En uno de esos “shocks” de realidad que cada tanto experimentan los grandes medios de comunicación y sus audiencias, lo sucedido recientemente con M. puso en primer plano todas las vulneraciones que se interceptan en la existencia de quienes viven en la calle. El caso de esta niña de Villa Lugano, quien estuvo desaparecida por tres días y fue hallada junto a su supuesto captor, expone –mientras dure la atención– cómo las infancias sin techo padecen un combo de desamparos donde todos los derechos esenciales se vuelven carencias silenciadas.
Pero ya que, enhorabuena, la opinión pública y política posó su sensibilidad sobre estas poblaciones, podemos pensar en un grupo, no excluyente de otros, que también sufre con énfasis la cadena de privaciones de la vida en la calle: las personas adictas a las drogas. En especial, al paco, que es la droga de los que menos tienen.
La madre de M., en una entrevista con Gastón Pauls en Crónica TV, se refirió a este consumo. Habló de un uso de larga data y con picos de intensidad. Pero también habló de vivir en la calle: “Lo principal que necesito es una casa. Si tengo una casa, la pasta base queda afuera”, sostuvo. Por supuesto, hubo quienes se dedicaron a juzgarla, pero poco dijeron sobre cómo piensan tratar la adicción de alguien mientras duerme en la vía pública.
En 2016, se publicó el libro El Paco, un exhaustivo informe, que no perdió nada de vigencia, sobre consumo de pasta base en el cinturón sur de la ciudad de Buenos Aires. Fue impulsado por el Consejo de la Magistratura porteña y los curas villeros –un grupo de religiosos muy cercanos al Papa Francisco–, y lo llevó adelante en el territorio un equipo multidisciplinario encabezado por el juez Andrés Gallardo.
El trabajo incluye testimonios de primera mano donde, entre muchas otras cuestiones anudadas, queda en claro que las mujeres están particularmente expuestas. “En la calle pasan un montón de cosas. Si no te jode la policía, te joden los tipos porque sos mujer. Son todos ‘violines’, están esperando a que te caigas al piso para bajarte los pantalones. Si te dormís, perdiste”. El relato –crudo, sin vueltas– es de Melisa, una joven que fue alojada en un parador de General Rodríguez que integra la red de los Hogares de Cristo, los centros barriales a cargo de los curas villeros.
Otra voz es la de Brenda, desde uno de estos paradores ubicado en el barrio Zabaleta: “La vida en la calle es complicada. Es diferente cuando una mujer está en consumo, porque una a veces hace cosas para tener plata que el hombre no hace. Siempre hay alguien que va en la noche y algo te quiere hacer, porque vos valés 10 pesos, 5 pesos”.
En definitiva, la llamada “situación de calle” –que es una “situación” porque puede cambiar pero no por eso es menos constante– funciona como una variable que intercepta y potencia a las demás vulneraciones. En algunos casos, será un resultado, y en otros, una causa, pero en todos es la gran condición de posibilidad. Y así también pasa con las personas que consumen paco.
El informe que presentó Gallardo –del que participaron funcionarios judiciales, médicos, psicólogos y sociólogos– explica que “los usuarios de paco que viven en las villas urbanas en situación de calle o de pasillo están en una condición especialmente compleja, que va mucho más allá del consumo problemático o de la adicción a la sustancia, y que se vincula esencialmente a la marginalidad”. Por eso, “la recuperación no puede limitarse a los efectos de la droga, y tiene que atacar fundamentalmente la situación de calle y las consecuencias de la exclusión social, que requiere de un abordaje especial”.
Uno de los efectos de la vida sin techo es que, al tiempo que genera enormes carencias, bloquea el acceso a dispositivos estatales de contención que incluyen a estas personas pero que muchas veces no tienen en cuenta las propias características de esa población. El libro El Paco describe las enormes dificultades de quienes están bajo esta condición a la hora de sostener tratamientos terapéuticos de rehabilitación, que resultan ineficaces si no atienden la particularidad de niños, niñas, adolescentes y adultos que no poseen recursos ni redes de contención. “Te medican el cuerpo pero tu cabeza sigue normal. Es impresionante como quedás inmovilizado por la dosis, casi no podes hablar, te sentís muy denso, pesado, pero tu cabeza va al ritmo de la vida que vos llevás”, contaba Melisa.
El estallido del paco es otra de las herencias malditas de 2001. Ese año no solo trajo consigo una espiral de desempleo, piquetes, decadencia política y represión institucional. También significó el desembarco masivo de esta droga envenenada, tan adictiva y barata como nociva para la salud física y mental. Desde entonces, nunca dejó de crecer, como una mancha en los pulmones de los sectores más vulnerables de la Argentina. Y lo hizo a la vista de quien quisiera ver, pero sin generar mayor interés ni reacción, salvo cuando los enfermos que padecen esta adicción cruzan la frontera de la marginalidad y se vuelven una amenaza. En esos casos, sí aparece el rostro estatal, pero bajo la forma de las fuerzas de seguridad, la condena judicial y el encierro.
Aquel trabajo del juez Gallardo y los curas villeros, además de un diagnóstico, incluía una propuesta legislativa para el macrismo porteño: un proyecto de ley para crear en la Ciudad “una instancia jurisdiccional especializada, que permita a los afectados y a sus familiares o allegados acceder a la justicia”. Desde tramitar un DNI hasta obtener asistencia médica y buscar una solución habitacional. Ese “Tribunal Territorial de Alta Complejidad” sería parte del fuero Contencioso, pero con sede en las propias barriadas.
Claro que nada de eso prosperó ni encontró eco en el gobierno de Horacio Rodríguez Larreta, aunque la necesidad de una herramienta de este tipo sigue siendo evidente y urgente. Como dijo Melisa: “No me estoy rehabilitando de la droga; me estoy rehabilitando de la droga, del alcohol, de la delincuencia, de la prostitución, de las pastillas, de la situación de calle”.