En 1983, cuando el gobierno de facto declinaba, y el “se va acabar, se va acabar, la dictadura militar” era más que una expresión de deseo, mis viejos me llevaron a ver una serie de obras y películas que nunca olvidaré: Muerte accidental de un anarquista, en teatro, y en cine Giordano Bruno, la reposición de La Patagonia rebelde, La república perdida. Una de esas películas, que daban en un cine de la por entonces nocturna y fascinante Lavalle con sus enormes carteles de Neón, era Los hijos de Fierro. Recuerdo que mi vieja me invitó a verla y después a comer pizza a la Roma.
Esa fue una de las tantas noches que me hicieron quien soy, con mis gustos, con mis ideas, con mis pasiones, con mis contradicciones.
Durante toda mi adolescencia, la figura de Pino Solanas me fascinó. Para mí era toda una aventura ir a una unidad básica a ver Cine/Debate La hora de los hornos y presenciar las discusiones posteriores, o imaginarme el entramado de relaciones que se tejían entre la París de Cortázar y la Buenos Aires de Marechal en El exilio de Gardel.
Pero el golpe definitivo lo viví con Sur. La muchachada peronista del Mariano Moreno organizó la proyección de la película en un cine de Corrientes con la presencia de Solanas para el debate posterior. Sur, el relato de los que ya no estaban y de los que habían resistido en el país, a diferencia de El exilio, retrataba a mis calles, a mis padres, a los amigos de mis padres, a mi tío, a la Buenos Aires que yo amaba por entonces y que ahora sobrevive oculta en algún libro, un empedrado, un café o una callecita del sur.
Pude cruzar un par de palabras con Pino y sentí esa admiración adolescente que te hace desear ser como la persona admirada. Durante años tuve colgados en mi habitación los carteles de Sur y La hora de los hornos. E incluso lo voté en un par de elecciones en tiempos de menemismo. Y de más está decir que la entrevista que le realizó a Perón junto con Gettino era para mí a lo máximo que se podía aspirar en la vida: entrevistar a un personaje histórico como Perón, por ejemplo, o como Cristina.

La última vez que lo vi a Pino fue en un programa de América TV donde ambos fuimos invitados. Él militaba con Carrió y yo defendía al gobierno de Cristina. A la salida, me atreví a decirle que me dolía verlo así, jugando para el antiperonismo, que lo admiraba mucho y que no era un reproche, era simplemente la manifestación de mi dolor y de mi desilusión. Él acusó recibo. “Es que hay cosas que yo no puedo soportar”, me dijo a modo de respuesta.
Siempre me quedó picando la respuesta: ¿Cuáles eran esas cosas que el Yo de Solanas no podía soportar? ¿Por qué el nosotros muchas veces tolera cosas que los Yo particulares no pueden? Lejos de juzgar pienso esto con amorosidad. ¿En qué momentos nosotros también ponemos nuestro Yo -por convicción o por estética- delante de nosotros?
Pienso que no hay peor autoritarismo individual que el no poder soportar la “falibilidad” de quien admiramos o exigirle que piense en todo como nosotros para poder admirarlo.
Un deporte muy mezquino es juzgar a los hombres y a las mujeres por sus oscuridades y sus errores. A las personas se las recuerda por lo mejor que hicieron en sus vidas. Y sobre todo por lo que nos dieron… Matar a lo que admiramos es un buen recurso para esconder la ingratitud de reconocer lo que esas personas hicieron por nosotros.
Pino con sus películas formó en gran medida, con muchos otros compañeros y compañeras, a la persona que soy, modeló mi sensibilidad, me animó a sentir y pensar lo que yo sentía y pensaba.
Gracias por tanto, compañero…