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El exterminio en su máxima perversión

Por Ricardo Ragendorfer
El exterminio en su máxima perversión

El 30 de abril escribí un artículo sobre el cuatrigésimo quinto aniversario de la primera marcha realizada por las Madres de Plaza de Mayo, centralizada en la figura de su fundadora, Azucena Villaflor. El texto incluye una descripción de su secuestro, ocurrido durante la mañana del 9 de diciembre de 1977, y el de otras nueve personas –entre las que estaban las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet–, capturadas la noche anterior por una patota de la Armada al concluir una reunión en la en la Iglesia Santa Cruz. Tal crónica también refleja la infiltración previa del teniente de fragata Alfredo Astiz entre quienes serían las víctimas, simulando ser el hermano de un desaparecido.

Pues bien, tras su publicación, me escribió una amiga para refrescar un detalle: la participación en el asunto de una militante montonera, secuestrada meses antes. Al respecto, relata que esa mujer –cuya identidad mantendremos en reserva– “se prestó (a la maniobra), según ha declarado, bajo amenazas de muerte, para circular con las Madres en la plaza e ir a sus reuniones. Después fue protegida por los milicos. Y ahora vive en Buenos Aires”.

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Sus dichos se enmarcan en el añejo debate sobre el “colaboracionismo” de ciertos cautivos en los Centros Clandestinos de Detención (CCD), durante la última dictadura. Un tema aún no saldado, y que no está de más retomar.

Un corte y una quebrada

Ya a comienzos de 1977 supo saltar a la luz un significativo episodio en tal sentido. Aquella historia fue protagonizada por un cuadro montonero llamado Pablo González de Langarica (a) “Tonio”, quien, al caer en manos del Grupo de Tareas (GT) 3.3.2, de la Armada, se quebró. Como solía ir a Europa para negociar la compra de armas por cuenta de la “orga”, fue llevado a Zúrich por dos marinos, ya que solo él tenía acceso a la caja de seguridad del banco que atesoraba un bolso con más de un millón de dólares obtenidos por el secuestro de los hermanos Born. Y gracias a él se apoderaron de tal suma. Cabe destacar que, por si a González de Langarica hubiese tenido la loca idea de escapar, sus captores le enyesaron la pierna izquierda. Después de alzarse con ese botín, el trío –completado por el teniente de fragata Miguel Ángel Benazzi y el capitán Alberto González Menotti– incurrió en un memorable papelón, cuando fueron desenmascarados durante una conferencia de prensa en el hotel Eurobuilding, de Madrid, al presentarse  como “montoneros arrepentidos”.

Entonces, ante decenas de periodistas pertenecientes a medios de varios países, Benazzi –muy imbuido en ese rol– empezó a decir:

–Yo ingresé a la organización subversiva en…

La risotada de los presentes malogró la impostura.

Pero desde ese preciso momento fue un secreto a voces el uso, por parte de los represores, de algunos secuestrados como mano de obra esclava.

Tonio fue liberado poco después. Su rastro se perdió para siempre; entre otras razones, porque ya era un muerto en vida.

Uno de los casos más paradigmáticos en tal rubro fue el de un militante de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES); su nombre: Ricardo Chomicki. El 2 de diciembre de 1976 fue secuestrado en Rosario junto a su pareja, Nilda Folch, por una patota bajo las órdenes del comisario Agustín Feced. Y fueron llevados a las mazmorras de la Sección de Informaciones de la policía local. Allí, después de ser objeto de feroces torturas, empezaron a colaborar con los represores en interrogatorios a sus compañeros de infortunio. Pero sin revertir su condición de cautivos.

En 2012, “Cady” –ese era su apodo– fue juzgado por el Tribunal Oral 2 de Rosario. Sobre él pesaban acusaciones por crímenes de lesa humanidad, y compartía el banquillo con el antiguo mandamás del II Cuerpo del Ejército, Ramón Genaro Díaz Bessone, y cinco policías (Feced ya había muerto). Pero la fiscalía, la querella de la Agrupación Hijos y los abogados de la Secretaría de Derechos Humanos (presidida en ese entonces por Eduardo Luis Duhalde) desistieron de los cargos en su contra con el siguiente criterio: “Quien entra como víctima a un centro clandestino, si logra sobrevivir –pese a las bajezas que en ese período pudiera haber cometido– sale como víctima”.

Chomicki al final fue sobreseído. Pero ello no apaciguó la polémica, ya que la responsabilidad ética y penal de quienes estuvieron en su situación aún hoy es objeto, todavía hoy, de sentimientos contrapuestos.

El ejército de las sombras

Ante todo, se trata de un tema cuya valoración oscila entre la inmediatez y la perspectiva histórica. De manera que, solamente al momento de los hechos, hubiese sido lícita la eliminación física de estas personas, ya sea en manos de otros cautivos (de ser eso posible) o por organizaciones políticas en situación de resistencia, si sus “servicios” –como en los casos descriptos– implicasen salidas a la calle o al exterior. Una medida extrema, motivada, obviamente, por la peligrosidad y el daño directo de sus acciones. Pero una vez extinguida la etapa del terrorismo de Estado y su reemplazo por el estado de derecho, el criterio hacia ellos debe ser otro. Vayamos por partes.  

En cuanto a la primera alternativa, bien vale evocar la siguiente historia.

Todo empezó cuando el integrante de la conducción de Montoneros, Marcos Osatinsky, fue secuestrado el 7 de agosto de 1975 por una patota de la policía cordobesa. Sus captores no tardaron en asesinarlo, arrastrándolo por una ruta encadenado a un auto. Luego, su cuerpo fue dinamitado.

Osatinsky había sido delatado por “Valdez”, un militante cuyo nombre verdadero era Fernando Haymal. Días antes había caído en manos de un grupo de policías apoyados por efectivos del Ejército. El tipo fue muy locuaz al ser interrogado. Tanto es así que también se le atribuye la entrega de otros diez compañeros, algunas casas operativas y un depósito de armas. Después de tal contribución informativa, recuperó alegremente la libertad con la condición de reincorporarse a su ámbito de militancia, ya como agente represivo. Y aceptó con beneplácito. Es decir, había pasado a integrar las filas de los “doblados”.

Así, en la jerga castrense se les llamaba a los militantes que, por miedo, dinero u otros beneficios, aceptaban infiltrarse en las organizaciones a las que habían pertenecido, habiendo tenido un margen para eludir tal “propuesta”, ya sea a través de su paso a la clandestinidad o exiliándose.

Lo cierto es que las “entregadas de Haymal” no tardaron en descubrirse. Y fue condenado a muerte por un tribunal revolucionario de Montoneros. Esa sentencia fue cumplida el 6 de septiembre de ese año.

Esa trama guarda semejanza con una historia relatada por Joseph Kessel en su estremecedora crónica El ejército de la noche, publicada en 1943 –o sea, en medio de la ocupación nazi en Francia–, y que aborda uno de los costados más dramáticos de la Resistencia: la ejecución de militantes que, presionados por las circunstancias, colaboraban con los alemanes. Uno sus protagonistas es el jefe de una célula, Félix La Tonsure; otro, su subordinado Philippe Gerbier; éste debe ejecutar al joven delator Dounat. Y asume aquella misión como un imperativo moral. “No matar a Dounat es matar a Félix. Porque Dounat vivo entregaría a Félix.” Tal es su razonamiento. Pero a la vez es consciente de que la delación no es culpa de Dounat ni su muerte será la de él. “El único y eterno culpable –piensa – es el enemigo que impone a los franceses la fatalidad del horror”. Esa es la clave del asunto. Y también, quizás, el denominador común entre Dounat, Haymal e, incluso, el de Chomicki (si hubiese sido ejecutado en la época de los hechos): es que durante un tiempo sin ley, aquellos truculentos finales podrían interpretarse como un acto extremo en defensa propia.

En cambio, ya bajo el pleno imperio de la democracia, la situación de los “cautivos colaboracionistas” debe leerse como diametralmente distinta al caso de Haymal. Lo de Chomicki es incomparable con la suya. Tanto él como otras personas recluidas en CCD colaboraron con los represores en situación de cautiverio. Es cierto que pudieron haber cometido actos aberrantes, o solo cebarles mate a los verdugos. Pero como mano de obra esclava, siempre bajo inenarrables torturas y en condiciones atroces de alojamiento. Un escenario diseñado para despojarlos de todo vestigio enlazado con la condición humana, y con el propósito de que nadie pudiese constituirse en sujeto responsable de sus actos. Ese fue el pecado original de Chomicki. Y así, precisamente, fue el universo que atravesó como un fantasma apenas disimulado.

En un diálogo mantenido en 2012 (cuando Chomicki era juzgado) por el autor de este artículo con Eduardo Luis Duhalde, éste sostuvo: “Ni uno, el ex represor, ni el otro, el ex secuestrado, más allá de sus deseos y voluntades, les resulta posible torcer el rol histórico que les correspondió al momento de los hechos, desde una temporalidad conjugada en el ámbito represivo, y no desde sus identidades sustantivas, que trascienden toda finitud. Ni pueden evitar las consecuencias históricas del destino prefijado voluntariamente por cada uno en los tiempos previos a que la realidad los pusiera frente a frente con en una relación opuesta y absolutamente desigual: la del verdugo, como parte de la estructura represiva, asumiendo una práctica ilegal, y las de quienes serán sus víctimas inermes, cuando todavía ejercían su compromiso político”.

Por esos mismos días, una testigo, sindicada como colaboradora en el inframundo de la Esma, declaraba por primera vez tras todos esos años. Quien fuera su abogado, Rodolfo Yanzón, rememora ahora esa circunstancia: “Ella necesitó ese tiempo para quitarse la mochila de haber sobrevivido y, además, bajo el rótulo de ‘traidora’. Necesitó más de cinco lustros para rearmarse, para volver a lo que pensaba antes de caer al pozo del terrorismo de Estado. Hasta ese grado de despersonalización los llevaron”. Enfrentar a los cautivos entre sí era parte del exterminio. Algo similar a lo que sucedió en los campos nazis.

Uno, dos, tres, muchos Saccomannos

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Tags: Azucena Villaflordetenidos-desaparecidosdictaduraquebradostorturas
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