jueves, marzo 30, 2023
Sin Resultados
Ver Todos los Resultados
Contraeditorial
  • Editorial
  • Opinión
  • Nacional
  • Economía
  • Mundo
  • Sociedad
  • Cultura
  • Editorial
  • Opinión
  • Nacional
  • Economía
  • Mundo
  • Sociedad
  • Cultura
Sin Resultados
Ver Todos los Resultados
Contraeditorial

¿Por qué es necesario un Nunca Más Económico?

Por Contraeditorial
¿Por qué es necesario un Nunca Más Económico?
Adelanto del nuevo libro de Mariano Hamilton, una invitación colectiva a la reflexión para no volver a caer en la trampa del neoliberalismo (Editorial Planeta).

Capítulo 6

Articulos Relacionados

Máximo: “Tenemos que dar la pelea de la mano de nuestra gente”

Del pensamiento nacional al pensamiento de la militancia

La potencia emancipatoria del populismo “a secas”

La potencia emancipatoria del populismo “a secas”

En la Argentina está sucediendo un debate que involucra conceptos abstractos pero que tienen una gran incidencia en la vida diaria. Se trata de la colisión que existe entre las libertades individuales y los derechos colectivos y también entre la libertad de expresión y la responsabilidad de expresión. ¿Qué tiene más peso a la hora de decidir una política pública? ¿Mi libertad personal o el beneficio de las mayorías? ¿Qué es más trascendente cuando uno se para frente a una cámara de televisión, el micrófono de una radio o escribe en un diario? ¿La libertad de decir cualquier cosa y hasta muchas veces mentir o la responsabilidad de comunicar pensando en el bienestar general sin apelar a golpes bajos que pueden generar situaciones de convulsión social en la sociedad?

No tengo dudas: tanto la libertad individual como la libertad de expresión están sobrevaloradas y se les da una importancia que está en línea con las nociones neoliberales que buscan la formación de un sentido social individualista, meritocrático y del sálvese quien pueda. Pero nada mejor que algunos ejemplos para explicarlo claramente. ¿Cómo se ejerce la libertad individual? ¿Defendiendo mi derecho a comprar dólares por más que el país se esté hundiendo con una deuda casi impagable o mientras la fuga de capitales hace estragos? ¿O es cuando el sector agropecuario concentrado —no los pequeños y medianos productores, por supuesto— sostiene que no debe pagar retenciones al Estado porque eso es apropiación de la renta? ¿O defendiendo las dos vidas en el debate sobre el aborto legal? ¿Son más importantes las creencias religiosas o las convicciones morales que la salud pública? O para ir aún a casos más extremos: ¿puedo festejar mi cumpleaños con 200 personas en medio de una pandemia? ¿Hay derecho a no vacunar a los niños exponiendo al resto de la sociedad a virus y bacterias que ya habían sido erradicadas de la faz de la Tierra? ¿Por qué ahora debemos padecer un rebrote de sarampión? ¿De qué libertad individual están hablando? Acaso los derechos y las obligaciones colectivas, que apuntan al bien común de una sociedad organizada, ¿no están por encima de esos arranques casi caprichosos de defensa de la libertad individual? Cuando a una persona la operan de la cadera y se debe quedar internada en un hospital durante un tiempo, ¿quiere decir que está presa? Entonces, ¿por qué levantan las banderas de la libertad cuando el gobierno argentino, español, italiano o alemán, para citar solo cuatro ejemplos, le dice a la gente que no debe salir de sus casas porque se puede contagiar de covid-19?

“La libertad individual está sobrevalorada, más allá de lo que digan los neoliberales, sean económicos o filosóficos”.

Vamos a un caso más extremo. Supongamos que conocemos a una persona adoptada durante la última dictadura militar. Ese individuo sospecha que puede ser hijo de desaparecidos pero, al ejercer su libertad individual, decide no saber la verdad, se niega a hacerse los análisis correspondientes para conocer su pasado, su origen. ¿Qué haríamos enterados de esta situación? ¿Tenemos derecho a intervenir? ¿Qué es más importante en este caso? ¿Su decisión personal o una política de Estado que aún hoy está tratando de dar con el paradero de alrededor de 400 bebés secuestrados? ¿Las familias de origen no merecen saber la verdad? No dudo de las respuestas a cada una de las preguntas. Y de la conclusión: la libertad individual está sobrevalorada, más allá de lo que digan los neoliberales, sean económicos o filosóficos.

¿Y qué pasa con la libertad de expresión? ¿Está por sobre todo? ¿Uno puede decir cualquier cosa públicamente porque lo protege ese paraguas que, por supuesto, es enarbolado por los empresarios periodísticos para defender sus intereses? ¿Realmente creemos que la libertad de expresión es la que defiende la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (Adepa)? ¿No es acaso una libertad de expresión hecha a su medida para ejercer poder, hostigar gobiernos y conseguir ventajas en el reparto de la torta económica, entre otras tantísimas cosas? Pero no nos quedemos con un ejemplo tan claro y tomemos otro más rugoso, más incómodo.

En diciembre de 2004, León Ferrari —nadie podrá discutir que era un genio— realizó en el Centro Cultural Recoleta la muestra «León Ferrari, retrospectiva 1954- 2004», en la que exhibía explícitamente su anticlericalismo. Imágenes de vírgenes encerradas en jaulas de pájaros o un Cristo crucificado bajo las alas de una avión que decía USA y con bombas dispuestas a ser disparadas, levantaron voces en contra desde los sectores más conservadores de la Iglesia, encabezados por el arzobispo de Buenos Aires, un tal Jorge Bergoglio (¿les suena?), quien calificó a la obra de Ferrari como «una blasfemia que avergüenza a nuestra ciudad». El entonces arzobispo de Buenos Aires y hoy Papa del mundo bajo el nombre de Francisco dijo: «Desde hace algún tiempo se vienen dando en la Ciudad algunas expresiones públicas de burla y ofensas a las personas de nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen María; así como también a diversas manifestaciones contra los valores religiosos y morales que profesamos. Hoy me dirijo a ustedes muy dolido por la blasfemia que es perpetrada en el Centro Cultural Recoleta con motivo de una exposición plástica…». Y remató: «Frente a esta blasfemia que avergüenza a nuestra ciudad, todos unidos hagamos un acto de reparación y petición de perdón el próximo 7 de diciembre (de 2004)», es decir en vísperas del Día de la Inmaculada Concepción.

Por supuesto que a las horas ya había presentaciones en la Justicia pidiendo que se cerrara la muestra. Y finalmente la jueza Elena Liberatori la clausuró. La cosa no quedó ahí. Actores, intelectuales, periodistas y toda la progresía porteña salió a las calles para defender la «libertad de expresión» de León Ferrari, sin darse cuenta de que parte de la muestra de León era justamente eso: provocar la reacción de los sectores conservadores para exponerlos, para dejarlos en evidencia. Los feligreses católicos hicieron lo mismo en defensa de sus creencias. El asunto terminó con un fallo de la Sala I de la Cámara en lo Contencioso, Administrativo y Tributario de la Ciudad que resolvió, en votación dividida, reabrir la muestra. En su sentencia, la Cámara le ordenó al gobierno porteño que colocara un cartel para alertar a los visitantes del contenido de la muestra y del impacto que algunas obras podían causar en sentimientos religiosos. Pero en definitiva, el camarista Horacio Corti sostuvo que «la exposición organizada por el Gobierno de la Ciudad —a la que nadie se encuentra obligado a asistir— puede disgustar, irritar o incluso contrariar la sensibilidad o las creencias religiosas de quienes profesan la fe católica, pero en modo alguno les impide llevar adelante su plan vital con arreglo a los dictados de ese culto. Por el contrario, la circunstancia de que parte de la comunidad católica se haya manifestado pública y libremente en contra del contenido de la exposición […] es la mejor prueba de que la libertad de conciencia no se ha visto afectada ni restringida por la muestra en cuestión».

Otro de los camaristas que votó por reabrir la muestra fue Carlos Balbín, quien dijo: «La libertad de expresión prevalece por encima de otros derechos, como lo es el de la libertad de conciencia y creencia». O sea, reconocía que la muestra hería sentimientos religiosos, pero entendía que la Constitución Nacional privilegiaba la libertad de expresión por encima de otros derechos. El tercer camarista, Esteban Centanaro, coincidió con la argumentación de Liberatori y rechazó la apelación por cuestiones estrictamente procesales. La cuestión es que se impuso la libertad de expresión por sobre todas las otras consideraciones.

Antes de sacar conclusiones apresuradas, propongo que nos pongamos un poco incorrectos. O tal vez muy incorrectos. ¿Qué pasaría en la Argentina si se pautara una muestra de arte nacionalsocialista, o sea nazi? ¿Cuál sería la reacción del progresismo? ¿Se pondría por delante de la apología del delito a la libertad de expresión? Y frente a esta disyuntiva: ¿qué pesaría más? 

“Para el neoliberalismo la movilidad social y la ampliación de derechos son deformaciones del capitalismo”.

Como para abrirle la puerta a esa posibilidad que parece disparatada en la Argentina de hoy, digamos que entre 1933 y 1945, o sea durante doce años, en la Alemania nazi se hicieron obras con una estética monumental y magnificente, todas con carácter propagandístico. Ese arte se definió como realismo heroico o realismo romántico. No es ni mejor ni peor que tantísimas otras obras que andan deambulando por el mundo, por supuesto si lo abstraemos del fin evangelizador que se proponía desde el nazismo

¿O qué ocurriría si, por ejemplo, se hiciera una retrospectiva de la obra cinematográfica de Leni Riefenstahl?, sin dudas una de las más grandes documentalistas de la historia del cine que pagó con el olvido casi absoluto su pecado de trabajar para Hitler y Goebbels. El triunfo de la voluntad, de 1934 y Olympia, de 1936, son dos obras estupendas e innovadoras, con la invención de fosos especialmente diseñados para transmisión de los Juegos Olímpicos de Berlín, con travellings a la velocidad de los corredores o la magia de Leni que mostraba a los clavadistas saliendo de las piletas en lugar de sumergirlos, en un efecto visual revolucionario para la época, que no era ni más ni menos que hacer correr la película al revés. Riefenstahl era una auténtica y magnífica artista, pero una artista maldita, que jugó para los malos, o para ser más precisos aún, que jugó para los perdedores de la Segunda Guerra Mundial y pagó un altísimo precio por ese sacrilegio. El cine de Riefenstahl tranquilamente podría merecer una retrospectiva si apelamos a la libertad de expresión. Como también la merecen las películas de Walt Disney o Elia Kazan, quienes fueron dos de los hombres más prominentes que declararon en contra de sus colegas para armar listas negras durante el macartismo estadounidense a comienzos de la década de 1950. La diferencia entre una y los otros dos era que Leni era nazi y que Walt y Elia «luchaban» contra el comunismo. O sea que la libertad de expresión está limitada para aquellos que el mundo considera que defienden causas nobles por más que sus métodos sean deleznables o para muchos que nos caen simpáticos y no para otros tantos que nos caen como el culo, y no sin razón.

¿Qué tendrá que ver esta larguísima digresión sobre las libertades individuales y la libertad de expresión con el Nunca Más Económico?, se preguntarán. A primer golpe de vista, nada. Pero si uno repasa las diferentes entrevistas que recorren este libro, se dará cuenta de que ahí está el quid de la cuestión: en la formación del sentido de una sociedad. Es decir, en la defensa que se realiza desde muchos medios de comunicación de las libertades individuales y de la libertad de expresión en desmedro de los derechos colectivos y de la responsabilidad de expresión. Desde allí se construye gran parte del sentido de una sociedad, el que muchos confunden con sentido común, que es parecido pero no es igual.

“El control social se ejerce desde los sectores de poder para imponer las normas morales, religiosas, jurídicas y de usos, costumbres y tradiciones que más les convenga para defender sus privilegios”.

Una sociedad es, básicamente, un conjunto de personas que se encuentran unidas por cuestiones aleatorias: están en el mismo territorio, reciben una educación más o menos uniforme vinculada a esa ubicación geográfica, se organizan en macro o microorganizaciones por dentro y por fuera del Estado para defender sus intereses o el interés común, acatan las órdenes de una autoridad, comparten expresiones culturales, disponen de recursos — dinero u otros bienes negociables— afines a su lugar de pertenencia y, como última noción —casi nunca cumplida en la Argentina—, apuntan al bienestar de la mayor cantidad de personas. 

Toda sociedad se ve afectada por algo denominado control social, que no son ni más ni menos que grupos de presión integrados por personas con mayor poder y que intentan imponer reglas morales, religiosas, jurídicas y, por supuesto, económicas. Esa imposición se puede dar de dos maneras: por la fuerza (en las dictaduras o en los Estados totalitarios) o por la persuasión. No nos vamos a poner a desarrollar los métodos que se aplican cuando se usa el poder represivo del Estado porque sobran los ejemplos, tanto en la Argentina de los últimos cincuenta años, como en otros lugares del mundo. Está claro: es a punta de fusil y el que no está de acuerdo se convierte instantáneamente cadáver o es arrumbado en un calabozo.

Por eso, para la construcción de sentido, al menos en la Argentina de este siglo XXI que recién comienza a andar, es más atractivo e interesante detenerse en la persuasión, en lo que por ejemplo genera que una frase se transforme en una verdad incontrovertible. ¿Quién no escuchó decir que «si a un peronista se le da una casa, levanta el parquet y hace un asado»? Hay que admitir que posee un poder de síntesis extraordinario para denostar a un partido político y a una clase social. Y aplica perfectamente al tema tratado: la formación de sentido en una sociedad por medio de la persuasión. Hay decenas o centenares de ejemplos que son aplicables, casi todos para poner de relieve una incierta y falsa superioridad moral de los ricos y poderosos por sobre los pobres e ignorados. Pero nadie mejor que Javier González Fraga, el ex presidente del Banco Central durante el gobierno de Mauricio Macri, para sintetizar este sentir: «Venimos de doce años en donde las cosas se hicieron mal. Se alentó el sobreconsumo, se atrasaron las tarifas y el tipo de cambio… Le hiciste creer a un empleado medio que su sueldo servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior». Si esto no es formación de sentido, ¿la formación del sentido en dónde está? Para González Fraga hay cosas que solo están reservadas para cierta clase social, para una casta, y es incorrecto ampliar esa base. Para el neoliberalismo la movilidad social y la ampliación de derechos son deformaciones del capitalismo. El ascenso social es una fantasía insostenible, una perversión ideada por el peronismo. En verdad, los plebeyos solo debemos arrodillarnos frente al palacio para observar cómo los reyes, príncipes y cortesanos disfrutan de la esta y reparten las sobras. 

Después están las otras persuasiones, las que se repiten una y otra vez y quedan instaladas en el inconsciente como verdades irrefutables: 

«las inversiones no llegan porque los mercados desconfían del peronismo» o 

«la teoría del derrame» o 

«hay que pasarla mal para después estar bien» o 

«el gran problema es el déficit fiscal» o 

«acá no trabaja el que no quiere» o

«el problema de la Argentina es que el Estado es un elefante muy pesado» o

«ningún país crece cuando a los empresarios se les cobran tantos impuestos y cargas sociales» o 

«lo que se produce en la Argentina es malo y caro» o 

«lo que compramos en exterior es bueno y barato» o 

«hay que reformar los Convenios Colectivos de Trabajo porque le da un poder enorme a los sindicatos y así nadie quiere invertir en el país» o 

«¿en qué país del mundo la Universidad es gratuita?» o 

«los peruanos, paraguayos y bolivianos (ahora sumemos a los colombianos y venezolanos) nos vienen a robar el trabajo» o 

«votan porque el puntero les dio un lavarropas» o 

«marchan por el pancho y la Coca» o 

«no tienen un mango pero se compran las Nike nuevas» o 

«tiene un rancho pero no les falta la I-phone»

y toda la gama de expresiones clasistas y fóbicas que uno se pueda imaginar, muchas veces sin siquiera darse cuenta de que lo están siendo. Y ahí radica la eficacia de la maquinaria comunicacional que hace a la formación del sentido que alcanza e impregna a las clases medias y bajas. El ejemplo es la decena de miles de personas que salen a batir su cacerola empujados por el prejuicio social y por su deseo de defender intereses que no les son propios. 

Javier González Fraga criticaba al kirchnerismo porque le hizo “creer a un empleado medio que su sueldo servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior». Si esto no es formación de sentido, ¿la formación del sentido en dónde está?

Es como si ese sentir social se apoderara de las mentes, las lobotomizara y dejase establecido, por ejemplo, que una persona clase baja o media/baja no tiene derecho a comprarse un par de zapatillas o un televisor porque para lo único que está en este mundo es para ponerse un bocado de comida en la boca. Los lujos, los gustos, los placeres, solo están reservados para las clases pudientes, para los ricos, para los poderosos.

Pero si el daño fuera solo ese, si la batalla cultural se diera exclusivamente en el campo de las ideas, el mal sería menor. Difícil de conjurar, pero menor. Pero lo grave es que desde ese lugar se desprende el aval a toda la gama de recetas neoliberales que nos prometen el paraíso pero que indefectiblemente nos conducen al infierno.

Porque entonces llegan los daños colaterales: se ataca al sistema jubilatorio, a los subsidios al transporte y/o a las tarifas, a los planes sociales, a los salarios de los maestros, médicos y enfermeras (pero nunca de jueces, senadores, diputados, funcionarios públicos o militares) y a toda la meresunda incomprensible que conforma el presupuesto nacional, que pocos leen y entienden, pero del que todos opinan como si fueran licenciados en economía.

¿Se entiende un poco más la vinculación entre economía, Estado, neoliberalismo, libertad de expresión y libertades individuales en el marco de una sociedad organizada? Porque siempre, en definitiva, el control social se ejerce desde los sectores de poder para imponer las normas morales, religiosas, jurídicas y de usos, costumbres y tradiciones que más les convenga para defender sus privilegios. No siempre esto ocurre desde el Estado, aunque es un actor poderosísimo, especialmente si cuenta con los medios de comunicación a su favor.

Nos vamos a detener en los usos, costumbres y tradiciones ya que directrices morales, religiosas o jurídicas son más o menos claras y todos sabemos más o menos hacia dónde apuntan y cuál es su objetivo. Pero los usos, costumbres y tradiciones son el principal eslabón en la cadena de la construcción de sentido porque constan de dos aspectos: los subjetivos y los objetivos. Los subjetivos son las ideas entronizadas que no interesa demasiado de dónde vinieron o quiénes las impusieron: simplemente son y se deben cumplir. Y el aspecto objetivo son aquellas prácticas lo suficientemente repetidas que conforman lo que podríamos llamar el sentido común, que no es ni más ni menos lo que las mayorías creen, en general y muy superficialmente, sobre algunos temas particulares. Es una especie de acuerdo acrítico que se despliega sobre la sociedad sin necesidad de que exista una comprobación estadística o científica. Es lo que la mayoría considera que es cierto para no complejizar o problematizar excesivamente una situación determinada. Repasen las frases precedentes y comprenderán perfectamente de qué se está hablando.

Desde este lugar casi exacto emerge la Argentina de 2020. Con una grieta que no se va a cerrar por más voluntarismo que se le quiera poner, porque años y años de formación de sentido y despliegue de sentido común han herido a generaciones y generaciones. El cambio cultural no es algo que se pueda llevar adelante en poco tiempo. La reconstrucción del pensamiento crítico llevará años. Incluso hasta me animo a decir que hay pocas posibilidades de que grandes porciones de la sociedad puedan modificar alguna vez su postura. Son sectores que tal vez podemos sintetizar con aquel «el que mata tiene que morir» de Susana Giménez o aquella ya mítica pregunta de Mirtha Legrand a Roberto Piazza cuando hablaba de la posibilidad de ser padre con su pareja: «Roberto, te voy a hacer una pregunta muy delicada: la pareja de homosexuales, suponte que adoptan a un chico, como tienen inclinaciones homosexuales, ¿no podría producirse una violación hacia su hijo?».

¿Cómo cambiar semejantes cabezas? ¿Cómo modificar el sentido social y el sentido común de las señoras Giménez y Legrand? Las que, por otra parte, son comunicadoras que ingresan en los hogares de millones de personas para inocular semejantes mensajes. 

Cambiar el sentido de una sociedad lleva años. Pensemos nomás lo que les costó a las organizaciones de Derechos Humanos que los argentinos tomaran la causa de los desaparecidos y la búsqueda de los bebés secuestrados como un tema de Estado. ¿Cuánto pasó para que las Locas de Plaza de Mayo se transformaran en las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo y consiguieran el respeto incluso de los sectores más reaccionarios? ¿Cuántos nietos debieron encontrar para que la sociedad comprendiera que lo que reclamaban desde hacía décadas no era producto de mentes afiebradas, para que el común de la gente aceptara que efectivamente muchos protagonistas de la dictadura cívico-militar hacían parir a las mujeres en cautiverio, las mataban y se apoderaban de sus bebés? ¿Cuánto debió transcurrir para que aquel Nunca Más fundacional para la defensa de los DD.HH. que promovió Raúl Alfonsín dejara de ser el título de una letra muerta para convertirse en una obra fundacional defendida por la sociedad en su inmensa mayoría?

 “Las políticas económicas neoliberales generan en la sociedad argentina un genocidio por goteo”.

Si todo esto pasó con cuestiones tangibles: muertos, desaparecidos, encarcelados, bebés robados, ¿hay forma de imaginar de qué manera se puede modificar el sentido de gran parte de una sociedad que cree que el libre mercado o la ausencia de un Estado regulador de las políticas públicas es lo mejor que le puede pasar al país? ¿Cómo hacer entender que la Argentina necesita una burguesía nacional que ampare la producción como la que había hasta la década de 1970? ¿Cómo se defiende una idea solidaria ante alguien que solo quiere comprar dólares pese al control de cambios y que no incorpora lo importante que es para un país defender su moneda? ¿Cómo argumentamos? ¿Que se necesitan dólares para pagar la deuda externa, para evitar la fuga de capitales y que hay que cuidarlos? Si para esa persona lo único importante es comprar dólares para esconderlos abajo del colchón, fugarlos del país a un paraíso fiscal o para irse a Punta del Este o Miami de vacaciones. Y lo que es aún más complejo: ¿está mal ese deseo de ahorrar o irse de vacaciones al lugar que más le plazca? Claro que no está mal. Porque no falla el individuo, no está equivocada su forma de pensar; lo que está en crisis es la matriz colectiva, esa que le inoculó que el peso es una mierda y que la única forma de capitalizarse, de no perder capacidad de ahorro, es poseer dólares. Y hasta se puede decir que tienen razón. Pero es como el cuento del huevo y la gallina. ¿Qué nació primero? No siempre el peso fue una basura y las políticas de Estado, llevadas adelante desde la dictadura hasta nuestros días, fueron las responsables de que esto ocurriera. ¿O acaso no tuvimos dolarizada la economía durante casi una década en el menemismo? Un peso es igual a un dólar, nos decían. Hasta que todo explotó por los aires y de un día para otro nos enteramos de que un peso no era lo mismo que un dólar y que las sucesivas devaluaciones iban a rmar la partida de defunción simbólica de nuestra moneda en apenas diecinueve años, es decir nada en términos históricos.

Eugenio Raúl Zaffaroni, Ana Casellani, Eli Gómez Alcorta, Estela de Carlotto, Alfredo Zaiat, Alejandro Vanoli, Hernán Arbizu, Luis Federico Arias, Marco Enríquez-Ominami, Adolfo Pérez Ezquivel, Alejandro Bercovich, Cecilia Nicolini y Pedro Saborido, todos desde sus diferentes saberes, tratan de explicarnos la paradoja argentina y argumentan por qué hay que evitar el regreso al neoliberalismo económico y cultural que tanto daño le ha hecho a la Argentina. Como un homenaje al Nunca Más que impulsó Raúl Alfonsín, titulamos este libro Nunca Más Económico, pero no solo porque creemos en los homenajes vacíos. Lo hicimos porque estamos convencidos de que las políticas económicas neoliberales generan en la sociedad argentina un genocidio por goteo, con gente que padece desnutrición y hambre, con hombres y mujeres que desesperados llegan a quitarse la vida por el hecho de haber perdido en un santiamén todo lo que construyeron a lo largo de una vida. Y es porque estamos persuadidos de que las pérdidas en vidas y el deterioro psicológico de muchos compatriotas que generaron siete años de dictadura, diez años de menemismo y cuatro de macrismo es una cicatriz que nunca va a desaparecer pero que debemos cerrar de una vez y para siempre. Sabemos que estará ahí, en nuestro lomo, en nuestra psiquis, en nuestros corazones. Pero son heridas que cada tanto tenemos que mirar para recordar, para ser capaces de reconocer el daño y animarnos a decir, de una vez y para siempre, nunca más al neoliberalismo, nunca más a la toma de una deuda externa impagable, nunca más a esa trampa en la que ya caímos tres veces y que debemos esquivar poniendo todos los recursos a nuestro alcance para esclarecer a la sociedad. No hay otra forma de hacerlo. 

Tal vez porque llegó la hora de apelar a la táctica de nuestros oponentes ideológicos, debemos optimizar los recursos de la persuasión. Aprovechar y utilizar sus propias herramientas. Si ellos fueron capaces de convencer a gran parte de la sociedad de que el neoliberalismo era la panacea, tal vez sea nuestro momento de revertir la historia. Hay que trabajar y mucho. Quizás este libro pueda ser un punto de partida para alcanzar definitivamente un Nunca Más Económico.

Mariano Hamilton

Máximo Kirchner: “Hay que traer cordura donde la oposición ofrece locura”

Share this:

  • Facebook
  • Twitter
  • WhatsApp
  • Telegram
Tags: Mariano HamiltonNunca Más EconómicoPlaneta
Nota Anterior

Las disculpas y la autocrítica en la disputa política

Siguiente Nota

Kicillof: “Hay que corregir rápido la podredumbre de una parte del Poder Judicial”

Recomendados

Psicoanálisis y política: ¿por qué una izquierda lacaniana en América Latina?

Por Equipo organizador de las Jornadas de Izquierdas Lacanianas

El desarrollismo, válvula de escape de los grupos económicos

El desarrollismo, válvula de escape de los grupos económicos

Por Santiago Fraschina y Lucas Gobbo

El tiempo que pasa, la verdad que huye

El tiempo que pasa, la verdad que huye

Por Ricardo Ragendorfer

“No me quedé jamás en la retaguardia de sus luchas”

Setenta años no es nada

Por Estela Díaz

  • Quiénes somos
  • Contactanos

© 2020 Contraeditorial / Todos los derechos reservados. Registro de la Propiedad Intelectual en trámite. Director: Roberto Caballero. Edición 1071 - 23 de marzo de 2023. Argentina

Sin Resultados
Ver Todos los Resultados
  • Editorial
  • Opinión
  • Nacional
  • Economía
  • Mundo
  • Sociedad
  • Cultura

© 2023 JNews - Premium WordPress news & magazine theme by Jegtheme.

 

Cargando comentarios...