El pasado domingo el diario La Nación publicó La discordia histórica entre la clase media y la “patria choriplanera”; un artículo escrito por el filósofo Marcelo Gioffré que sirve, a la vez, como una moneda y sus dos caras, para apilar otro ladrillo sobre el altísimo umbral que crearon para separar, excluir y estigmatizar y, también, para evidenciar que quienes ponen el huevo son, siempre, los primeros que cacarean. El autor del artículo es un filósofo argentino que cita, sin ponerse colorado, el cuento Cabecita negra, de Germán Rozenmacher, y a su personaje principal, Linari, a quien utiliza como ejemplo de lo que Gioffré supone un sentimiento generalizado y una forma hegemónica y acertada de ver a la Argentina. A la vez, quizá con ironía y siguiendo la lógica de su desprecio, cita a Raymond Aron.
Pero una imagen vale más que mil palabras y, sobre todo, que las palabras escritas por Gioffré. El artículo está ilustrado por el uruguayo Alfredo Sábat con una imagen que pinta, a primeras y sin preámbulos, la forma en la que no solo Sábat, ni Gioffré, ni el diario La Nación ven a la Argentina sino, peor aún, la forma de la que quieren convencer, si no lo han hecho aún, a buena parte de la población. Un maniquí blanco mira hacia la izquierda, con una pieza de sushi sobre la cabeza, un maniquí oscuro mira hacia la derecha, con un choripán sobre su cabeza y, en el medio, la bandera argentina. Los maniquíes están de espaldas, de la misma manera que lo está el diario que lo publica y el respeto a los y las argentinas. Los preconceptos que usó Sábat para ilustrar y Gioffré para escribir no se condicen con la realidad: desde 2002 a 2012, durante la época kirchnerista que el autor culpa y critica y sobre la que hace blanco para disparar, la clase media argentina se duplicó. El informe fue realizado por el Banco Mundial y, a diferencia de las coloridas ilustraciones y peyorativas palabras de La Nación, se puede chequear. Gioffré escribe sobre la clase media y luego posa con el ex presidente Mauricio Macri que desplazó en tan solo cuatro años a más de tres millones de argentinos de la ansiada y respetable clase media. Es así: a veces no hay fuego sino tan solo olor al humo que venden. Y, como dijo Facundo Cabral: esos tipos venden la televisión para comprar la videocasetera.
“¿Cómo puede ser que el Estado, con sus fuerzas represoras, se ponga del lado del haragán y castigue al hombre honrado que trabaja?”, se pregunta Gioffré. Luego, en el mismo párrafo, justifica a una clase media que, bajo la pérdida de confianza en el país, se sintió más tentada a mandar sus ahorros afuera que de invertir aquí lo que ganaba. Seguramente olvidó agregar la palabra “aquí”, al final de la oración, o quizá fue error del editor aunque, saldadas las diferencias semánticas y éticas, los interrogantes son múltiples: ¿De dónde proviene la certeza de Gioffré de que quien no trabaja es un haragán? ¿Desde cuándo todo hombre que trabaja es honrado? Más aun ¿En qué país reside esa clase media que deposita sus ahorros en el extranjero si, según él mismo, la clase media de argentina es diminuta? Y ¿con qué derecho Gioffré habla y defiende a la clase media argentina y a todos los que la conforman y, en la misma línea, dónde consigue Gioffré el desprecio tan exacerbado para referirse a la clase baja que es, también, trabajadora? ¿Lo compra o se lo regalan? Gioffré es clasista y discriminatorio aunque quizá lo ignora. No se alarmen las y los lectores: si el apellido Gioffré aparece repetidamente en este párrafo es porque no deberíamos olvidarlo: Gioffré se cree un intelectual, pero es un vociferador mal intencionado. Y eso es peligroso.
El autor sigue y dice que los populismos operan sobre los resentimientos y odios recíprocos fermentados. Pero fue la derecha argentina, de la mano de González Fraga, la que dijo que el kirchnerismo le hizo creer a un empleado medio que su sueldo medio servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior. Y que eso, claro, no era real. Si los principales dirigentes de la derecha construyeron resentimientos y odios no significa, claro está, que eso sea recíproco. Mientras unos tratan de avanzar, otros quieren hacerlos retroceder o, aprovechando la desfachatez de Gioffré: mientras unos quieren comer sushi, otros sólo le ofrecen choripanes. Al final el Indio Solari tiene razón: cuanto más alto trepa el monito, el culo más se le ve.
“Es muy penoso pensar que, aun en una eventual Argentina con abundante oferta laboral, muchos de esos ciudadanos podrían ser impermeables a asumir el desafío de la dignidad, la utopía de la movilidad social ascendente, porque desconfían del mercado, del vocablo privado y de todos los Lanari de la vida, a los que detestan y llaman oligarcas. Sus almas han sido secuestradas”, escribió Gioffré. ¿Cómo no llamar oligarca a quien oprime para ensanchar sus ganancias y luego, las fuga al exterior? ¿Cómo no desconfiar de quien acciona de esa manera? ¿Cómo dar por cierta la supuesta impermeabilidad ante el trabajo cuando las cifras de desocupación van en baja sin interrupciones? El autor continúa. Y no escatima: vagos irrecuperables, ciudadanos vampirizados. El artículo publicado por el diario La Nación no es sino un acto desvergonzado y altanero, una vieja forma, ahora ilustrada, para seguir dando golpes. Ya lo sabemos: en algunas grietas se cae, en otras se fallece. Alguna vez lo dijo Eva Duarte de Perón: “Aquí no necesitamos muchas inteligencias sino muchos corazones”.