Discurso del escritor Guillermo Saccomanno en la Feria del Libro: Un oficio terrestre
A algunos no les va a gustar.
Meses atrás, en febrero, ante la inminencia de esta feria, Silvina Friera publicó en Página 12 un artículo donde desarrollaba la problemática de la falta de papel que afecta a muchos países. A los escases de papel, producto de la pandemia, y al aumento de los costos de energía en el mundo, se le suman en nuestro país los problemas habituales.
La industria del papel es oligopólica. El papel se cotiza en dólares, y aun así, tiene inflación y ningún tipo de regulamiento desde el Estado. Por tanto, para las editoriales pequeñas y medianas se torna muy difícil planificar la edición e impresión de libros. La falta de papel se debe a la menor producción de las dos empresas productoras. Una de ellas es Ledesma, propiedad de una de las familias más ricas del país, Blaquier-Arrieta, apellidos vinculados con la última dictadura cívico-militar en crímenes de lesa humanidad, además de relacionados a la Sociedad Rural, escenario en el que nos encontramos hoy. La otra empresa es Celulosa Argentina, cuyo directivo es el terrateniente y miembro de la Unión Industrial José Urtubey, conectado con la causa de los Panamá Papers.
Los oligopolios han producido menos por problemas internos y por la pandemia, y cabe destacarlo, han destinado su producción a papel para embalar o para cajas, y no tanto al papel de uso editorial.
“La falta de papel se debe a la menor producción de las dos empresas productoras. Una de ellas es Ledesma, propiedad de una de las familias más ricas del país, Blaquier-Arrieta, apellidos vinculados con la última dictadura”.
Para hacer un libro de unas 160 páginas con una tirada de 2.000 ejemplares, se necesitan, entre papel interior y de tapa, más de 150.000 pesos de inversión.
Un editor independiente proponía como solución la intervención del Estado, por ejemplo, creando una papelera pública, pero teniendo el antecedente del escándalo de Vicentín, es improbable que dicha propuesta se materialice. Sería entonces un hallazgo en la crisis que atravesamos crear una papelera con participación del Estado que nuclee a los cartoneros y a las cooperativas.
Al leer esta noticia me pregunté qué tenía que ver conmigo esto, con la hoja en que empezaba a escribir este texto una noche en el bosque. En los últimos 30 años, desde que me afinqué en Villa Gesell, en esa ´tierra elegida´, como la llamábamos con mi amigo Juan Forn, escribo con una birome negra en un cuaderno de hojas lisas. Me gusta el fluir de esta escritura en silencio, una grafía que se vincula con el dibujo que, a su vez, me devuelve a mí mismo. Así me pregunto quién soy y si esta ignorancia no es la que induce a la búsqueda de un sentido que a menudo se me rehúye. La escritura, conjeturo, debe saber más de mí que yo mismo. Tal vez esa sea la razón por la que en los últimos años me dediqué a la lectura y escritura de notas sobre poesía. En tanto, con la birome negra en un cuaderno escribí en la ciudad, micros, trenes, en el mar y también en el bosque. Fue en este último lugar donde mi escritura se volvió más reconcentrada y, a un tiempo, más abierta, tratando de conectar en un modo zen el uno con el todo.
“Sería entonces un hallazgo en la crisis que atravesamos crear una papelera con participación del Estado que nuclee a los cartoneros y a las cooperativas”.
Dice el monje taoísta vietnamita Thích Nha´ t Hanh: ´La hoja donde escribo contiene el árbol del que proviene. Desde la semilla, pasando por la lluvia, el sol y las estaciones, trae consigo una historia concerniente a la naturaleza ante la que no puedo hacerme el distraído´. Intentaré evitar irme por las ramas.
Hace un instante comentaba el silencioso acto de la escritura con el destino final que uno puede, con suerte, atribuirle: La publicación. ¿A qué precio? vale preguntarse.
En un posteo de un editor independiente leí que imprimir un libro de 290 páginas cuesta más de 700.000 pesos. Además, vaya detalle, no son pocos los autores que pagan una parte de la edición con tal de ver publicada su obra.
Debe haber sido en noviembre. Cuando fui convocado a la inauguración de esta feria experimenté sentimientos contradictorios. Me acordé de la biblioteca de mi padre, perseguido político, en la casa de un matadero de calle de tierra, hedor de frigoríficos y curtiembres. En esos años fue la toma del Lisandro de la Torre y la insurgencia barrial ante los Carriers y los Tanques. La biblioteca estaba en el fondo de casa, en un galpón lindante con el gallinero, era vasta, y en sus estantes, tablones hasta el techo de zinc cargadísimos, convivían, entre otros, Bakunin y Zola, Barbusse y Dostoievski, Maupassant y Marx, Arlt y Martínez Estrada.
“Esta es una feria de la industria y no de la cultura, aunque la misma se adjudique ese rol”.
Me vi más tarde a los quince, cuando empecé a trabajar de cadete en una agencia de publicidad. Me detenía en las librerías de la avenida Corrientes y en los puestos de usados de Tribunales. Cuando el dinero no me alcanzaba robaba los libros. No es desaconsejable esta práctica hoy en día. A los quince iba formando mi propio programa de lecturas: Sartre, Hemingway, Camus, Pavese, Vitorini, Duras, Pasolini, Guinzburg, Faulkner, Woolf, Mc Cullers, O´Connor, Hamsun, García Márquez y también la mejor literatura cubana, Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, quienes merecen un aplauso. Descubría a Gelman, Bustos, Bignozzi, Bailey, Porchia, Thenon, Urondo y Pizarnik. Leía El Escarabajo de Oro y La Rosa Blindada. Era el tiempo de Castillo, Guido, Dal Masetto, Hecker, Rivera, Orphée, Puig, Lynch, Briante, Gallardo y Piglia.
Siempre pensé que el premio mayor para un escritor o una escritora debe ser que una piba o un pibe detecten mañana tu libro en una bandeja de usados, y todavía lo sostengo. Desde esta construcción de mi escritura hablo esta noche.
La Feria siempre me generó tensión, no solo porque al llegar aquí uno se topa con un injuriante pabellón Martínez de Hoz, que homenajea al esclavista y saqueador de tierras indígenas, antepasado del tristemente célebre economista de la última dictadura, sino también porque decir feria implica decir comercio. Esta es una feria de la industria y no de la cultura, aunque la misma se adjudique ese rol. En todo caso, es representativa de una manera de entender la cultura como comercio en la que el autor, que es el actor principal del libro, como creador, cobra apenas el 10’% del precio de tapa de un ejemplar.
“La Feria siempre me generó tensión, no solo porque al llegar aquí uno se topa con un injuriante pabellón Martínez de Hoz, que homenajea al esclavista y saqueador de tierras indígenas, antepasado del tristemente célebre economista de la última dictadura, sino también porque decir feria implica decir comercio”.
En esta Feria se han escuchado y siguen escuchándose discursos bienintencionados acerca de la función del libro, de su trascendencia y su empleo como objeto tanto de placer como de herramienta educativa. En fin, discursos que pronto habrán de ser olvidados.
Cuando fui convocado planteé dos cosas: Leer los discursos de quienes me antecedieron y el pago de honorarios. Sólo pude leer gracias a la inquietud de Ezequiel Martínez, a los últimos cuatro o cinco discursos. La organización de la Feria, presumo, no conserva los anteriores, hecho que puede interpretarse como desidia hacia lo que esas voces reclamaron en cada oportunidad.
Con respecto a mis honorarios, Ezequiel, además de honesto periodista cultural e hijo de un gran escritor que admiro, no puso reparo. Es más, sin vueltas, coincidió en que se trataba de trabajo intelectual, y como tal, debía ser remunerado, aunque hasta ahora, como tradición, este trabajo hubiera sido gratuito. No creo que mencionar el dinero en una celebración comercial sea de mal gusto. ¿A caso hay un afuera de la cultura de la plusvalía?
Quiero aclararlo. En los años que llevo publicando debí demandar a varias editoriales, incluyendo alguna progresista, para recuperar los derechos de publicación de un libro una vez vencido el período de contrato y otros incumplimientos de cláusulas acordadas. En esas demandas me asistió el amigo Oscar ´Tito´ Finkelberg, un especialista en derechos de autor. Tomás Eloy Martínez supo agradecerle a Finkelberg en una dedicatoria haberle probado que los derechos de autor son también derechos humanos.
“A esta Feria, queda claro, le importan más los libros que más se venden, que, como es sabido, suelen ser complacientes con la visión quietista del sistema y del poder.”
Como escritores, nuestra relación como con los editores es siempre despareja. Nos sentamos en desventaja a ofrecer nuestra sangre, la tinta no es otra cosa que eso. El editor es propietario de un banco de sangre, compuesto por un arsenal de títulos publicados siempre en condiciones desfavorables para quienes prácticamente terminan donando su obra. De manera que desde que recibí el ofrecimiento de intervenir acá no pude menos que dedicarme a pensar todos los días de qué iba a hablar y qué iba a decir. En principio, me dije, debía y debo agradecer, subrayando este agradecimiento, a quienes me propusieron como forma de reconocimiento a mi producción, pero, a la vez, elijo ahondar en la tensión, es decir, elijo la sinceridad. Más tarde, a través de algunos amigos editores de los que no daré nombres, sí, aún tengo amigos editores, supe quienes se opusieron al pago de mis honorarios y el por qué. Su argumento consistía en que pronunciar este discurso significaba un prestigio. Me imaginé en el supermercado tratando de convencer al chino de que iba a pagarle la compra con prestigio.
Entre quienes cuestionaban el pago de honorarios no faltó quien planteara que, de pagar, la cifra dependería de la extensión del discurso. Me pregunté a cuánto podría reducirse la suma si yo decidía resolver el discurso, en modo patafísico, con un aforismo. Tranquilos igual, no lo hice largo por eso. Además, convinieron esos editores, si se me pagaba se establecía un antecedente que perjudicaba los intereses de la Feria. ¿Qué los sorprendía?, que quienes me precedieron en este lugar, comprometidos con la defensa del libro, nunca habían cobrado. El uso que de estas figuras hizo la Feria en función de su propio prestigio ha sido mala fe ideológica y no se puede obviar. Por tanto, soy el primer escritor en cobrar por este trabajo.

Como se apreciará, me limito a narrar hechos y describir. Procuro una narración realista que pueda ilustrar los porqués de mi tensión en esta Feria y preguntarme, más allá de las presentaciones de libros, mesas redondas y debates, cuál es su real interés en la literatura y su significación.
A esta Feria, queda claro, le importan más los libros que más se venden, que, como es sabido, suelen ser complacientes con la visión quietista del sistema y del poder. Conviene quizás que lo aclare: la literatura que me interesa – trátese de ensayo, poesía narrativa – ilumina, perturba, incomoda y subvierte.
Otra situación que no se puede soslayar es que las sucesivas crisis económicas han afectado no solo a la industria editorial. No es una novedad que nuestro país ha superado el 40% estadístico de pobreza y que la línea de hambre es impiadosa.
En su introducción a Los Hechos del Rey Arturo y sus Nobles Caballeros de Thomas Mallory, John Steimbeck escribió: “Hay muchas personas que olvidan, cuando crecen, lo mucho que les costó aprender a leer. Quizás se trate del mayor esfuerzo emprendido por un ser humano, y debe afrontarlo cuando niño. Un adulto rara vez sale triunfante de esa empresa, la de reducir la experiencia a un orbe de símbolos. Los seres humanos han existido durante mil millares de años, y sólo han aprendido este prodigio en los últimos diez millares de los últimos mil millares”.
Corresponde entonces preguntarse si un chico con hambre está en condiciones de realizar esa operación, la de asimilar conocimiento cuando no ha asimilado alimento.
“El editor es propietario de un banco de sangre, compuesto por un arsenal de títulos publicados siempre en condiciones desfavorables para quienes prácticamente terminan donando su obra”.
Al mismo tiempo, si retornamos a la crisis del papel, no podemos dejar de lado el crimen impune de las políticas extractivas que sustenta el Estado y que contribuyen al desastre de la naturaleza. No me desvío demasiado: Hace un tiempo leí en The Guardian que la estadística de millones de fugitivos de los desastres climáticos supera la de los millones de refugiados por desastres bélicos. En este momento, son 16 los conflictos bélicos operativos en el planeta.
En nuestro país los incendios forestales son tan graves como los efectos asesinos del gaseo pesticida. A propósito, les recomiendo del fotorreportero Pablo Piovano. En esas imágenes espectrales de seres deformados podrán observar eso que los medios invisibilizan, una tragedia ninguneada y oculta que no es tan espectacular como las secas de cuencas acuíferas y los incendios. Tampoco, se me dirá, es pertinente traer acá la indigencia de los pueblos originarios y sus territorios, que históricamente les pertenecen y les fueron expropiados a partir del genocidio roquista. Sin embargo, tanto los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel como la represión sobre el pueblo mapuche están en línea directa con esta estrategia de expoliación y entrega de recursos.
La teoría literaria es, según el marxista irlandés Terry Eagleton, teoría política. Leída desde esta perspectiva desde sus orígenes hasta ahora, la literatura está signada por la violencia política: El indio, la mujer y el inmigrante son las víctimas y han sido y siguen siendo muchas veces escamoteadas.
“Tanto los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel como la represión sobre el pueblo mapuche están en línea directa con esta estrategia de expoliación y entrega de recursos”.
Toda nuestra literatura, incluso aquella que se define como de evasión, aunque se haga la otaria, tiene que ver con la violencia política. Si escribimos no podemos jugarla de inocentes. Si me remito a los versos de John Donne, queda claro por quién doblan las campanas. Doblan por nosotros.
Otra pregunta me queda picando: “¿Es una paradoja o responde a una lógica del sistema que esta Feria se realice en La Rural y que se le pague un alquiler sideral a la institución que fue instigadora de los golpes militares que asesinaron escritores y destruyeron libros? En lo personal, creo que esta situación simbólica refiere una violencia política encubierta.
Cuando pregunté, antes de venir acá, por qué la Feria se realiza en este y no en otro espacio, Ariel Granica, hijo del editor exiliado en el 76, tuvo el gesto solidario y comprensivo de explicarme que no hay otro lugar de magnitud capaz de albergar tantos expositores y facilitar el ingreso de una multitud. De producirse un cambio de geografía, me dijo, dependería de la colaboración del Estado en facilitar un predio afín. Le cité el ejemplo de la Feria de Guadalajara, y Granica me informó que dicha feria, a diferencia de esta, dispone no solo del respaldo sino también del apoyo económico del estado mexicano.
Si la Feria le paga una fortuna a la Rural, esto justifica la cuantiosa cifra del alquiler de los predios de los expositores. De modo que quien visita esta Feria, debe contemplar que al costo de la entrada debe sumarle el precio del libro. Alguna vez esta Feria tuvo como lema propiciar la relación del autor con el lector. La sombra del dinero enturbia, como vemos, la naturaleza de esa conexión.
“¿Es una paradoja o responde a una lógica del sistema que esta Feria se realice en La Rural y que se le pague un alquiler sideral a la institución que fue instigadora de los golpes militares que asesinaron escritores y destruyeron libros?”
Quiero, en este relato, plantear otra pregunta: si este, que no es nuevo, es el cuadro de situación de la Feria en medio de una crisis económica que depreda nuestro país, ¿Quiénes son los lectores que llegan al libro sino los de una clase media pauperizada siempre y cuando no gasten demasiado en la gaseosa y los panchos?
Acá se habla de los riesgos de la industria, se repite retórica la necesidad del acceso a los libros, se habla y se habla. Parafraseando a Greta Thumberg, blablá y más blablá. Pero como hablar de lectores, me pregunto, si se elude desde los estamentos gubernamentales la enseñanza y el aliento de la lectura, que no se arregla ingenuamente repartiendo fascículos en las canchas ni con una candorosa primera dama leyéndoles cuentos a los chicos de vacaciones en Mar del Plata.
No me voy a detener acá en los exabruptos fascistas de la ministra de educación porteña, tampoco en el menosprecio del ministro de cultura porteño por los premios municipales a la labor de los creadores en literatura, teatro, música y artes visuales, subsidios a menudo en riesgo. Pero no puedo pasar por alto a un reciente ministro de educación nacional que, al encarar una enésima reforma educativa, declaraba no hace tanto que estábamos ante un proceso de reorganización pedagógico. “Los límites de mi lenguaje son los de mi mundo”, escribió Wittgenstein, pensamiento que ese ministro seguramente ignorará. Subrayo los términos empleados por el ministro: proceso de reorganización.
“¿Quiénes son los lectores que llegan al libro sino los de una clase media pauperizada siempre y cuando no gasten demasiado en la gaseosa y los panchos?”
Tzvetan Todorov afirma que un país que ha albergado campos de concentración tiene el corazón comido por gusanos. Me pregunto, entonces, cuál es la calidad educativa en nuestro país, que ha sufrido ya suficientes reformas educativas para que, encima, un ministro pueda expresarse en estos términos. No creo necesario extenderme abarcando la siempre precaria situación de los docentes en el país donde fue asesinado Fuentealba y en el que, en los últimos años, maestros murieron por la explosión de garrafas en las escuelas convertidas en comederos.
La literatura que me gusta no baja línea, y lo que escribo en esta hoja tampoco pretende hacerlo. Simplemente soy descriptivo, estas son las cosas que se juegan para quienes elegimos este oficio. Inexorable, la tensión me impulsa hacia un nervioso desorden enumerativo. Asumo el riesgo de ser malentendido y juzgado como aguafiestas. Pero, a pesar del frenesí, la euforia de la organización y su expectativa por la facturación, nuestro presente no tiene nada de festivo.
Quienes me han leído saben que acá, ahora, persisto en sostener una contrariada coherencia. Estoy convencido, estos datos y anécdotas tienen que ver con la escritura. No la determinan, pero inciden más de lo que me gustaría cuando llega el momento de publicar.
A pesar de todo, no soy pesimista. Son varias las generaciones que en el presente, desde la diversidad y la disidencia, están generando escrituras cuestionadoras, y lo hacen en el marco de una crisis que afecta a la industria tanto como a la realidad de quienes, a pesar de las dificultades colectivas y personales de toda índole, persisten en la escritura y creen que si bien la escritura no puede transformar el mundo, puede hacerlo un poco mejor.
La vida es breve, uno escribe contra la fugacidad. Escribir es el intento, muchas veces frustrado, de capturar instantes de belleza, registrarlos para que sobrevivan a la finitud. Se escribe en soledad, pero no ajeno a las contradicciones de lo real, de lo social. Hace falta una gran tolerancia al fracaso para este oficio. “Escribo porque sufro”, dice John Berger, y lo dice “con la esperanza entre los dientes”, y esta es una verdad que no se transa.
Mientras escribía este texto para aliviar la tensión, con la conciencia de que este discurso pronto será olvidado, salí a la noche, al bosque. Me acerqué a un árbol añoso, lo toqué, respiré la oscuridad. Al volver a la mesa, a la birome negra y a la hoja, algo había pasado, una especie de gratitud, y seguí escribiendo. No cambiaría este oficio por nada del mundo. Gracias.
Desgrabación: Camilo Caballero