Cada proceso eleccionario de medio término tiene su propio ropaje, está teñido de un color, envuelto en el humor social del momento, pero también tiene la posibilidad de convertirse en un momento bisagra entre el gobierno actuante y el futuro. De la manera en que los analistas y dirigentes políticos lean sus resultados podrán actuar en consecuencia y de manera eficaz o contradictoria con sus propios intereses. Gobierno y oposición se juegan, entonces, el futuro, no por los resultados de la elección, que son simplemente hechos, si no por la interpretación que se haga de ellos y las respuestas –políticas y mediáticas- que se produzcan en consecuencia.
Las legislativas de 1987 marcaron el fin de la experiencia alfonsinista, las del 97 el agotamiento del menemismo, las del 2001 adelantó el “que se vayan todos”, y las del 2013 permitió prever que el romance del kirchnerismo con una buena parte de la sociedad estaba convirtiéndose en cenizas. Pero no todos los comicios legislativos tienen la capacidad confirmatoria de la administración en curso o marcan su fin. También hay comicios que tienen un comportamiento irregular: por ejemplo, los del 2009 y los de 2017 por cuestiones contradictorias.
El primero parecía marcar el fin tantas veces anunciado del Kirchnerismo y sin embargo – gracias a la acertada fuga hacia adelante del gobierno de Cristina Kirchner- no sólo no significó sus postrimerías si no, me animo a arriesgar, alumbró el respaldo intenso de una gran parte de la sociedad argentina a esa experiencia histórica. El segundo ejemplo, en cambio, parecía confirmar las buenas migas del macrismo con un sector importante de la sociedad, pero una mala lectura por parte de los estrategas de ese espacio confundió ese apoyo en las urnas con un cheque en blanco y profundizaron el rumbo del ajuste. Las consecuencias las conocemos: Mauricio Macri fue el único presidente que se presentó a una reelección y las perdió.
Las elecciones PASO no tienen consecuencias legales pero sí constituyen un termómetro de legitimidad importante dentro de la sociedad. Una de las primeras cuestiones a investigar es si su implementación no genera algunas distorsiones que deben ser atendidas. Por ejemplo: a) volatilizan el voto, es decir, permiten un mayor juego táctico a sus votantes, y b) distancian a los partidos políticos de sus bases y por lo tanto debilitan la orgánica hacia el interior de las agrupaciones. Lejos de mejorar la participación de la ciudadanía en los partidos políticos, la PASO tuvieron como efecto encapsular a las dirigencias políticas, ahorcar el debate interno, y redujeron a la militancia a votar como ciudadanos, pero inmersos en un proceso de enajenación de herramientas de decisión al interior de esas organizaciones.
El “realismo capitalista” plantea la resignación de vivir en un sistema económico injusto.
Dentro de las consecuencias de las PASO se puede visualizar un proceso de “profesionalización” de la política y de alejamiento de las dirigencias respecto de las bases de participación que quedan reducidas a la posibilidad de actuar en movilizaciones callejeras si se sienten convocadas o a emitir su voto en elecciones que raramente presentan listas alternativas al interior de las organizaciones. De esa manera, al no poder vehiculizar sus inquietudes dentro de una orgánica transparente, los ciudadanos comunes tienen dos opciones: alejarse de la política o enmarcarse en una carrera laboral donde el poder sustantivo queda del lado del dirigente.
En el invierno de nuestro descontento
¿El resultado de las PASO es consecuencia de un humor social coyuntural o puede percibirse detrás de él un profundo movimiento de capas tectónicas en la sociedad argentina? ¿Estamos ante un descontento momentáneo o se está reconfigurando el mapa cultural e ideológico hacia el interior de la Argentina? De cómo se responda esta pregunta serán acertados o no los caminos a tomar por la dirigencia del Frente de Todos. Pero también los de la oposición. Porque el macrismo no ha salido victorioso de esta contienda electoral, más allá de lo que sus voceros pregonen. Para empezar, no ha aumentado su caudal de votos e incluso ha perdido votos por derecha, si eso todavía es posible. Y el “síntoma Milei” está allí para recordar al macrismo gran parte de su fracaso histórico.
Con Javier Milei se puede hacer dos cosas: a) ningunearlo como un fenómeno fugaz de la política argentina, un personaje colorido y algo pintoresco, mezcla rara de Cavallo con peluca y de último polizonte del viaje neoliberal, cuyo corso a contramano se apagará en cuanto la crisis económica mengüe y la sociedad post-pandémica vuelva a la realidad o b) prestarle atención como emergente de una argentina autoritaria que siempre está latente y que, si la crisis no puede ser resuelta por el sistema político, puede emerger a la superficie como figura extrasistema. Cualquiera de las dos lecturas pueden ser correctas: la burla o la precaución, pero todo depende de la capacidad de resolución de demandas de la sociedad en los próximos años por parte de las vías institucionales.
¿Pero qué respuestas debe dar el sistema político? Quien crea que el resultado de las elecciones se debe sólo a errores del gobierno –que los hubo y algunos fueron muy deslegitimantes de la figura presidencial-; o por la política económica que llevó adelante la administración Fernández –que no atendió las urgencias económicas en que están sumidos millones de argentinos y argentinas que vieron devastados sus salarios en los últimos seis años, macrismo y pandemia mediante; quien crea que la derrota se debe al “olvido de Perón”, a la agenda progre o socialdemócrata del gobierno, o al exceso de kirchnerismo; en mi opinión está leyendo sólo el descontento epidérmico de la sociedad.
Para intentar hallar razones más profundas quiero echar manos a dos conceptos claves para comprender el momento actual que atraviesa nuestra sociedad y gran parte de sus clases medias y bajas: la frustración y la decepción, tanto individual como colectiva. Y no es algo que pueda distinguir de clases sociales u orientaciones ideológicas, sino que atraviesa a todos los sectores de la sociedad.
La pregunta que debemos hacernos los argentinos es ¿qué ocurrió entre el Bicentenario, ese gran grito de orgullo nacional, y la actualidad para encontrar los índices actuales de disconformidad e insatisfacción? La respuesta fácil podría ser “el macrismo”, pero es aún más estructural la cuestión porque atraviesa identidades y se aloja en el mito recurrente de la imposibilidad argentina.
Revertir la frustración colectiva es el único acto político que puede realizar la política.
Nacido posiblemente en la melancolía de los sectores dominante que vieron como se les derrumbaba el Estado Nación construido sobre el modelo agroexportador, el mito del eterno fracaso argentino prendió en las clases medias que una y otra vez se asocian al discurso auto-lesivo de la diatriba permanente contra el país. Pero el mito de la Argentina peronista también generó su propia ristra de frustración: el mito del país industrial, pujante, con movilidad social ascendente encontró un primer límite en los golpes de 1955 y de 1976 y en el proceso neoliberal de empobrecimiento de la larga década del noventa.
El Kirchnerismo supuso un re enamoramiento de la sociedad con la política y con la argentinidad. Eso quedó demostrado en la alta movilización que pudo alcanzar en el Bicentenario y con el entusiasmo que despertó, en algunas capas medias, el aumento de consumo alcanzado en esos doce años. Pero, con el paso del tiempo, y por varias razones, la mayoría no económicas, se fueron desagregando de esa experiencia para depositar sus esperanzas en el macrismo.
Pero el Macrismo fue un rápido incinerador de expectativas. Y el punto culmine de la desazón fue el acuerdo con el FMI. Ocho de cada diez argentinos rechazaron el acuerdo y lo vivieron como un retroceso en términos históricos. Incluso aquellos que habían votado al PRO reconocieron su desacuerdo. El empobrecimiento, el saqueo al bolsillo de los trabajadores que significó la experiencia neoliberal del macrismo generó un disgusto tan alto que colocó al propio Mauricio Macri al borde del precipicio político.
El 2019 encontró al país en un estado delicado de humor social. Gran parte del electorado macrista defraudado y gran parte del electorado kirchnerista demasiado ilusionado con la posibilidad de una segunda oportunidad, hicieron de estos dos años atravesados por la pandemia un cóctel explosivo. Por las razones que sean, hay múltiples, los argentinos llegamos a las elecciones desganados, desilusionados, un tanto malhumorados. Los resultados fueron extraños: el macrismo no aumentó su caudal de votos, la ultraderecha se consolidó en la figura de Milei pero no en la de José Luis Espert, por ejemplo, y el peronismo sufrió una caída importante en su caudal de votos.
Pero ¿qué significa esta desazón colectiva? No es fácil describir sin un estudio cualitativo, pero a priori digamos que la sucesión de crisis cíclicas terminan por minar las esperanzas sobre el destino común: 1981, 1989, 2002, 2019 son fechas a tener muy presentes en una posible historia de la desilusión argentina. Y, si bien el durante los doce años del Kirchnerismo no hubo crisis agudas, un amplio sector de las clases medias también consideraron que había motivos para el desaliento: la supuesta corrupción, el supuesto asesinato de Nisman, las campañas de los medios de comunicación, son algunos de los elementos que pudieron haber influido. Así, los fracasos recurrentes, el mito de un pasado de oro, la mentira del “granero del mundo”, el complejo de inferioridad creado en el siglo XIX, hicieron mella en el espíritu colectivo.
A esa desazón colectiva, hay que sumarle las pequeñas y grandes frustraciones individuales: hoy un argentino o argentina de mediana edad sabe que su vida económica es peor que la de sus padres y supone que la de sus hijos será peor aún que la suya. Desde la dictadura militar a esta parte, cuando se quebró la movilidad ascendente desatada por el primer peronismo, las expectativas de crecimiento individual están absolutamente paralizadas. Los sectores populares no pueden mejorar sus condiciones materiales a largo plazo y tienen la espada de Damocles de la desocupación y la pobreza estructural como yugo vital. Pero las clases medias tampoco pueden cumplir con sus sueños: empleados, profesionales, comerciantes, apenas puedan elevar sus niveles de consumo en los mejores momentos de la economía, pero no pueden mejorar estructuralmente sus condiciones de vida. Hoy es imposible comprarse una vivienda, ni siquiera ahorrar en dólares para agregar uno o dos ambientes más. Así, la vida se convierte en un trabajar y trabajar sin sentido final si no simplemente como forma de poder pagar lo que se consume, incluido el alquiler desorbitante del lugar donde se vive. Es comprensible, entonces, que muchos, crean que Argentina no les permita seguir creciendo y busquen en la emigración una salida, errónea, pero esperanzadora al fin.
Un último punto más a tener en cuenta es lo que Mark Fisher llama el “realismo capitalista”. Se trata de un concepto muy interesante que le da una vuelta de tuerca al fin de las utopías finiseculares. Ya no se trata simplemente de la muerte de los grandes relatos, de las utopías derrotadas pero con un horizonte promisorio como era el “fin de la historia”, al estilo optimista de Francis Fukuyama. Simplemente hablamos de la resignación de vivir en un sistema económico “feo”, injusto, expoliador, que deja millones y millones de “precarizados” –recupero el término del italiano Diego Fussaro para englobar a todos los perjudicados por el capitalismo sean de la clase social que fueran-, que devasta el planeta y pone a la humanidad al borde de las catástrofes y la extinción de los más pobres. ¿Y por qué esa resignación? Bueno, porque no hay otra cosa posible que el bruto capitalismo.
Frustrados, decepcionados, sin derecho a la ilusión solo resta vivir de la manera menos mala posible, disfrutando de placeres mínimos, consumibles, apenas cuantificables. Comprender, contener y revertir esa frustración colectiva y particular es el único acto esencialmente político que puede realizar la política. Por supuesto que es necesario resolver las cuestiones de pobreza y de falta de consumo en lo inmediato. Pero también deberá resolver las frustraciones a mediano y largo plazo, las frustraciones económicas y, fundamentalmente, las existenciales. Las elecciones de las últimas PASO demostraron que los votos fueron en dos direcciones: hacia las soluciones extrasistema y hacia la apatía. Un mal combo: los autoritarismos siempre supieron alimentarse de esas frustraciones. Y en la Argentina, los autoritarismos siempre fueron liberal-conservadores.