una manifestación de sectores de iglesias que nunca han ocultado su respaldo a la violencia oficial”.
Las tramitaciones horrorosas de la violencia en la vida concreta de quienes la padecen, protagonizan y buscan amainarla se entrelazan a las complejidades propias de las construcciones culturales. Hay que auscultar la historia, alegan algunos, por ejemplo William Ospina (Colombia, 1954), en su ensayo Las auroras de la sangre (Norma, 1998), una lectura de la literatura colonial de Juan de Castellanos (s. XVI) en busca de las semillas de la institucionalización de la violencia en Colombia. La violencia en la lengua, es la sentencia con que la lectura de la historia concluye su exploración de la construcción cultural que toma la violencia como uno de sus rasgos constitutivos. Así lo refuerza La letra argentina (Santiago Arcos, 2003), una colección de ensayos del crítico literario Nicolas Rosa (1938-2006). Él nos hace ver que, una vez instituidos, “los poderes del lenguaje son siempre fascistas,” en el entendido que entre fascismo y violencia hay tal cercanía de métodos y semánticas que el uno evoca automática e inmediatamente la otra.
La violencia no es, entonces, un asunto de combustión espontánea y su exposición le debe menos a la imaginación literaria y más a la pesquisa académica. Sin embargo, esta indagación rigurosa, si sucumbe a la amenaza al ostracismo que profieren las autoridades academicistas marca APA, puede dejar de lado un componente que es piedra angular de todo constructo cultural, a saber: el dato religioso.

Que la cultura sea la expresión concreta de la fe (fe primero, cultura después), o que sea la fe uno de los frutos de la cultura (cultura, luego fe), va a depender de quien te esté hablando. Así, por ejemplo, voces cristianas afines a ordenamientos establecidos como la de Joseph Pierce (Inglaterra, 1961), un académico católico experto en San Agustín, asociado al colectivo The Imaginative Conservative, sostiene que sin la fe cristiana trinitaria no le es posible a una cultura aportar los frutos igualmente trinos de la bondad, la verdad y la belleza (https://theimaginativeconservative.org/2018/01/faith-and-culture-joseph-pearce.html ). No hay que declararse francamente conservador para sostener esa perspectiva. Historiadores del cristianismo dispares entre sí como Jaroslav Pelikan (1923-2006)[1] y Justo L. González (1937)[2] coinciden en que fue la reconfiguración de la fe lo que propició el gran cambio cultural de la Reforma Protestante del siglo XVI en Europa. Sus posturas le hacen eco a las persuasiones conservadoras para las cuales la fe moldea y hasta gesta la cultura. Lo cual no es tampoco un monopolio cristiano. Por ejemplo, Tevye, el lechero, judío piadoso, en El violinista en el tejado, grita desesperado que si la tradición, esto es, la judía piadosa, no se mantiene, el mundo se derrumba. Sin fe, matriz de tradiciones, no hay cultura. A juzgar por las iniciativas integristas de algunas vertientes del Islam, también en esos vecindario soplan los vientos de fe-primero-después-la-cultura.
Sin embargo, no hay que ir muy lejos, no es necesario distanciarse de las tradiciones monoteístas, las más propensas a darle a la fe el papel protagónico en la construcción de cultura, para encontrar voces más matizadas. Dentro del mismo Islam se topa uno con pensadores como el argelino Mohammed Arkoun (1928-2010), quien sostiene que, por el contrario, “el concepto coránico de tradición siempre le plantea a la cultura una incomodidad ‘modernista.”[3]
Lo cual nos pone en otra perspectiva, esto es, la que sostiene que es la construcción cultural la que se ocupa de los discernimientos que dan como resultado las propuestas de la fe y sus institucionalizaciones. Al menos en lo que tiene que ver con esta lado desde el cual tercamente aún reflexionamos, pronunciamos y actuamos, esto es el lado aún dominado por las epistemologías eurocéntricas dualistas (y ya es hora que lo superemos), la cultura es la que se ocupa de jalonar los cambios en las formulaciones de la fe.
La interrelación de cultura y fe le plantearía una dificultad enorme a quien pretendiera discernir la una de la otra.[4] No hablamos de cultura o fe, cual si regresásemos a dicotomías nivel Sarmiento. Es posible que la integración de los dos ámbitos en una unidad orgánica pueda ser más claramente observable desde epistemologías decoloniales. Los elementos que parecen ser no corroborables desde aspiraciones positivistas, con los que se asocia lo religioso, en realidad forman parte integral del mundo constatable al punto que lo observable hunde sus raíces en las dimensiones del misterio. ¿No es cierto que con tan solo formularla ya se despierta en uno la tentación de acusar a esa realidad como mágica y, por lo tanto, no confiable?
No es tal el propósito del presente texto. Lo que se busca aquí es indagar, en esa imbricación fe y cultura, una respuesta al problema de la violencia, que sigue siendo la alternativa preferencial para administrar lo público. Quien esto escribe es colombiano, sentado justo en este momento en un rincón de un valle escondido en los Andes colombianos. Este dato biográfico, que hace mucho rato dejó atrás la sentencia borgiana “ser colombiano es un acto de fe,” se trae aquí para de alguna manera encuadrar mi preocupación. Ya es bien sabido que Colombia está asociada a dimensiones demenciales de violencia y que, por estos días, se debate en un estallido social que busca ponerle algo de control a tanta barbarie.
Violencia: ¿fe y luego cultura?
Confesión: no suscribo a la perspectiva de que sea la fe la madre de la cultura. Alguien me podría echar en cara los abundantes datos históricos que parecen comprobar lo contrario. Por ejemplo, Gonzáles, ya mencionado arriba, sostiene que las reformas de la iglesia de Isabel la Católica en el siglo XV moldearon el carácter de la cultura hispánica al punto de someter la diversidad peninsular al monopolio castellano. De allí se siguió a que Antonio de Nebrija, a finales del siglo XV, instase a los reyes a que, a renglón seguido, con el sometimiento de pueblos bárbaros y de naciones de lenguas extrañas, recibiesen las leyes que el vencedor le impone al vencido, en el idioma vencedor. No obstante, esto muestra que fe y cultura, cultura y fe, conforman realidades no dualizables. Lo que sucede, eso sí es la instrumentalización ya advertida por Nicolás Rosa: “los poderes del lenguaje son siempre fascistas.”
Sin embargo, estoy proponiendo que la reflexión convoque el problema de la religión. La historia republicana de Colombia de tan solo 200 años a la fecha, también parece hacer de la fe el vehículo de la violencia institucional. Pienso en investigaciones como Satanización del socialismo y del comunismo en Colombia 1930-1953,(U. del Cauca, 2007) del profesor Diego Jaramillo. En la primera parte de su publicación, Jaramillo describe el tránsito que dio el discurso desde su proclama en los púlpitos por parte de clérigos intolerantes, a la acción violenta de masas organizadas que desencadenaron una etapa cruenta de violencia, mayormente contra sectores liberales, comunistas y minorías protestantes en la década de los años 1950. Si bien durante esa época la fuerza pública, que por entonces se concebía como un estamento armado del Partido Conservador, no del Estado colombiano, fue la que cometió la mayor parte de la violencia contra la población, no se puede dejar a un lado el factor religioso. Una iglesia católica, reconocida por la Constitución de entonces como la única iglesia en el país, tomó como suya la misión de defender un ordenamiento establecido. Las amenazas provenían de nuevos actores sociales que reclamaban espacios de participación y mejoras en las políticas sociales. Los cambios que se buscaban fueron vistos como intentos por cambiar lo que Dios había mandado. El grito de Tervye, el lechero, fue el de la alta jerarquía eclesial: “¡Tradición!” A ese gritó marchó un amplio sector de la sociedad. La violencia fue tan solo un medio para proteger los dones que Dios le había dado a la nación, a saber: los de una lengua, una raza, una fe.
Por estas calendas, 70 años después del período estudiado por Jaramillo, las demandas de las ciudadanías son las mismas, la respuesta de las administraciones del Estado son las mismas y el discurso religioso… Se ha matizado. En su médula sigue siendo el mismo.
Cuando el continente latinoamericano se sacudía de las férulas militares que oprimían sus naciones y sus ciudadanías develaban los rostros macabros de sus Operaciones Cóndores, Colombia hacía un tránsito tardío hacia la reformulación de su gran marco constitucional. Solo a comienzos de la última década del siglo pasado, cuando ya Argentina repudiaba las leyes de Punto Final y Ariel Dorfman nos invitaba a la catarsis con su La muerte y la doncella, Colombia decía, en su nueva Constitución de 1991, que proponía definirse como un Estado Social de Derecho; ya no como el Estado Confesional Católico que venía siendo desde 1886.
Entre la diversidad de los nuevos actores políticos que la Constitución del 91 promovió en Colombia se cuenta el religioso, con su semblante multifacético. En lo que tiene que ver con el cristianismo asociado a la herencia protestante, a los cuatro rostros que José Míguez Bonino (1924-2012) descubrió en su Rostros del protestantismo latinoamericano (Nueva Creación, 1995) –liberal, evangélico, pentecostal y étnico-, se han de adicionar otros más, a juzgar por la pluralidad observable desde entonces en la arena pública colombiana. Esa diversidad cristiana no católica ostentaba un rasgo común: el de la victimización de la marginación e incluso la violencia estatal. Solo hasta 1991 los cristianos no católicos en Colombia pudieron gozar de los derechos propios de la ciudadanía tal como se entiende en las tradiciones democráticas liberales. Toda una generación de víctimas y de hijos de víctimas salió a la calle a rostro descubierto como lo que eran: unos vecinos más.
¿Se dio aquí lo mismo que Juan Rulfo observó en la generación inmediatamente posterior a la Revolución Mexicana y que encontramos protagonizando los relatos de Pedro Páramo y los cuentos de El llano en llamas? ¿Eran –son- generaciones que llevaban sobre sí, dentro de sí, las marcas de la violencia?
¿O se trata, antes bien, de generaciones que remozan el discurso violento del púlpito del que se ocupó Jaramillo en su investigación? Es posible que la línea de reflexión deba trasladarse a este terreno. Ahora el púlpito, con su nexo directo o cercano al alto poder –incluido el estatal- le abre campo al predicador cristiano no católico. Predicador que, debe recalcarse, ya sabe lo que sucede cuando el discurso del púlpito le hace eco al estatal, o viceversa, cuando lo influye.
Las movilizaciones ciudadanas recientes, que al momento de escribir estas líneas cumple ya su 54º día de lucha continua, han sido reprimidas por el Estado con la brutalidad propia de su fuerza pública. Sin embargo, ha habido un giro novedoso en esa respuesta violenta del Estado. Ya no son tan solo las unidades de las fuerzas del orden las que intervienen, sino que cuentan también con el respaldo armado de sectores de la ciudadanía provenientes de las castas superiores de la sociedad.
No solo estamos siendo testigos de la actividad paramilitar en las calles de las grandes ciudades, tal como ya se había estilado en las regiones rurales bajo los gobiernos de extrema derecha, sino que también asistimos a una manifestación franca de sectores de iglesias que nunca han ocultado su respaldo a la violencia oficial y su desprecio a la vigencia de los derechos humanos. Investigaciones como las de la organización Temblores ONG (www.temblores.ong) abren la posibilidad de que hayan sido facciones asociadas a algunas megaiglesias las que hayan incurrido en crímenes al amparo de la policía y del ejército, mayormente en Cali, cuando atacaron con armas de guerra a indígenas y otros ciudadanos indefensos.
La fe y su larga tradición de connivencia (y convivencia) con la violencia parece, en Colombia, atravesar la gran frontera tradicional que ha puesto al cristianismo fiel a la Iglesia de Roma en un lado, y a una amplia pluralidad de iglesias mayormente afines a la Reforma Magisterial del siglo XVI en el otro lado. Tras la relativa pérdida de su monopolio social y político que la del primer campamento viene experimentando desde la Constitución de 1991, las del segundo campamento, caracterizadas por un dinamismo institucional que las acerca más a un perfil empresarial, parecen haber capturado los espacios generados por actores provenientes de la violencia paraestatal.
La violencia, presente en la dimensión no dualista fe-y-cultura de las realidades históricas de Colombia, está marcando en estos días un punto de inflexión en el marco actual de las movilizaciones ciudadanas. Se trata de un punto de quiebre que se observa con mayor claridad cuando la lente se enfoca en la grieta religiosa del engranaje cultural y de fe. Los nuevos actores del sector religioso tienen ante sí la posibilidad de poner en perspectiva no solo el alcance del impacto de su presencia en la arena pública, sino también la urgencia –o no- de echar mano de la coherencia teórica, ética y teológica. Es un actor de rostro múltiple que tiene en común una herencia reciente de persecución. Se espera, por lo tanto, que persista en impulsar esfuerzos de reconciliación. Con todo y su juventud en la historia social colombiana, las comunidades cristianas cuentan ya con un rico acervo de trabajo por la paz. Voces influyentes como la de John Paul Lederach (1955) así lo reconocen en, por ejemplo, Construyendo la paz: Reconciliación sostenible en sociedades divididas (Justapaz, 2007). Sin embargo, los devaneos de algunos sectores, estridentes más que influyentes a través de sus megaiglesias, con el ejercicio del poder público por parte de la extrema derecha en los último 20 años están amenazando con dicotomizar la dinámica fe-y-cultura y, en últimas, decantarla por la vía de la violencia.
[1] J. Pelikan, Reformation of Church and Dogma (1300-1700), The University of Chigao Press, 1984.
[2] J. L. González, Historia del cristianismo, Tomo II, Miami: Unilit, 1998.
[3] En Jacques Berque et al., Aspects de la foi de l’Islam, Bruselas, Presse de l’Université de St. Louis, p. 149, 1985.
[4] “Mechanisms of Cultural Change.” (2021, February 20). Obtenido en Junio 17, 2021, de https://socialsci.libretexts.org/@go/page/7948
Alvin Gongora, "Lingüista (U. del Quindío, Colombia), Teólogo (Tyndale University, Toronto), con estudios en Teología Política (U. de Toronto). Traductor. Docente universitarios. Inquieto por las interacciones entre la cultura, la fe, la reflexión teológica y las dinámicas eclesiales, pero ante todo un lector. Vive en Ibagué, Colombia con Cory (lobo siberiano), Rita (golden retriver), Pancha (gata) y Lucho (gato atigrado) al lado de un buen número de libros."