Lo estábamos esperando. No sé ni cómo, ni desde cuándo, pero sé por qué. Néstor Kirchner no surgió de la nada. No fue un imprevisto de la historia. Fue la encarnación de una ilusión protegida, acunada con muchos desvelos por argentinas y argentinos que dieron batallas por un país mejor, no siempre ganadoras. Lo estábamos esperando, y llegó.
Néstor supo corporizar la esperanza de todos aquellos que, aún en los peores momentos, siguieron creyendo que la transformación de la Argentina dependía de la política. Pero de no cualquier política. Una que llamara a una verdadera gesta. Una que no dejara sus convicciones en la puerta de entrada de la Casa Rosada. Una que tuviera convicciones.
Que estuviera viva. Hasta lo insoportable.
Porque la que había hasta entonces estaba fosilizada. Cómoda en la administración de las sucesivas crisis. Cómoda dándole la espalda al mandato popular. Cómoda defendiendo el posibilismo. Cómoda destinando a la incomodidad a las grandes mayorías sociales.
La épica que lidera es mucho más modesta, pero profunda. Y nada sangrienta. Él quería un país en serio, un país normal.
Cuando dicen que Néstor Kirchner le devolvió la política a la sociedad argentina, algunos lo dicen como un dato al pasar, del mismo modo que otros explican los éxitos de su gobierno en el alto precio de la soja. Y, sin embargo, lo que él trajo fue un hálito de vida. Nos hacía falta. Lo estábamos esperando.
Porque la soja puede tener precios altos, bajos o no existir. Puede haber superávits gemelos o no. Puede haber déficit fiscal o no. Pero otra generación de jóvenes sin sueños, de adultos cínicos, de ancianos humillados, hubiera condenado al país a disolverse en el aire.
En la década del ‘90, la dirigencia política, acobardada y subordinada, se declaró sumisa a las corporaciones, al manual que bajaba la ortodoxia económica planetaria y a los deseos del Departamento de Estado para la región. Alguien dirá: “No fue toda la política. El planteo es injusto”. Y es cierto. Hubo excepciones. Pero como sabemos son precisamente las excepciones las que confirman la regla.
Y la regla general, que inaugura Carlos Menem con su gobierno, es que el mandato popular se puede traicionar. Se puede prometer una cosa y hacer otra. Se puede abrazar a un genocida como Isaac Rojas y hablar de pacificación. Se puede exclamar por justicia y trabajar para la impunidad.

Total, se había decretado el “fin de la Historia”.
El abrazo de Menem y Rojas era el fin de una historia, claro que sí. La que enfrentaba dos posturas bien antagónicas. El fin de aquella historia, entonces, pretendía clausurar para siempre el conflicto entre peronistas y antiperonistas, eje de la disputa política del último medio siglo, como si esa pelea estuviera basada en una simple rivalidad barrial y no en la puja entre capital y trabajo, entre Estado-Nación y globalización financiera.
Como se sabe, la historia no acabó. Siguió su curso. Pero hubo una dirigencia que en serio creyó que todo lo conocido quedaba definitivamente congelado. Hubo una dirigencia que se abrazó con sus antiguos secuestradores y carceleros. Que aceptó que las leyes que debía votar eran las que elaboraban los estudios jurídicos de las grandes corporaciones. Que aceptó que torturados y torturadores caminaran juntos por la calle.
Una política que indultó a los genocidas. Que privatizó todo el patrimonio público y que mandó a los jóvenes a su casa diciéndoles que el país era sólo para los tecnócratas o los cínicos. “Se acabó la militancia, ahora tenemos operadores. El mundo se va a manejar a través de encuestas. Olvídense de la política porque, en esencia, es un riesgo. Y si no es un riesgo, es una ciénaga de corrupción. Lo mejor que les puede pasar es que se vayan a sus casas”, era el resumen del discurso dominante.
A esos mismos jóvenes que la política de los noventa los había mandado a sus casas, Néstor les decía: “Salgan y vengan a bancarme”.
Así desmovilizaron a toda una generación. O, al menos, a una gran parte de esa generación. Otra siguió luchando. A la espera de que un Kirchner llegara.
Se lo estaba esperando.
La de Kirchner fue una épica módica. Cuando Néstor habla, no ordena fusilamientos. Ni manda a traer guillotinas. La épica que lidera es mucho más modesta, pero profunda. Y nada sangrienta. Él quería un país en serio, un país normal.
Ser plateísta en la política es gratis. En la cancha te hacen pagar, pero en la política es gratis. Convertir a la Argentina en un país en serio, con el nivel de debacle económica y el abatimiento moral que tenían tanto la sociedad como su dirigencia en aquel momento, fue una obra titánica.

Néstor se supo reconocer como parte de una generación, la del ‘70, muy politizada y víctima del genocidio. También víctima, hay que decirlo, de ciertas interpretaciones alucinadas acerca del modo o los instrumentos necesarios para transformar el país. Es evidente que Néstor comprendió y asimiló esa derrota sangrienta, que se pagó muy cara. Y cuando pudo, ensayó otra manera.
Néstor siempre hablaba de levantar la autoestima. Como consecuencia de todas las cosas que se habían experimentado desde la dictadura cívico-militar en adelante, la sociedad venía muy lastimada. Y él interpreta que todo eso había sido posible, entre otras cosas, porque la gente se había convencido de que nada valía la pena, más que el desánimo colectivo. Es por ello que no convoca a una gesta libertaria, sino a la reconstrucción del tejido social y, fundamentalmente, al trasvasamiento político hacia la juventud.
Recomiendo el texto que hizo el ‘Cuervo’ Larroque para el libro ‘Néstor, el hombre que cambió todo’, de Jorge “Topo” Devoto. Es excepcional. Allí se cuenta la entretela de la gesta de las organizaciones juveniles kirchneristas. Todos te hablan de la obsesión que tenía Néstor respecto de la participación de los jóvenes en la política. A esos mismos jóvenes que la política de los noventa los había mandado a sus casas, Néstor les decía: “Salgan y vengan a bancarme, porque no tengo piso. Asumí con el 22 por ciento de los votos, con menos votos que Illía”.
La única heredera de Néstor Kirchner es Cristina. No hay nadie más nestorista que ella. Los demás, vienen muy detrás.
La Jugada del establishment en su momento fue que asumiera sin poder alguno. Querían un títere más, a quien pudieran manipular. No lo conocían mucho. Pero sabía que había sacado menos votos que Menem, con una corte menemista y medio gabinete que se lo había puesto Duhalde. Kirchner tenía las peores condiciones para asumir. Es por ello que desarrolla una política apuntada a las bases, a las mayorías sociales, de cara a la sociedad.
Rápidamente se da una relación afectiva entre Néstor Kirchner y la sociedad. Busquen sus discursos. Está clarísimo a dónde quería ir, por qué hizo lo que hizo y cuál era su modelo de construcción política. Entendía que los jóvenes no estaban viciados de todas esas cosas que tanto daño y tanta degradación produjo en las dirigencias. Quería a los jóvenes en los barrios, en los actos, cantando y debatiendo. No los quería pactando cargos o cometas. Siempre fue muy claro en ese punto.
Fue el primero en decir “hagan lío”.

Diez años después de la muerte de Néstor, reconozco en su figura a un Quijote que yo mismo estaba esperando. Quedé muy conmovido con sus funerales. Debajo de las piedras, salieron personas a reivindicarlo. Admito que esas historias en las que los ‘naides’ depositan tanto reconocimiento en una persona, un líder, un conductor, me conmueven por su autenticidad. Toda esa congoja, todo ese amor, es como un bautismo para siempre. El “eterno en el alma de su pueblo” materializado en un rito masivo, multitudinario.
Por aquellos días, durante dos meses, y salvo Mirtha Legrand, todos se cuidaron mucho de proferir las chicanas habituales de la política, que también existen, a veces, en exceso, contra su figura y la de su familia. Hasta su muerte, medios hegemónicos y opositores, habían sido despiadados, como lo siguen siendo ahora.
Pero hubo un tiempo de calma. Creo que fue el reconocimiento de que se había ido un presidente distinto. En ese momento se vio toda la grandeza de ese tipo mal entrazado que arrancó con el 22 por ciento de los votos y construyó un proyecto de país, nada menos que a la par de su compañera, a quien ungió después como presidenta por el voto popular.
Está claro: si hacés eso, algo distinto sos. Los Kirchner fueron un matrimonio moderno. Nadie los superó todavía.
Si algo destacó al kirchnerismo es que,, en ese debate por la manta corta evitó dejar a la intemperie a los mismos de siempre, es decir, a los jodidos de todas las épocas, de todos los gobiernos.
Creo que la única heredera de Néstor Kirchner es Cristina. No hay nadie más nestorista que ella. Los demás, vienen muy detrás.
En el texto que escribió CFK para recordar la figura de Néstor, ella menciona un libro (Después del derrumbe) donde él tiene una larga charla con Torcuato Di Tella. Ahí está todo el proyecto, todo el plan: qué iba a hacer con el FMI, con la deslegitimación de la política, con la Corte Suprema, con los jóvenes.
Es bueno decir, también, que una gran cantidad de jóvenes son hijos políticos de Néstor Kirchner. Es una frase muy feliz, porque esos pibes tenían otro destino y ahora son ministros, secretarios, funcionarios que tienen un mandato y es que la política no vuelva a ser el candado de nuestros sueños. Esa batalla es todos los días. Y eso lo enseñó Néstor Kirchner.

La política es un dilema constante donde se elige casi siempre entre lo malo y lo peor. Si algo destacó al kirchnerismo, es que en ese debate por la manta corta, donde siempre se está decidiendo qué parte del cuerpo es la que merece ser la cubierta y cuál no, evitaron dejar a la intemperie a los mismos de siempre, es decir, a los jodidos de todas las épocas, de todos los gobiernos.
Es un componente ético que la política popular recuperó aquel 25 de mayo de 2003. Entre lo fácil y lo difícil, siempre elegir lo justo.
Gracias Néstor. Te estábamos esperando. Y un día llegaste, y no te fuiste más de nuestros corazones.