“Vengo de las siestas con olor a insecticida y jazmín. El verano, el mío, tiene ese olor hasta hoy. Mi memoria es selectiva. Quiero quedarme con ese aroma sin contexto.”
Julieta se despierta y Menem está muerto. Y entonces miles de fotos mentales de esa década obscena y privatizada, las suyas y las de él, la invaden.
Su padre, hermana y ella, sentados, en absoluto silencio, sobre el banco de la Plaza Miserere caótica. Esa especie de sodoma y gomorra porteño, alucinante y fatal. Adriana había empezado a laburar en la calle Paso y Julieta hacía días que no dormía, lloraba a escondidas porque la extrañaba, la extrañaba horrores. Esos horrores injustos y pesados para una niña de nueve. La carcomía despacio una tristeza mortífera que la asfixiaba cuando Adriana se iba lejos de casa. De ella. Su ausencia era su pequeña muerte. Pero el dinero no alcanzaba. Su viejo laburaba de abogado en una curtiembre y durante la noche, era bancario. Dormía sólo tres horas por día. Los miércoles eran sus días de franco y entonces, sin descanso, llevaba a Julieta y a Brenda para que almorzaran con su madre. Y Julieta lloraba para adentro. Unos sanguchitos, panchos y una coca, y todo era como una gran simulación de un momento familiar feliz. El almuerzo duraba tan sólo media hora bajo el sol otoñal de Once y entonces Adriana se levantaba, estoica, besaba la frente de sus hijas y caminaba erguida hasta el negocio donde la explotaban. Y Julieta moría otra vez. Adriana, también.
La niña observaba cómo aquel monstruoso barrio devoraba a su madre y la vomitaba envuelta en amargura. El hogar no era mucho mejor. Deudas, cambios de colegio, peleas y escenas varias con gritos y cintos, créditos para comprar pilchas, la proveeduría del banco con su pago diferido, el auto parado en la calle juntando mugre; la pared sin revocar, la casa llena de cables y el robe de chambre azul de su padre. Además de las palomas hediondas y la pija del vecino que se aparecía erecta ante los ojos infantiles de Julieta, cada vez que iba a la terraza para tender la ropa. Porque así era la soledad de la mismísima mierda de una niña de tan solo nueve años en las épocas de aquel caudillo entregador.
Adriana vendió ropa en Once unos meses. La echaron sin darle un centavo. Y aprendió a dar inyecciones y a tomar la presión – Adriana hubiese sido una gran médica – y ahí pudo juntar unos mangos. Y estaba en casa con sus hijas y también podía ocuparse de la ropa mojada. Sin embargo, ese tiempo fue breve. Los juegos del hambre se volvieron con reglas más perversas. Entonces Adriana se fue de su casa, una vez más, para cuidar ancianos. Una mujer tan joven y tan marchita. Los viejos la maltrataban y ella les tenía que limpiar el culo.
Después Adriana empezó a trabajar como data entry por dos chirolas con cincuenta, de lunes a sábados. E hija sólo miraba cómo salía su madre con un bolso gigante para poder llevar un pedazo de su hogar roto y no extrañar tanto. Julieta ya había aprendido a convivir con su hermana y con esa tristeza inmunda, perenne que había tomado todo su cuerpo y que le dejaba tan poco margen para respirar.
Su padre seguía laburando en el banco. El trabajo en la curtiembre y sus épocas de abogado habían concluido hacía tiempo. Dormir tan pocas horas lo habían dejado hecho un trapo inestable. Ella y Brenda iban al colegio y se encargaban de los quehaceres domésticos. No sin antes ir al kiosko a comprar golosinas en cantidades exorbitantes y pedir fiado. Pero la deuda era exorbitante también; entonces Adriana, después de pagarla, descargaba su ira con lazo restaurador sobre el cuerpo de Julieta. Y el vecino de las palomas y su pija seguían apareciendo en sus sueños de púber y en la terraza.
Aquel también fue el tiempo de la separación de los padres de Julieta. Y luego fue el divorcio y su madre lo tuvo que pagar en cuotas. Julietita se tomaba el tren y el subte hasta Tribunales y solía caminar por la calle Cerrito hasta la avenida Córdoba, contando las baldosas, para pagar la ruptura marital de su progenitora. Los abogados la miraban con cierta ternura lastimosa. Pero ella no entendía.
Y sucedió el milagro: un día Jesús llegó a calmar las tempestades de Adriana. El evangelismo la refugió del infierno del caudillo, del neoliberalismo asesino tan en boga y de ella misma. Se convirtió en una especie de fundamentalista de la salvación bíblica. Y fue el tiempo en el que la ira de Adriana se volvió la ira de dios y ya no quedó aire en el mundo tan diminuto y solitario de Julieta.
Menem está muerto – el hacedor de mis fotos mentales de esos diez años nauseabundos no respira – piensa Julieta, sentada sobre la cama, somnolienta. Solo ese dato llamó apenas su atención. Se le escapa un leve gesto parecido a una sonrisa, al pensar en cierta coherencia que tienen los hijos de la mismísima mierda: el caudillo, ese que lloró de emoción cuando pisó la Casa Blanca, se murió un 14 de febrero. Julieta respira y vuelve a dormir.