La primera vez en mi vida que usé barbijo no fue por el Covid, sino para atravesar junto a Gustavo Cirelli una muy espesa nube de gases lacrimógenos que flotaba sobre el centro porteño la tarde del 20 de diciembre de 2001.
Algunas horas después, mientras escribíamos la crónica agitada de la jornada para la revista Noticias, donde trabajábamos entonces, Fernando de la Rúa era literalmente arrojado como una bolsa de papas al interior del helicóptero que lo sacó de la Casa Rosada para depositarlo, sin pena ni gloria, en un estante que la historia reserva a lo imposible de explicar.
El piloto nunca posó la nave sobre el techo del viejo edificio. Las aspas no dejaron de girar por eso, para mantenerlo en vuelo. La Casa Militar temía que se viniera todo abajo, de verdad. Que el derrumbe político e institucional que la Argentina vivía por aquellas horas, se volviera también material. Por si algo faltaba, el nada ortodoxo lanzamiento del jefe de Estado por los aires fue la escena final, la caída del telón a un gobierno que no fue otra cosa más que una caricatura de gobierno, dibujada con sangre.

Ese día, con 31 años de edad, al ver que un presidente que parecía escapado de una joda de Showmatch, el programa de Marcelo Tinelli, había decretado un estado de sitio que acabó con casi cuatro decenas de muertos, descubrí que la línea que separa lo banal de lo trágico a veces ni siquiera es delgada, directamente no existe.
A veinte años de aquellos episodios, sigue siendo un enigma político para mí saber cómo fue posible que, al finalizar el 2015, retornaran durante los cuatro años macristas las mismas políticas neoliberales, la lógica del ajuste salvaje, y casi los mismos personajes que nos hundieron en el abismo del 2001.
En el techo con De la Rúa, bajo las aspas del helicóptero, estaba Hernán Lombardi, que volvió como si nada con Mauricio Macri 15 años más tarde. Como volvieron Patricia Bullrich, Ricardo López Murphy, Oscar Aguad, Federico Sturzenegger, Nicolás Dujovne, Miguel de Godoy, Gerardo Morales y Horacio Rodríguez Larreta, por citar a unos pocos personajes de los más conocidos, y todo el radicalismo de derecha. En las segundas líneas de Juntos por el Cambio están todos y todas.
Néstor Kirchner le devolvió a la gente lo que el neoliberalismo le había robado: su autoestima.
La única que salió de cuadro para no regresar a la política activa después del 2001 fue Cecilia Felgueras, que ahora es CEO de “Casta Diva”, una productora dedicada a la filmación de publicidades para empresas multinacionales como Colgate y otras “corpos” similares.
Volviendo al 2001, en las afueras del Palacio, las imágenes que recuerdo eran de multitudes, a veces avanzando, otras retrocediendo, sobre calles alfombradas de piedras de todos los tamaños, que querían llegar hasta la Plaza de Mayo, mientras soportaban la represión de policías federales con y sin uniforme, que tiraban con munición de plomo y de goma sobre cualquier tumulto, de los tanto que se armaban en cada esquina, en cada bocacalle de un centro en llamas.
Por la avenida de Mayo corrían los manifestantes hacia el Congreso de la Nación perseguidos por jaurías motorizadas de federales que descargaban sus perdigonadas y sus gases; y por la misma avenida, minutos más tarde y en sentido inverso, se replegaban esos mismos policías escapando de la furia de nuevas columnas cada vez más importantes en número y en disposición al combate, que a su vez eran atacadas en sus flancos por carros hidrantes que arremetían como “los gurbos” de El Eternauta. Así, durante horas.

No se advertía organización y tampoco espontaneísmo atolondrado. Tal vez por la experiencia acumulada en décadas de resistencia, la gente actuaba sin saber qué hacer y acertaba sin proponérselo. Las barricadas eran improvisadas, en general lo son. Entre los más intrépidos, los jóvenes se destacaban en todas las esquinas. Todos en cuero.
La del 19 y 20 de diciembre fue una verdadera revuelta popular, un auténtico levantamiento contra una década dominada por el posibilismo cultural, la exclusión social y la impunidad del genocidio, donde el estallido económico fue la consecuencia, pero no la causa.
Lo que terminó en esas jornadas fue un ciclo político con tres gobiernos consecutivos –dos de Menem y uno de la De la Rúa- que, es verdad, aplicaron un mismo programa económico, el de la Convertibilidad que patentó Domingo Felipe Cavallo -el ministro de economía y finanzas de las tres administraciones-donde a un peso argentino se le atribuía el valor de un dólar estadounidense, y a los diarios, y a los consultores, y a los bancos, y a las empresas, y a las capas medias, y al FMI y a los Estados Unidos les pareció que eso podía ser razonablemente cierto.
El prólogo a la hecatombe cocinada en cámara lenta. Finalmente, cuando ya no quedaba patrimonio público por rematar, todo explotó en cacerolazos, saqueos de comercios y una represión inusitada que no hizo más que acelerar la caída de De la Rúa, de la Alianza y de un modelo basado en los principios del Consenso de Washington.
El país amaneció así, dolorosamente, a su desgracia colectiva.
Como hongos tras el diluvio, brotaron entonces asambleas ciudadanas en las esquinas, algunas multitudinarias, donde la gente se reunía a preguntarse qué cosa los había narcotizado durante tanto tiempo para no darse cuenta, para no haber visto lo que se venía.

Asomaban de ese modo a una verdad cruda donde el peso y el dólar ya no valdrían lo mismo, y la verdad del salario se medía en Patacones y Lecops, las tristemente célebres “cuasimonedas” de lo que podía llamarse un “cuasipaís”, porque de país en serio quedaba más bien poco.
Los cartoneros se habían vuelto visibles por primera vez en años, y sus existencias fatigosas y miserables despertaban curiosidad y hasta admiración entre los sectores recién arribados al paisaje de la exclusión, como los miles de “ahorristas acorralados” que liderados por Nito Artaza y Perico Pérez gastaban las calles protestando contra los bancos y el sistema financiero local e internacional.
Los maoístas del Partido Comunista Revolucionario tenían voz y voto en las asambleas vecinales del barrio de Belgrano. Los obreros tomaban las fábricas ante la cobarde huida de sus patrones y los canales de TV tomaban partido por los obreros. La izquierda trotskista planteaba que la revolución permanente había llegado, esta vez para siempre.
Buenos Aires se convirtió durante un par de años en la tierra prometida de intelectuales de todo el mundo, que llegaban fascinados a comprobar con sus propios ojos cómo era eso del pos-neoliberalismo, y la existencia de audiencias dispuestas a escuchar con atención litúrgica sus tesis anti-sistemas.
Los libros de Naomí Klein, Toni Negri y John Holloway pasaban de mano en mano. Nadie entendía bien qué pasaba, pero todos querían saberlo. Los nuevos best-sellers eran los libros de historia. Barbados sociólogos y filósofos recuperaron por un tiempo el papel de sabios de la tribu, desplazando a los Melconian de todas las épocas.
Después de varios años, el desorden dejó de ser temido y hasta llegó a ser visualizado como la oportunidad de crear un orden nuevo, donde todo era posible, incluso que Luis Zamora fuera presidente. Si hasta Racing salió campeón después de 35 años.

Políticos expertos en hablar el lenguaje de las corporaciones hicieron un curso acelerado de memoria emotiva para recordar que habían sido guerrilleros urbanos en su juventud, o simpatizantes de la guerrilla, o al menos adolescentes que en su cuarto colgaron un afiche de Salvador Allende cuando el chileno hablaba de la vía pacífica al socialismo.
Tres días después de que De la Rúa volara hacia el ostracismo, el mismo Congreso de la Nación que había funcionado durante los últimos años como risueña escribanía del FMI aplaudió de pie, con un fervor patriótico hasta entonces desconocido, la oficialización del default cavallista a cargo del sorprendente Adolfo Rodríquez Saá.
En un mes hubo cinco presidentes, hasta que la Asamblea Legislativa encontró en el bonaerense Eduardo Duhalde a un buen piloto de tormentas, apoyado por el clero. Lo que las urnas le habían negado en su momento, crisis mediante, le llegó por la Ley de Acefalía.
Pero Duhalde, que maniobró con relativo éxito al comienzo de su gestión, carecía de la sensibilidad política necesaria para comprender que los movimientos sociales, también llamados piqueteros, eran una realidad producto de la exclusión económica y no un problema de desorden callejero.
Con los asesinatos en la masacre del Puente Pueyrredón de Maxi Kosteki y Darío Santillán, militantes de los movimientos de desocupados, Duhalde agotó el crédito que una sociedad lacerada por la crisis le había extendido en la esperanza de saberse escuchada en el corto plazo. Antes de irse, el bonaerense buscó una delfín. No quiso Carlos Reutemann porque vio cosas. No movió el amperímetro José Manuel De la Sota. Entonces, en vez de delfín, apareció un pingüino.
Un flaco del sur que nadie vio venir, santacruceño, desconocido y de apellido impronunciable. Néstor Kirchner llegó al poder con menos votos que Arturo Illía y con más desocupados, porcentualmente hablando, que sufragios obtenidos, y sin el balotaje que Carlos Menem le negó para debilitarlo aún más frente al poder real.
Cuatro años después, Néstor Kirchner le entregaba el bastón presidencial a Cristina Kirchner, con el 45 por ciento de los votos.
En el medio bajó los cuadros de los genocidas del Colegio Militar, abrió la ESMA a las víctimas del Terrorismo de Estado, dejó de reprimir la protesta social, reestructuró la deuda externa, le pagó al FMI y se sacó de encima las auditorias permanente del artículo IV, le dijo “no al ALCA” y, lo principal, le devolvió a la gente lo que el neoliberalismo le había robado: su autoestima.
Que es lo mismo que decir el alma o la vida.
Lo demás es historia conocida.
*Publicado en la edición 54 de Contraeditorial