Al clarear el 14 de febrero, Carlos Saúl Menem exhaló su último suspiro a los 90 años, en el Sanatorio Los Arcos, de la ciudad de Buenos Aires. Gobernó al país entre 1989 y 1999. A modo de obituario, va una evocación personal.
Era la mañana del 13 de mayo de 2002 cuando el avión carreteó por la pista del aeropuerto de La Rioja. A continuación, el tramo inicial del vuelo fue trepidante: primero, el aparato se inclinó bruscamente hacia la izquierda y, luego, en su intento por recuperar el equilibrio, terminó ladeado hacia la derecha. Ambos movimientos hicieron que se desmoronara el montículo de bolsos y baúles apilados al fondo de la cabina. Nadie pronunció palabra alguna. Quien estaba al comando de la nave no era otro que el ex presidente Menem.
En realidad, éste obedecía de modo torpe las nerviosas indicaciones que le iba dando el verdadero piloto, quien permanecía como agazapado junto a él, mientras el avión alcanzaba una altura óptima.
En ese instante, su esposa, Cecilia Bolocco, rompió el silencio:
– A Carlos lo relaja tanto pilotear…
Nadie le contestó.

El avión, en tanto, embestía como un toro de lidia todas las nubes que se le ponían a tiro. Era un Lear Jet de diez plazas que el entonces gobernador de La Rioja, Ángel Maza, había puesto a disposición de su mentor político.
Menem disfrutaba de sus primeras semanas en libertad, tras su arresto domiciliario en una quinta de Don Torcuato, debido a su procesamiento en la causa del contrabando de armas a Ecuador y Croacia. Y ahora fantaseaba con volver a la Casa Rosada por tercera vez.
Nosotros estábamos allí por cuenta de un canal europeo para grabar un programa que reflejara su etapa, digamos, otoñal.
El tipo había aceptado la entrevista con beneplácito, haciendo gala de su habitual pragmatismo: “Yo les sirvo a ustedes, y ustedes a mí”, se le oyó decir por teléfono unos días antes. Tenía la cabeza puesta en las elecciones de 2003 e imaginaba que la difusión internacional de un documental sobre su vida sería muy beneficiosa a tal fin.
El encuentro fue fijado para aquel día en la pista misma del aeropuerto riojano, a donde llegaríamos en un avión de línea.

Y ese lunes, mientras bajábamos por la escalerilla, vimos avanzar su inconfundible silueta. El viento le barría hacia un costado el laborioso batido que solía lucir para disimular su calva. Caminaba con lentitud, tomado del brazo de su esposa. Los acompañaba un séquito de guardaespaldas. La escena tenía un aire absurdamente protocolar. Era como si ese hombre fuera todavía presidente, y nosotros una delegación de dignatarios extranjeros. Pero cuando estuvimos frente a frente nos saludó con una familiaridad algo infundada. El otro avión esperaba a unos 200 metros, junto a un hangar.
Ahora, luego de unos diez minutos de vuelo en los que el Lear continuó atravesando las nubes más espesas sin dejar de sacudirse, el cielo se tornó, de golpe, asombrosamente despejado.
– Es el microclima de Anillaco– dijo Cecilia, con un dejo de orgullo.
En esta ocasión tampoco obtuvo respuesta.
Claudio Beiza, el camarógrafo, tomaba imágenes del piloto con una Mini DB, sostenido a cuatro manos por Daniel Laszlo, el realizador, y Gonzalo, su asistente.
Mientras tanto, Paula Valenzuela, la productora, miraba de soslayo la tapa del libro que nuestra anfitriona aferraba entre sus dedos. Era un texto de autoayuda; su título: Claves para el éxito cuando la situación es crítica.
Yo permanecía absorto en el paisaje: un valle que se extendía hasta el horizonte, dividido en parcelas de diferentes colores.
– Son los viñedos de Carlos –dijo la Miss Universo de 1987.

De pronto el jet volvió a ladearse hacia la izquierda, desmoronándose otra vez el montículo de bolsos y baúles. A través de la ventanilla, la célebre pista de Anillaco se fue haciendo más grande, mientras el aparato descendía para deslizarse sobre esta con leves corcoveos.
Fui el primero en abandonar la nave. Al pie de la escalerilla aguardaba un hombrecillo calvo y sonriente que me recibió con un abrazo.
– ¡Una alegría verte, querido! –me susurró al oído.

Su calidez me resultó inquietante, puesto que jamás en mi vida lo había tratado. Pero sabía quién era. Estar allí con el antiguo interventor del PAMI, Víctor Alderete, era como ser recibido en Disneylandia por el Pato Donald.
Pago Chico
Recorrimos la distancia que separa la pista aérea del pueblo en un convoy de cinco vehículos, encabezado por una 4×4 que, desde luego, conducía Menem. Yo iba a su lado. Atrás, el camarógrafo seguía empuñando su Mini DB.
Anillaco, a no ser por la existencia de un hijo tan pródigo, posiblemente no hubiera figurado en el mapa. Apenas era un puñado de manzanas con trazo irregular, ocupadas por casas bajas y terrenos baldíos. La calle principal tenía precisamente el nombre del hijo pródigo, así como la plaza, la biblioteca municipal y la sede local del Conicet, un inexplicable edificio de arquitectura modernista que Menem hizo construir durante su primera presidencia.
Como un experimentado cicerone, hizo un desvío para mostrarnos la fachada de la bodega que lleva su apellido. Después enfiló hacia una esquina ocupada por una edificación ruinosa.
Entonces detuvo la marcha del vehículo, y dijo:
– Aquí empezó todo.
En sus ojos brillaba la melancolía. Era lo que quedaba del almacén de ramos generales que había regenteado su padre tras llegar de Siria.
Poco después arribamos a la quinta de su amigo, el empresario Carlos Spadone, donde su esposa y él habían instalado su nidito de amor.

A los fondos se veía la residencia de Alderete. A la izquierda estaba la de Alberto Kohan, pegada a la de Raúl Granillo Ocampo. Y, solo separada por una estrecha calle de tierra, se levantaba “La Rosadita”, aquella fastuosa propiedad de donde Carlos y Cecilia fueron expulsados por Zulemita. Él tuvo la mala idea de poner la escritura a nombre de su hija, justo antes de pelearse con ella. Tal desavenencia, claro, sería momentánea.
Menem, al ver que mis ojos apuntaban hacia esa dirección, comentó:
– Usted sabe que allí estoy medio interdicto.
Al oírlo, el camarógrafo lo miró, y dijo:
– Don Carlos, usted se ha convertido en vecino de sí mismo…
Por toda respuesta, Menem esbozó una sonrisa pétrea. La observación no le había causado gracia.
Cecilia, tomando por un brazo a su esposo, anunció:
– Si nos disculpan, Carlos y yo nos vamos a cambiar.

Mientras los muchachos armaban los equipos, yo me acerqué a la casa. Allí un mayordomo retiraba presurosamente del living un chancho de cerámica tipo Porky del tamaño de un enano, en cuyo pecho se leía “Menem 2003”. Luego supe que se trataba de un regalo del inefable Alderete. Y que Cecilia había ordenado esconderlo en vísperas de nuestra llegada.
Ella y su marido tardaron en emerger, cada uno desde su habitación (al parecer, no dormían juntos). Se los veía muy cómodos con las indumentarias que ahora lucían. Él se había vestido de gaucho, pero tipo Rodolfo Valentino; o sea: bombacha con botas de caña alta, chaleco de charol, rastra con apliques dorados, pañuelo con traba plateada y camisa verde brillante. Su señora, en cambio, exhibía un look como el que Linda Cristal solía usar en la recordada serie El gran chaparral: botas y chaleco de carpincho rematado por un sombrero de cowboy. La pareja llevaba tales atuendos con la naturalidad de quienes no incluyen el ridículo entre sus prejuicios.
Fue Menem quien propuso hacer la primera parte de la entrevista en el jardín. La cámara se encendió. Él tipo caminaba despreocupadamente junto a Cecilia. Y con gesto adusto arrancó hablando sobre su cautiverio domiciliario de casi nueve meses. Entonces recordé una vieja imagen televisiva tomada en aquella circunstancia, que lo mostraba tratando vanamente de concentrarse en la lectura de una voluminosa biografía de Napoleón. Y le pregunté si la localidad de Don Torcuato había sido su propia isla de Santa Elena. El ex presidente entró como un caballo en esa pequeña trampa tendida a su ego y, obviamente, no tardó en compararse con el mismísimo Bonaparte.
Entonces, la entrevista se vio interrumpida por un creciente alboroto que provenía de la tranquera principal. Era un grupo de partidarios locales que había llegado en un micro para ovacionar a su líder. Menem fingió sorpresa y, siempre del brazo de Cecilia, fue, muy sonriente, al encuentro de su público.
Un jardinero contaría luego que en realidad esa gente respondía a una convocatoria previa, para darle a la entrevista un toque de color.
Pero hubo un imprevisto: una de las mujeres presentes se le acercó a Cecilia. Sostenía entre los brazos un caniche toy, al cual depositó, orgullosa, junto a los pies de la chilena. Ella estuvo a punto de prodigarle una caricia, justo cuando el can, súbitamente alterado, comenzó a ladrarle con el fervor de un dogo, antes de atacar sus pantorrillas a dentelladas. Intervino la custodia.
El resto de la entrevista transcurrió dentro de la casa.
El poder y la gloria
Menem estaba sentado en un sillón con las piernas cruzadas y gesticulando con un solo brazo. Fue como si le hablara a la posteridad. Su expresión era inquietante; mientras volcaba recuerdos, ideas y reflexiones, con sus muecas consiguientes, mantenía una mirada fría e impasible, desplazando las pupilas, lentamente, de un extremo al otro.
La actitud de la Bolocco también impresionaba. Ella permanecía de cuclillas a un costado de la cámara, evaluando con atención cada palabra que pronunciaba su marido. Hacía gestos de aprobación, lo conminaba a redondear conceptos e, incluso, interrumpía la grabación con el propósito de repetir una frase o, simplemente, para acomodarle el jopo.

Durante casi dos horas el caudillo habló de su infancia, fustigó a sus adversarios, incurrió en autoelogios y hasta contuvo el llanto al evocar a su malogrado primogénito. También lo atrapó la pesadumbre en el momento de referirse al ríspido trance que atravesaba su relación con Zulemita. Pero la alegría le volvió al cuerpo cuando tocó el tema de su resurrección sentimental. Al respecto dijo que a Bolocco la había conocido durante una entrevista que ella le hizo en su carácter de movilera estrella de la CNN en español.
Luego –siempre según su relato– la llamó por teléfono para decir: “Ay, Cecilia, hace solo unas horas que no la veo y ya la estoy extrañando”. Menem recitó esa frase exagerando la tonada riojana. Ella lo miraba embelesada.
Dos mozos con saco blanco y moñito preparaban la mesa en la cual nos sentaríamos al concluir esa parte de la entrevista.
Al rato, desde la cabecera, Menem cató un malbec de su propia cosecha; luego esbozó un gesto pícaro cuando otro mozo apareció con el primer plato: pizza de muzzarela. Entonces se permitió una humorada:
– Yo aristocraticé la pizza y popularicé el golf.

Ahora lucía distendido; saboreaba con apetito un delicioso locro que fue servido como segundo plato. En la sobremesa convidó habanos –según él– enviados nada menos que por Fidel Castro. Y Cecilia, diligentemente, arrancó la punta de uno con una pequeña guillotina, antes de deslizarlo con suavidad en la boca del marido.
Menem, entre bocanada y bocanada de humo cubano, discurría en la descripción de sus antepasados, haciendo un paréntesis para revelar algunos secretos comerciales legados por su padre.
– Él me enseñó que un metro son solo noventa centímetros, y para que algo pese un kilo únicamente hay que arrojar con fuerza novecientos gramos sobre la balanza.
No había una pizca de broma en sus palabras.
A la mañana siguiente nos dirigimos hacia la localidad de Aminga, a solo seis kilómetros de Anillaco. Nos llevó allí la curiosidad por ver el lugar elegido por la feliz pareja para construir su residencia definitiva.
La noche anterior, Cecilia había adelantado ante la cámara que Menem pensaba “dejarle una herencia a los habitantes de Anillaco: la casa más bella del lugar”. Pero por entonces el objeto de tamaña generosidad no pasaba de algunos pilotes enclavados sobre una meseta de 20 hectáreas que el gobierno de La Rioja le había vendido a la esposa del ex presidente por apenas cinco mil dólares. Un arquitecto traído desde Buenos Aires trabajaba en el proyecto.
Aquel lugar estaba justo detrás del zoológico privado de Menem, que él visitaba cada vez que iba por tierra hacia Anillaco.
Esa fue nuestra segunda escala.
Allí nos recibió su encargado, un paisano que derrochaba amabilidad. Y nos condujo hacia una capilla con capacidad para una sola persona.
– Acá –dijo– el parón se queda rezando cada vez que viene.
El minúsculo templo se levantaba a unos veinte metros de la entrada. Y estaba flanqueada por dos hileras de jaulas y corrales. En aquel zoológico no parecía haber más que ovejas, chivos y aves. Eso creíamos cuando, de pronto, vimos un imponente jabalí que se paseaba libremente.
El encargado, al posar con la bestia para la cámara, explicó:
– A éste lo crió el patrón y la señora como si fuera un bebé. Después lo trajimos acá, porque en la quinta se comía todas las flores.
Por alguna extraña razón, la historia del jabalí me había impactado. De modo que, ya de vuelta en Anillaco, cuando con Menem recorríamos el pueblo para grabar exteriores, no evité una pregunta al respecto.
Y él, como para prologar la respuesta, entrecerró los párpados con cierta emoción y, finalmente, dijo:
– Es cierto, Cecilia y yo lo criamos como un hijo; lo sosteníamos en brazos, mientras ella le daba la mamadera.
Todos permanecimos en silencio, imaginando la conmovedora escena de Menem y Bolocco amamantando al jabalí.
Esa tarde partimos hacia La Rioja, pero esta vez por tierra, para abordar el avión que nos llevaría a Buenos Aires.

Nuestro viaje a través del realismo mágico había terminado.