Un juez concursal desconoció un DNU con fuerza de ley, demostrando que orden conservador y poder son la misma cosa. Entre los gatos de Mao y las rutas a Mar del Plata, los límites del diálogo cuando se habla de expropiación.
Esta vez, no fue Julio Cobos, sino el juez concursal Fabián Lorenzini quien dictaminó “no positivo” en relación a la intervención vía DNU de la empresa Vicentin, desnudando que la voluntad no es lo mismo que la posibilidad y que la 125 de baja intensidad que armó la oposición política y empresaria al gobierno tuvo un éxito notable. Al menos, en esta etapa.
La fantasía de la unanimidad que urdió la extraordinaria crisis derivada del Covid 19 finalmente se disolvió en el aire. Desde que el gobierno extendió la cuarentena y puso a debate quién debía pagar sus enormes costos económicos, la realidad volvió a demostrar que la Historia avanza por el principio de la contradicción y no gracias al consenso.
El alma de la política, entendida como el soplo divino de una actividad, es la más pura controversia. Pero tampoco debe confundirse litigio con enardecimiento continuo. Una cosa es la presión y otra la hipertensión. Con una se vive, la otra conduce al ACV.

La política del extremo diálogo que practica el presidente Alberto Fernández no anula las diferencias que incuban en nuestra sociedad. Simplemente que, como buen profesor universitario, él confía en que los mejores argumentos se imponen a los malos. En el fondo, todo pedagogo es una persona de fe: cree que la diferencia entre la ignorancia y el saber depende de la cantidad de veces que el maestro reitere su explicación, hasta que el último de la clase entienda.
Esa modalidad, hoy tan cuestionada por el ala combativa del Frente de Todos -acongojada por el revés que recibió el gobierno-, es el principal capital político del presidente del Frente de Todos. Los que creyeron ver en el anuncio de la expropiación de Vicentin a los barbudos que bajaban de la Sierra Maestra no entendieron ni el personaje ni el proceso que llegó a ungir a Alberto Fernández como cabeza en el binomio presidencial.
En democracia, la razón necesita de mayorías para ganar. Cuando es derrotada no sirve más que para lucimiento de las minorías testimoniales que siempre siguen teniendo razón y que no cambian nada. El sistema también tiene tribuna reservada para los críticos eternos. Y hasta sueldos.
“Si un juez de provincias se le para de manos a Alberto Fernández, es porque ese juez ignoto se sabe parte de un complejo entramado que tiene tanto o más poder que el presidente de la Nación”.
Alberto Fernández es el producto de una necesidad popular resuelta más desde la carencia que desde el exceso. La de construir una nueva mayoría electoral que impidiera la reelección de Mauricio Macri en un contexto regional con gobiernos de derecha a ultraderecha y en un mundo donde los que asoman como líderes emergentes son los Trump, los Johnson y los españoles de Vox, que hacen sonrojar a José María Aznar y Vargas Llosa por su fascismo desembozado.
Se convirtió así, de la noche a la mañana, en el presidente de un país arrasado salvajemente por el neoliberalismo, emergente de una coalición política inestable que en el camino de su trabajosa construcción tuvo que resignar profundidad ideológica para ganar en amplitud electoral y así poder cerrar el ciclo de endeudamiento, fuga y miseria del macrismo.
El día que Alberto Fernández tome una decisión que violente súbitamente el equilibrio interno de fuerzas que le asegura la sostenibilidad de su gobierno, la derecha local e internacional, que agita esa posibilidad cotidianamente para verlo fracasar, pasará del aseo de manos que prologa la ingesta a la masticación directa.

La palabra “expropiación” tensó mucho ese equilibrio. No hay que olvidar que para obtener su victoria el Frente de Todos tuvo que incluir en el armado a un sector moderadísimo que no quería más a Macri pero que sigue compartiendo con la derecha histórica cosmovisiones y temores atávicos, sobre todo al peronismo indócil y jacobino que expresa Cristina Fernández de Kirchner. A quien toleran por sus votos y detestan por eso mismo.
Hay que admitir también que los reflejos del país conservador están intactos. Su jab a la mandíbula sigue doliendo. La derecha aprovechó cuatro años de macrismo para empoderarse aún más. Tiene el dinero, tiene los diarios, tiene los canales y las radios, tiene la llave para dar el quórum en Diputados, tiene la posibilidad de partir el bloque oficialista en el Senado; y tiene, además, después de cosechar cuatro de cada diez votos en la última elección presidencial, la autoestima muy, pero muy alta.
Ser conservador, básicamente, es no resignar el tener. Sea poco o mucho. Con el hisopado correcto, es un instinto detectable en el multimillonario privilegiado que se niega a pagar un impuesto extraordinario a la riqueza y en el propietario de un remise o una pyme de la zona sur del conurbano, fruto del trabajo de toda una vida, que ve cómo otros sectores reciben ayudas que a él le son vedadas, según le cuenta la comunicación opositora en cadena.
“El Frente de Todos tuvo que incluir en el armado a un sector moderadísimo que no quería más a Macri pero que sigue compartiendo con la derecha histórica cosmovisiones y temores atávicos”.
Estamos asistiendo entonces a la gestación y desarrollo de un verdadero fenómeno de alcance global: una derecha desvergonzada y desprejuiciada que no sólo descubrió que sus valores no representan exclusivamente a una minoría, como antes sucedía, también que la democracia es un hospitalario régimen donde reproducirse libremente.
Alberto Fernández gobierna en esta realidad. No en otra. Avanza según se lo permite la correlación de fuerzas. Si un juez de provincias se le para de manos, es porque ese juez ignoto se sabe parte de un complejo entramado que tiene tanto o más poder que el presidente de la Nación. Y aunque esto suene trágico para la democracia, peor sería creer que el sistema funciona con presidentes superhéroes que hacen según el mandato “anímese y vaya, que si queda vivo yo lo apoyo”, tan común en las sociedades, como las de hoy en día, que viven sus gestas más en la comodidad del sillón de sus casas que poniendo el cuerpo a ideas algo revolucionarias.
Durante el fin de semana, Alberto Fernández explicó que Omar Perotti le acercó “una propuesta superadora” en el caso de Vicentín, es decir, una que no pone en tensión severa al Frente de Todos, como el famoso proyecto de expropiación, hoy en estado de expectativa más que de resolución.

Consta de una posible intervención provincial validada por el juez que acaba de poner a prueba al presidente donde, con un poco de viento a favor, en unos años el Estado Nacional, juntando a los acreedores, podría llegar a tener la mayoría accionaria para echar a los Vicentin definitivamente.
La propuesta de Perotti sería una especie de estatización en sucesivos pasos y en cámara lenta. Mao dijo que no importaba tanto el color del gato, como que cazara ratones. El presidente planteó que la expropiación era llegar al control estatal por la Ruta 2 directo hacia Mar del Plata y que hacerle caso a Perotti es ir hacia la misma ciudad balnearia pero por la Ruta 11, que es más larga y más lenta.
Dijo, también, que si tiene que expropiar, lo hará sin vacilar. Se lo dijo a Cynthia García y a Roberto Navarro, durante el viernes por la noche y el sábado por la mañana.
Para hacerlo tendría que contar con mayorías parlamentarias que, es evidente, hoy no tiene; o que podría alcanzar poniendo al Frente de Todos en una situación de estrés político irremontable.
“La propuesta de Perotti sería una especie de estatización en sucesivos pasos y en cámara lenta. Mao dijo que no importaba tanto el color del gato, como que cazara ratones”.
La pregunta es si el gobierno quiere practicar un salvataje de Vicentin, como alguna vez Eduardo Duhalde salvó a Clarín con su ley de Bienes Culturales o, por el contrario, busca mayor control a través de una empresa testigo en un rubro proveedor de dólares escasos en periodo de restricción global.
Si es lo segundo, la opción Perotti no sirve de mucho.
No caza ratones como pedía Mao, ni llega rápido a Mar del Plata como quería Fernández.
Si la idea es agotar todas las instancias de diálogo hasta que la derecha se convenza de que es mejor lo segundo, entonces habrá que esperar.
Y confiar más en la pedagogía (los mejores argumentos se imponen a los malos) que en la fuerza.
No sea cosa que una 126 (la 125 es de Cristina, esta nueva crisis con la derecha es de Alberto) astille el espejo sereno y contemporizador en la que buena parte del gobierno gusta reflejarse, mientras el mundo, bueno, el mundo se va literalmente al demonio. Eso sí, con todos adentro.