Descolocada, trémula, fuera de eje, Isabel Huayta, una mujer en su cincuentena, despierta una mañana sin saber cómo hacer pie en su propia casa. El mundo se mueve bajo sus pies, todas sus certezas y seguridades se desmoronan. La escuchamos contar(se) su propia vida.
Cuando terminé de leer esta vertiginosa nouvelle en primera persona, que sigue a la protagonista desde que abre los ojos en su departamento de lujo hasta su internación en un hospital público emblemático (el de Clínicas), pensé enseguida en los monólogos y diarios femeninos que integran La mujer rota, de Simone Beauvoir. En especial el que se llama, precisa y sencillamente “Monólogo” y que está construido de manera similar: una sintaxis laxa, coloquial, a borbotones, que incluye la puteada, la (auto) imprecación violenta. También algunas características y objetivos coinciden en ambos relatos. Se trata de personajes autocentrados y narcicistas, que intentan justificar todos sus actos y decisiones y se colocan con naturalidad, cuando les conviene, en el lugar de víctimas atacadas por los demás. Una está intentando levantarse (Isabel), la otra trata en vano de dormir, ninguna puede salir de la cama: saturadas de psicofármacos, piensan en la muerte y en el suicidio. Se sienten atrozmente solas, exhiben una colección parecida de prejuicios de clase, y tienen relaciones conflictivas con sus hijos y con sus madres.
Al leer esta vertiginosa nouvelle en primera persona, pensé enseguida en los monólogos y diarios femeninos que integran La mujer rota, de Simone Beauvoir.
Aquí acaban las afinidades. Isabel es bastante más matizada que el personaje sociópata de Beauvoir. Algo menos odiosa en lo moral; también más inteligente. En el fondo de sí misma sabe y acepta la cadena de malas decisiones personales que, además de los infortunios, la ha llevado a donde se encuentra. Y es un personaje de otra época, la nuestra.
Paradójicamente, en este presente, Isabel parece encarnar muchos deseos del feminismo de la igualdad. Es una self made woman, una “mujer exitosa” como lo reitera de manera obsesiva. Es o parece, en suma, una mujer empoderada, que gana su propio dinero, que ha logrado romper el techo de cristal y es la CEO local de una cadena farmacéutica multinacional. No se trata de una burguesa ociosa, que depende económicamente de un varón o que vive de rentas. No está desocupada sino sobre ocupada, hasta el punto de que esos compromisos y obligaciones han terminado por vaciar el sentido de su vida. Como el arquitecto Michael Newman, héroe de la película Click, a fuerza de correr detrás de sus metas y de querer controlarlo todo, ha terminado perdiendo por completo el control hasta de sí misma y vive en piloto automático. Sus relaciones personales profundas con los afectos más cercanos, se han subordinado a la búsqueda de ascenso profesional, que le exige estar siempre en el frente de batalla para no ser desplazada. Su condición de mujer la pone en un lugar más vulnerable, añade una presión suplementaria. La mañana en que Isabel se hunde en su vértigo, el control ya no funciona. No puede seguir la marcha aplanadora hacia adelante. Y cuando mira hacia atrás, lo que ve la desconcierta y le desagrada. Su hijo Gregorio, de diecinueve años, es un muchacho obeso, drogadicto en rehabilitación, que no ha terminado el secundario y no parece tener otro objetivo que entretenerse con juegos de video. Su madre no le habla. La relación con su padre ha dejado una huella traumática. En gran parte Isabel ha edificado su vida contra él, para demostrarle que puede valerse por sí misma. Y se ha pasado al bando del “enemigo”.

¿De dónde viene Isabel Huayta, la de apellido telúrico, que significa “flor” en lengua quechua? Su padre no fue un campesino ancestral del altiplano. Pero sí un “industrial nacional”, representante de un modelo de país previo a la globalización. Educada como una señorita de la burguesía acomodada, en el colegio bilingüe Saint George, de donde egresan también sus futuros amores, amigos y enemigos, Isabel se adaptará como ellos al Brave New World de los ’90 en el que su padre perderá el tren, se resignará a vender su negocio y morirá poco después.
La ambivalencia signa sus relaciones con la figura paterna. “Nunca creyó que fueras a llegar a nada. ¡Isa por favor! ¿Por qué flagelarte ahora con eso? Era un tipo de otra época, machista hasta la médula. Lo único que pensaba que podías hacer vos era darle nietos.” Es “El Viejo Huayta” quien coloca a Juani, su primer novio, en el lugar de preferencia destinado para el hijo varón que no tiene. Esa en buena parte la razón por la que Isabel deja a Juani, a pesar de que a su lado la vida era leve y el mundo entero un lugar hospitalario, un camino de aventura dichosa.
Huayta, además, ha sido un machista a la antigua en otro sentido. Engaña, como es de rigor, a su esposa Irene con su secretaria Estela, una mujer chabacana (para la óptica de Isabel) que sin embargo lo hace feliz. Irene, sin moverse del lugar de esposa, por sumisión o por comodidad, se deja engañar. Vive ahora una viudez tranquila, sin propósitos a la vista, y sin apuros económicos. Isabel se rebela contra estos roles estereotípicos sexistas y desprecia a su madre por su actitud pasiva. Por su parte, Irene arroja sobre la hija y su ejercicio de la maternidad con Gregorio, una mirada crítica. Isabel toma la iniciativa de cortar las relaciones. Tampoco puede acudir a Irene cuando el vértigo la sobrepasa.
Isabel parece encarnar muchos deseos del feminismo de la igualdad.
No sabemos qué hubiera sido de Isabel si no hubiese enviudado tan tempranamente de Pedro, el segundo gran amor, compañero en los negocios y también en la pasión. Quizás hubieran tenido juntos una vida y no solo cosas. Un hogar, como la añorada casa de Almagro de la que Irene se desprende para hacer de Puerto Madero su centro de operaciones. O tal vez hubieran desbarrancado juntos en la ambición sin límite.
En buena parte de su monólogo podría decirse que Isabel “es hablada”. Atravesada por lugares comunes que irrumpen mecánicamente en su discurso, como prejuicios de clase o prejuicios étnicos compartidos por un colectivo amplio de argentinos. No quiere llamar a Swissmedical, su costoso seguro de salud, porque le enviaron en otras ocasiones “medicuchos” o “medicuchas” de países latinoamericanos en quienes no confía; habla de “negros choriplaneros”, de “populacho” y de “barriada”. También muchas de sus acciones y sus gustos son adocenados, propios de cierto grupo social: el guardarropas abarrotado de prendas y de zapatos, el turismo a Miami con chip hormonal subcutáneo incluido. Esos mismos prejuicios la vuelven incapaz de reconocer la genuina atracción que siente por el portero, al que le ha ofrecido dinero después de un encuentro sexual, obteniendo a cambio un digno rechazo: “Yo no soy su prostituto”.
La recurrencia de clichés no agota por cierto todo lo que Isabel es capaz de pensar en su crítico estado de memoria y balance. Por un lado, conoce bien los pies de barro del glamoroso mundo financiero, muy distinto de las imágenes que muestran series como Billions. Pero aun desde su cuestionamiento de la insaciable codicia, está pagando el tributo a la suya propia, atrapada en la bicicleta o calesita financiera a la que se ha subido siguiendo los consejos de un amigo.
Isabel es atravesada por lugares comunes que irrumpen mecánicamente en su discurso, como prejuicios de clase o prejuicios étnicos compartidos por un colectivo amplio de argentinos.
Puesta frente a la muerte, en la sala de espera del hospital, desde el pedestal del CEO Isabel llega al cero, ese número inventado por los sumerios para resolver dificultades de cálculo, que ha ido migrando de cultura en cultura: árabes, griegos, indios, italianos; representante “de lo que no existe pero está”. Punto central entre lo positivo y lo negativo, llave de la notación del tiempo.
En ese punto de vacío, en ese límite, confluye también el único amor humano que experimenta en su vértigo: la compañía del portero, su amante de ocasión, el que la lleva al hospital para que pueda ser atendida y está dispuesto a rezar por ella.
Otro concepto simbólico que aparece en la nouvelle: el Superorganismo, el orden del hormiguero propuesto por Haeckel, recomendado como modelo de organización social según un sistema de castas, se pulveriza por completo en ese contexto. La vida de Isabel queda desnuda en el punto cero sin posibilidad de reseteo. Se abre el pórtico a la noche final.
Quizás es hora de resignificar los espacios desprestigiados del reino femenino, para que el mundo se parezca a un hogar.
El tono grave ante la develación de la verdad envuelve las últimas páginas de una narración de gran vivacidad, articulada con maestría y diversidad de registros, matizada con momentos cómicos y grotescos. Isabel Huayta es un personaje significativo, representativo de este tiempo y también de los logros y las limitaciones del empoderamiento femenino. Es por un lado un emblema de lo que muchas mujeres sometidas y dependientes soñaban con lograr. Pero también plantea la pregunta sobre el tipo de poder que ha conseguido. Al fin y al cabo, ¿no se trata sino de una imitación de modelos masculinos en una estructura social y económicamente despiadada? Su rebeldía, dentro de un mundo insolidario, regido por los intereses del capitalismo financiero global, no la conduce al mejoramiento personal ni al de la sociedad.
Vuelvo a una autora argentina fundacional, a la que Jimena Néspolo y yo dedicamos nuestras investigaciones: Eduarda Mansilla. Quizá, como ella dice a mediados del siglo XIX, el comienzo de los cambios progresivos está en la primera autoridad, la de las madres, creadoras de seres y de valores. Quizás es hora de resignificar los espacios desprestigiados del reino femenino, para que el mundo se parezca a un hogar, regido por el cuidado amoroso, no por la guerra y el voraz afán de lucro, cuyos nuevos términos y condiciones habrá que definir.
*Vértigo de mí, de Jimena Néspolo (Caterva, 2020)