A veces hay que correrse de la ola y dejar que pase y esperar otra distinta, novedosa. Salirse, como un lobo estepario, e ir en contra de lo conocido, del lugar seguro. Escribir nuestra propia historia, hurgar, leer, y llenarnos de todo eso. Buscar nuestro lugar, obsesionarnos con él. Dejar de ser elementos de uso y empezar a hacer uso propio del inmenso abanico que el mundo tiene para ofrecernos pero que se obstina en ponernos, siempre, a los mismos en primer lugar. Y no. El que prejuzga, pierde: se pierde de un sin fin de escritores que están allí, al alcance pero ocultos, porque el meollo o la censura, o lo publicitario y comercial, así lo dictaron.
Jacobo Fijman es como un árbol que no ha dado frutos, pero sí flores. Hermosas flores. Es un escritor distinto y difícil de encausar bajo etiquetas. Sus poemas son complejos y bellos, metafóricos y repletos de símbolos y, a la vez, directos. Cuando el lector logra quitar la espuma y llegar al centro de ellos, experimenta una maravillosa sensación de descubrimiento. Es un proceso necesario y perfecto. Leerlo conlleva interpretarlo, buscar en sus palabras una imagen. Una que, cuando se vislumbra, se clava en medio del pecho y deja al lector adormecido y sensible. Estremece. “Campos de soledad. Están los ríos fuera de los ríos y la tarde en la tarde de los árboles fríos sobre la paz de luz, de eternidad”. Fijman da rodeos pero siempre acierta y a veces hiere. Y después nos sana.
Su obra es poco conocida, su nombre también. Por eso: ¿qué sucede en los cuartos intermedios del mundo cuando tiende con sus manos a unos u otros escritores? ¿Por qué es que desde las instituciones no se fomentan a aquellos que han sido imprescindibles y mentores? ¿Por qué han sufrido una especie de desagio? Fijman es sólo un caso pero hay más, muchos más.
Cesar Aira debería leerse en los colegios, en las universidades y, después, seguir leyéndolo. Porque su obra consta de más de 100 publicaciones, a las que él llama “juguetes literarios para adultos”, y elegir una, entre todas, sería imposible. Es escritor y traductor, ha ganado premios, publica en múltiples editoriales simultáneamente, fue nominado al Man Booker Award y su nombre pisa fuerte para el premio Nobel de literatura.
Su literatura está ahí, con su cruz: sabiendo que el problema con la cruz no es cargarla, sino aceptarla. Porque Aira lo tiene casi todo. Transmite, llega al lector, y lo cambia. Pero su nombre aún no goza de la popularidad que debería. Es el soberbio el único que piensa que si no conoce a un escritor, es porque no será lo suficientemente bueno o famoso como para que tenga que conocerlo. Y el camino recorrido parecería llevar a buena parte de la sociedad a ese lugar: a la soberbia de ignorar y justificarse sin argumentos.
La literatura es como el mar: podemos creer que es del tamaño de lo que nuestros ojos ven o, en cambio, imaginar lo que hay más allá y zambullirnos allí para caer en cuenta de que es mucho más grande. Y grandioso. Y de que en ese lugar al que no llegamos sino con esfuerzo, se encuentran casi siempre cosas maravillosas. Allí está todo lo que podríamos aprender, si no nos dijeran qué tenemos que aprender. O si, mejor aún, nos ayudaran a ver más allá y nos inculcaran la búsqueda y no la comodidad.