Reseña de la novela “La muerte de Europa”, de J. B. Duizeide (Editorial Caterva)
Soy una antropóloga que trabaja con el cine, con la memoria, con el testimonio, que piensa las imágenes en el gesto de montaje que las hace juntarse, chocarse, despedirse, entramarse, que intenta hacerlas hablar sin palabras. Pier Paolo Pasolini es el autor de una frase que atraviesa mi mirada del cine, o mi deseo del cine: “hacer cine es escribir en papel que arde”. La muerte de Europa, de J. B. Duizeide, está hecho de palabras que arden. La suya es una escritura con imágenes. Imágenes que se saborean de a poco. De parar en un párrafo, hacerlo girar, volver a leer y encontrar un trazo nuevo.
Se trata de un libro cinematográfico en muchos sentidos, no sólo porque está repleto de imágenes o porque aborda al personaje de Pasolini al que trae con su lenguaje y con su búsqueda, sino también por el mismo acto de montaje que se juega en su escritura.
Son lenguajes distintos el del cine y el de la literatura. Pero quizá tengan algo en común: el gesto de buscar a través de imágenes y construir el mundo, entenderlo, interpelarlo, romperlo en mil pedazos o dejar ir imágenes a la deriva para ver qué pasa. Y quizá algo más que los une es la búsqueda de la belleza. La escritura de este libro me trae algo que enlaza mi quehacer, un modo de ver el mundo, la soledad, la muerte, la injusticia, la violencia, la memoria, el lenguaje, el tiempo, el deseo de intervenir de algún modo la realidad desde una apuesta estética que nunca deja de ser política.
Porque Duizeide mira y escribe del lado de la fragilidad de los personajes y esa es una intervención política. El diálogo imposible entre Maradona y Pasolini se hace posible por esa constelación de las miradas, por ese atravesamiento de los bordes, por lo plebeyo, lo marginal, lo indomado, por lo que queda afuera de la norma. Y también Duizeide encarna allí con su escritura singular ese borde, ese riesgo de narrar con faros que alumbran desde lejos, con palabras que a veces se rompen y traen otros mundos. Una escritura, un montaje fuera de la comodidad ofrecida al lector, que lo obliga a estar despierto y no a sucumbir ante un paquete digerido y adormecedor.
Traigo en este sentido esa frase maravillosa de Pasolini en la entrevista de Furio Colombo que Duizeide incluye como parte de su montaje: “El rechazo ha sido siempre un gesto esencial. Los santos, los ermitaños, pero también los intelectuales, los pocos que han hecho la historia son aquellos que han dicho no. Nunca, en absoluto, la historia fue hecha por los cortesanos y los ayudantes de los cardenales”. O esta otra línea de diálogo en el libro: la verdad del poder está en el reglamento, el esquema, el protocolo…”.
La disposición de ese diálogo entre Pasolini y Maradona que poco a poco va tomando una forma posible, que aparece disruptivo por momentos, que entrama palabras posibles de ser dichas por ambos o por un personaje que habla consigo mismo, poco a poco va delineando las singularidades de los personajes, y un lenguaje posible entre los dos.
“-¿Cómo vamos a hablar? ¿En qué idioma podemos hablar nosotros dos? ¿En qué lengua imposible, impasible, nos decimos”? – dice Pasolini en el texto de Duizeide, y Duizeide habla de esa búsqueda respecto de los dialectos, del lenguaje singular de las orillas, y ahí es donde se produce esa constelación que habilita el diálogo con Diego, un personaje que Pasolini podría haber hallado en el borde de los bordes, en el afuera de lo instituido.
La muerte de Europa me trajo a la memoria, o más bien trajo al presente las imágenes de las películas del neorrealismo italiano. Esa habitación donde transcurre todo, y esos personajes que rodean esa habitación (los campesinos, la orquesta, el niño desharrapado y su miseria), que vienen del afuera, pero también de la memoria, que existen y no, que son recuerdo de otras temporalidades, que aparecen fragmentados, que no sabemos del todo si son pasado o presente. Personajes expulsados al adentro del afuera, o al afuera del adentro, al borde, a la soledad de un tiempo suspendido. Y ahí está el tiempo, las temporalidades rotas, superpuestas: “El canto de los pasos y los pasos del canto. Pasos pesados, pasos de gente que trabaja, o de gente que, en otro tiempo, cotidianamente, ha trabajado. Con sus cuerpos ha trabajado. Como quien canta. Cargando herramientas o tirando de ellas o rompiendo la tierra”.
Del niño desharrapado, dice: “Su cara se envejece como si todo el tiempo futuro la quemara en segundos”.
De su voz, dice: “Es una voz imperativa. Es una voz plebeya. Es una voz sin edad. Es una voz arcaica”.
Hay algo en la escritura de Duizeide que desafía la temporalidad, que bordea el silencio, aquello para lo cual a veces las palabras no alcanzan a nombrar y entonces la tensión y el montaje hacen lo suyo.
La muerte de Europa bien podría ser el guión literario de una película. Indicaciones de luces, de sonido, de escenografías cambiantes, de movimientos de los personajes. Casi como un modo de mostrar las entrañas, las costuras de la puesta en escena.
“Miramos desde adentro. Exactamente al revés que en el teatro”, escribe Duizeide. Y eso es cine.
El gesto de escritura de Duizeide es amoroso, allí donde sus personajes son oídos y abrazados en esa soledad de esa habitación en ruinas, allí donde hay belleza en el tratamiento de sus singularidades. Es impresionante en ese marco encontrarnos de frente con el lenguaje de la revista El Caudillo. Acto de montaje de Duizeide. Lenguaje de la violencia descarnada, parapolicial, lenguaje de muerte, de aniquilamiento. Tan fuerte ese encuentro en la lectura, en contraste con personajes, que pugnan por la belleza en el mundo que es también la búsqueda de la justicia. El lenguaje de El Caudillo nos golpea, nos avisa, nos mantiene despiertos, traspasa la temporalidad hasta el presente, nos conecta con aquello que insiste, no sólo en relación a la brutalidad del mundo sino en los múltiples gestos de resistencia.
El capítulo titulado Corolario junto al Atlántico Sur traza la visita de Pasolini a la Argentina junto a María Callas. Nos devuelve otra vez a la propia escritura de Duizeide en un nuevo gesto de montaje, nos devuelve a la memoria sensible, a la belleza de esos personajes que como dice Duizeide, son a su manera niños solos, esas palabras que nos traen como un signo en clave íntima, a Leonardo Favio, con su Crónica de un niño solo. Favio, que de alguna manera es nuestro Pasolini, también en ese borde de lo instituido, con su gesto cinematográfico que intenta salvar a sus personajes, contando la violencia del mundo, pero siempre con una belleza singular, pugnando, siempre, por ella.
Y el capítulo final, ese Corolario en la ciudad diagonal, tan bello texto que construye esa joven casi niña que desea otro mundo, que escapa de la violencia por un instante, que se reserva ese tiempo flotante para abrir su ventana a las estrellas y a las imágenes de Pasolini. Un final que hace de la escritura la posibilidad y condición de la belleza del mundo. A pesar de saber la muerte y la violencia.
Quizás sea la poesía la mejor arma para oponernos a la crueldad. En Stalker, de Andrei Tarkovski, nos encontramos con estas palabras: “Que se cumpla lo que se ha pensado – que crean –, y que se rían de sus pasiones, porque lo que ellos llaman pasión no es en realidad energía del alma, sino un roce entre el alma y el mundo externo. Y lo más importante: que crean. Y pasen a ser impotentes como los niños, porque la debilidad es grande y la fuerza pequeña. Cuando un hombre nace es débil y ágil. Cuando muere, es fuerte y duro. La dureza y la fuerza son amigos de la muerte.
La agilidad y la debilidad indican la frescura del ser. Por eso lo que se hace duro nunca triunfará.
Todo tiene sentido y causa, cuando el hombre piensa en el pasado, se hace más bueno”. Y para concluir, otras palabras de Andrei Tarcovski: “Convertirse en artista no significa simplemente aprender algo, adquirir técnicas y métodos profesionales. De hecho, como dijo alguien, para escribir bien hay que olvidarse de la gramática”.
*Antropóloga y cineasta