¿Es pertinente esta pregunta a dos años de esa promesa de campaña realizada para vencer a Mauricio Macri, uno de los peores presidentes del período democrático, superado quizás en ineficacia política por Fernando de la Rúa, aquel trémulo dirigente que se desplomó del Poder Ejecutivo durante la crisis del 2001? ¿O hay que esperar, al menos, al término del primer mandato para ofrecer una respuesta mesurada? ¿La pandemia del Covid puede impedir el juicio, la evaluación, la respuesta a esa pregunta que incluso intentó responder el presidente Alberto Fernández el 10 de diciembre de 2019 cuando aseguró, premonitorio furcio mediante, que habíamos vuelto “mujeres”?
Quienes tienen contemplación con la administración Fernández dirán que aún no es tiempo de realizar evaluaciones, que la pandemia trastocó todos los análisis políticos y que hacerse esa pregunta ya esconde cierto grado de malicia en su propia enunciación. Dentro del Frente de Todos seguramente habrá respuestas para todos los gustos pero hay algo que es claro: no hay lecturas lineales. No es automática la desazón de un sector “duro” del progresismo kirchnerista con el actual gobierno ni tampoco es cierto que los sectores que se alejan del gobierno estén ligados a ese espacio. No es equivocado decir que gran parte del apoyo del presidente todavía está referenciado en la legitimidad de Cristina Fernández de Kirchner, guste a quien le guste.
En el centro de la respuesta a esta pregunta se halla una sensación difícil de describir, de precisar, que se contradice con las formas apasionadas en que se había vivido la política hasta hace unos años. Me refiero al fenómeno de la “refrigeración de la política”, es decir de la búsqueda deliberada del desapasionamiento de las prácticas y los discursos del ámbito público. No se trata sólo de una táctica electoralista de ir hacia el centro ideológico o de intentar convocar a los sectores moderados sino de una estrategia más profunda –quizás fuertemente conservadora- de pretender estabilizar el sistema político.
El kirchnerismo no despertó solo a sus enamorados. La reacción fue una oposición desenfrenada.
La emergencia del Kirchnerismo –sobre todo con la versión más radicalizada llevada adelante por Cristina a partir del 2008- generó ciertos desequilibrios hegemónicos en el tablero de la política argentina, al menos desde la Pax Romana impuesta por la dictadura militar (1976-83). La promesa de una nueva política abrazada por millones de “militantes neófitos” (dicho esto en sentido positivo, en tanto politización de sectores hasta ese momento apáticos), la resignificación del peronismo (ya no como un sepulcro blanqueado sino como un nuevo conflicto histórico), la puesta en discusión nuevamente del imaginario de la nacionalidad, la disputa económica con nuevos empresarios, las “batallas” mediáticas, históricas, culturales, desataron entusiasmos incontrolables en una Argentina que, aunque se deshilachaba por culpa de un neoliberalismo que en el 2001 se empantanaba en la apatía política encarnada en el “voto salame” o el “que se vayan todos”, todavía continuaba prendida a las “pautas civilizatorias” de la Nación organizada entre 1862 y 1880 y reorganizada en 1930, 1955 y 1976.
Pero el kirchnerismo no despertó políticamente solo a sus enamorados. Y la reacción fue tan acalorada y desproporcionada como fueron las desmedidas políticas censuradoras del macrismo. Un antikirchnerismo desenfrenado, atizado por los medios de comunicación y algunos operadores desbocados, que incluyó persecuciones periodísticas, judiciales, estigmatizaciones, cosificaciones de los sectores más representativos del kirchnerismo, mostró el rostro de la Argentina más vil: la de los desencuentros y los enfrentamientos funestos. En realidad, la cara más cruel es la de los momentos de “reorganización nacional”, entendida como extirpación de la competencia de grupos de poder alternativos. En cierto sentido, el macrismo jugó como actor extra sistema político pero, paradójicamente, desde dentro del corazón de la estructura del poder económico y social del país.
La doble desilusión
¿Si volvimos mejores por qué hay tantos desilusionados en distintos sectores sociales pero, fundamentalmente, en los sectores medios? Gran parte de las clases medias habían sido beneficiadas económicamente por el proceso kirchnerista: altos ingresos, alto nivel de consumo, posibilidad de viajar al exterior. Pero algunos de esos deciles no se sentían contenidos por las pautas culturales propuestas por ese movimiento político. En algún punto, lo que no compartían de las acciones y discursos públicos del kirchnerismo eran sus marcas civilizatorias en la construcción de cierta argentinidad posible. Entusiasmados en un primer momento, entre el 2003 y el 2011, abandonaron lentamente esa experiencia política cuando las posibilidades de consumo se emparejaron con las demandas de compromiso político e ideológico heterodoxo.
Alejados del kirchnerismo, buscaron primero contención en los bordes de ese espacio –el massismo, por ejemplo- y, finalmente, confiaron su suerte a esa especie de “kirchnerismo blanco” que prometió el macrismo en su campaña de 2015: no alterar lo bueno del kirchnerismo pero borrar los supuestos exabruptos ideológicos, los enfrentamientos discursivos y, como siempre está presente en los discursos perversamente angelicales de los sectores “apolíticos”, los casos de corrupción. No es ninguna novedad que el macrismo falló con el blanqueamiento del kirchnerismo, curiosamente de la misma manera que falló el blanqueamiento del menemismo por parte de la Alianza en 1999-2001. De la Rúa fracasó por no poder sostener el continuismo del modelo y Macri, paradójicamente, por su signo contrario, por ser rupturista en todos los aciertos del kirchnerismo y por profundizar la ideologización antipopulista, por generar persecuciones políticas en vez de sellar “la grieta” y en convertir al Estado en un coto de caza del grupo económico macrista y sus satélites.
Esto generó en una parte de los sectores medios y tacticistas –aquellos que cambian su voto según el proceso histórico y optando por lo que consideran el mal menor según la encrucijada- la sensación de “impotencia nacional”, que consiste en creer que el país no tiene solución, no tiene posibilidad de quebrar el conservador empate hegemónico y que “la única salida es Ezeiza” o el apoliticismo militante. Por supuesto, que esta sensación también es fogoneada por aquellos grupos económicos que se relegitiman con las crisis políticas, por ejemplo, las empresas mediáticas. Como los medios se encuentran en su peor momento de credibilidad social y no pueden erigirse en fiscales de la sociedad –imaginario que sí habían logrado construir en los años noventa- optan por elaborar un discurso anarco-libertario lacerante con la única intención de romper las relaciones identitarias entre mayorías y liderazgos políticos e, incluso, atacar la autoestima nacional con la intención de quebrar los lazos colectivos.
El impacto de la pandemia impide ponderar a un gobierno que salió a atajar penales mal cobrados.
A esta doble desilusión de los sectores medios, hay que sumar un fenómeno relativamente nuevo que es el enfriamiento de las pasiones hacia el interior de las filas del peronismo. Pandemia mediante, por supuesto, pero también consecuencia de la propuesta de “refrigeración política” realizada por el presidente Fernández, ya sea con su forma de enunciación discursiva y su particular intervención en los medios de comunicación como en la búsqueda de acuerdos y consensos para las acciones públicas. Con esa táctica comunicacional, acertada o no se verá con el correr de las elecciones, el gobierno queda embretado entre la furibundia de la oposición “auto-desilusionada” que ataca al oficialismo constantemente con posturas desquiciantes y contradictorias para no reconocer su propio fracaso y la tibia desorientación de sus defensores, que acostumbrados a la intensidad del kirchnerismo hasta el 2019, no comprenden porque el gobierno no acomete contra las críticas de sus adversarios políticos.
La época de las pasiones infelices
El sociólogo Francois Dubet en su reciente libro La época de las pasiones tristes pone el acento en un fenómeno que observa en Francia y en Europa y que puede trasladarse parcialmente a la realidad argentina de las grandes urbes. Dubet sostiene que superada la etapa de las grandes utopías, de la confrontación política por las grandes desigualdades sociales –la gran bandera del socialismo e incluso de los “populismos” (categoría que sigo aborreciendo para las experiencias latinoamericanas)- lo que resta, entonces, son las disputas miserables por las pequeñas desigualdades. Eso genera, según el intelectual, un concierto de mezquindades por las ventajas individuales o de envidias por las mejoras de algunas minorías. El resultado ya no es un enfrentamiento político de clases sino una competencia recelosa entre subclases que, finalmente, unta la acción pública con una pátina de “tristeza”.
A riesgo de cometer una de esas traiciones que tan bien ha denunciado el escritor Italo Calvino, prefiero traducir el término “tristes” como “infelices”. Sería en la Argentina la época de las pasiones infelices. Primero, porque nada puede provocar felicidad si nace de la envidia, del resentimiento, del odio social. Segundo porque quien elabora los discursos de reprobación de las pequeñas desigualdades o ventajas no puede ser feliz personalmente. Tercero porque la cualidad de los reclamos es infeliz en sí mismo. Infeliz es el resentimiento de quien critica la pequeña ventaja de los planes sociales que reciben los sectores más perjudicados de la sociedad, infeliz es el rencor de quien critica vía el racismo social las pautas culturales de los sectores populares, infeliz es la demanda de quien dirige su bronca hacia el empleado público que pudo sortear la pandemia con el teletrabajo en vez de reclamar al empresario privado que otorgue esas mismas facilidades, infeliz es la protesta de quien desde un lugar social de privilegio cuestiona la políticas de género que apuestan a la equiparación de derechos. Infelicidad incomprensible de quien teniendo algunas ventajas odia a quien no las tiene.
¿Qué significa volver mejores?
Por supuesto que la atención de las pequeñas desigualdades, de la resolución de las problemáticas de las minorías no hace mejor a un movimiento acostumbrado a “trabajar sin cesar para que reine en el pueblo el amor y la igualdad”. Pero sí cierra el flanco de las críticas que podrían llegar desde los sectores progresistas. Por supuesto que el reequilibramiento del sistema político tampoco hace per se que el peronismo vuelva mejor. Y tampoco el monumental esfuerzo que hizo el gobierno nacional, incluyendo el plan de vacunación, para que la pandemia del coronavirus no generara situaciones de crisis sanitarias y un aumento de muertos producto de una crisis montada sobre otra crisis. Y es obvio que el impacto económico que generó la pandemia hace imposible la ponderación de las acciones públicas de un gobierno que debió salir a atajar penales mal cobrados.
Un último apartado merece la cuestión del reequilibrio en el sistema político. Esta maniobra demanda varias cuestiones para su realización: a) ese reequilibrio requiere descartar a los sectores desquiciados de la derecha política; b) un pacto tácito de convivencia entre los adversarios políticos que marque nuevamente las reglas de juego en términos democráticos; c) una profesionalización de la política y por ende una reclusión de esa acción en las elites intervinientes en el sistema; y d) un nivel de asociatividad entre política y grupos hegemónicos que -hasta ahora- no pareciera posible.
Todo acuerdo entre partes exige renuncias. La gran incógnita es qué estrategia política abrazará el kirchnerismo, que tantas pasiones despertó y aún despierta y que siempre se presentó como un actor contrahegemónico: ¿aplazará su vocación contrahegemónica o intentará un enlace hegemónico vía asociatividad? La pregunta y su respuesta no pueden ser ni moral ni estética ni ideológica sino estrictamente política en el sentido de administración del poder y para qué se quiere esa administración.
Quien escribe esta nota cree que, a pesar de sus monstruos, siempre son mejores los sueños de la razón a la administración de las pasiones “infelices”. Pero comprende que la respuesta a la pregunta: ¿volvimos mejores? Solo la pueden responder las mayorías en las elecciones.
*Publicado en la edición 52 de Contraeditorial