La estampa de aquel hombre posee una leve semejanza con la del inolvidable Jorge Porcel, pero su expresión facial no es tan pícara. Y menos aún cuando se exhibió por zoom ante un selecto grupo de masones al consagrarse, a fines de noviembre, como Gran Maestre local por un período de tres años.
Cabe destacar que, a raíz de las medidas preventivas ante la pandemia de Covid-19, su elección fue a través del voto electrónico. Una extravagancia modernista, puesto que la Gran Logia de la Argentina de Libres y Aceptados Masones –fundada en 1857 por José Roque Pérez– es fruto de una tradición organizativa que se remonta al siglo XVIII, cuyas contribuciones filosóficas y doctrinarias a la Revolución Francesa no fueron menores, dado que aportaron cuadros como Voltaire y Jean Jaques Rousseau. Ya durante el siguiente siglo, la masonería tuvo un rol crucial en las guerras de independencia americanas solo por el hecho de que entre sus integrantes hubiera figuras como Francisco de Miranda, Simón Bolívar y José de San Martín.

Ahora, su flamante Gran Maestre proclamaba por zoom: “A partir del momento en que me haga cargo de mis funciones, seré el responsable de guiar los pasos de todos los integrantes de esta señera y augusta institución bajo los principios universales de Libertad, Igualdad y Fraternidad”.
Era notable escuchar en sus labios estos tres últimos vocablos. Porque ese sujeto, un ingeniero informático de 42 años, fue en realidad un alfil de la demagogia punitiva. Se trata de Pablo Lázaro, el ex titular de la Dirección de Investigaciones del Ciberdelito del Ministerio de Seguridad bajo la gestión de Patricia Bullrich. Vueltas de la vida.
Operación Mamushka
El debut de Lázaro en las filas del Estado ocurrió en marzo de 2018, luego de que una resolución firmada por Bullrich dispusiera la creación de esa área en el ámbito ministerial.
Pablo Lázaro, el flamante Gran Maestre de los masones argentinos, fue el director de Investigaciones del Ciberdelito de Patricia Bullrich.
Hasta entonces, el patrullaje cibernético –algo muy afín a la naturaleza del régimen macrista– dependía exclusivamente de unidades pertenecientes a la Policía Federal y a la Metropolitana, no siendo sus logros en la materia un motivo de jactancia. Los casos más resonantes fueron–en marzo de 2016– el arresto de una mujer con facultades mentales alteradas que había amenazado por Twitter a la pequeña hija del entonces presidente, y –en julio de aquel año– el procesamiento de dos adolescentes por postear, en la misma red social, inquietantes frases escritas en árabe contra el gobierno. Pero –ya en 2017– a la ministra le causó un gran disgusto el hackeo múltiple al sistema informático de la cartera bajo su mando, a su propio correo electrónico y a su cuenta de Twitter. Los responsables resultaron ser –según una tortuosa pesquisa policial difundida luego con bombos y platillos– otros dos muchachos traviesos.
De modo que Lázaro fue el elegido por Bullrich para ordenar el asunto.

Pero mientras se aclimataba al cargo, el gobierno supo sufrir –el 18 de mayo de 2018– un ataque informático masivo. Claro que en tal ocasión sus autores no eran pibes de barrio. El hecho en sí jamás fue esclarecido, aunque aún hoy hay quienes sostienen una hipótesis que relaciona dicho episodio con otra historia no menos rocambolesca: el caso de las “narcovalijas rusas”.
Lo cierto es que el “Gordo Pablo” –como todos llaman a Lázaro en el palacete masónico de la calle Juan Domingo Perón al 1200– jamás se imaginó inmerso en una historia de tamaño calibre.
Lázaro hizo su ingreso – poco triunfal – al Ministerio de Seguridad en medio del escándalo de las “narcovalijas rusas”.
El primer signo de esta trama data del 13 de diciembre de 2016, cuando el embajador ruso en Argentina, Viktor Koronelli, acudió con gran premura al búnker de Bullrich en la calle Gelly y Obes. Lo escoltaba un tipo enorme con mirada torva. Y por todo saludo, dijo: “Tenemos una sorpresa”. Se refería al hallazgo de 32 valijas con cocaína –un total de 382 kilos– en un depósito de la delegación ubicado en la calle Posadas 1656.

Las valijas habían sido dejadas allí por el ex agregado administrativo, Ali Abyanov, quien había vuelto a Moscú, y permanecía allí a la espera de su nuevo destino. Se suponía que tales valijas le serían enviadas cuando aquello sucediera. En realidad el diplomático era vigilado por el Servicio Federal de Seguridad (FSB) de la Federación Rusa. La conexión local del asunto –según le fue explicado a Bullrich– estaba compuesta por un mecánico y un oficial de la Metropolitana (después absorbido por la Policía de la Ciudad), ambos de origen ruso. Y el jefe de la banda, apodado “Señor K”, era un moscovita que hacía negocios en Europa. Ellos también estaban bajo el radar del FSB.
Lo ocurrido era para la ministra un regalo caído del cielo. En un abrir y cerrar de ojos empezó a trazar estrategias con una ansiedad casi canina. Pero el acompañante del embajador la frenó de cuajo. “Vamos a hacer las cosas a nuestra manera”, dijo con acento eslavo. Entonces descerrajó una instrucción: reemplazar la cocaína por harina, y dejar las valijas como si nadie las hubiera tocado. Bullrich acató tal instrucción de mala gana.
Una metida de pata de Bullrich impidió la detención del jefe de la banda y generó un entredicho diplomático entre Rusia y la Argentina.
Es ahí donde Gendarmería –la fuerza asignada por ella para intervenir en el asunto– efectuó su invalorable aporte a la pesquisa: comprar con rapidez los 382 kilos de harina en el Mercado Central, y sin que nada fallara.
Así se inició aquella operación de entrega controlada. Un largo proceso que se prolongaría por casi 12 meses.
Al final para concretar el envío de las valijas a Moscú, se les presentó a los traficantes la posibilidad de aprovechar el avión que traería en visita oficial al secretario de Seguridad de la Federación Rusa, Nicolai Patrushev.
El rol de la Gendarmería fue comprar – eso sí, con rapidez – los 382 kilos de harina con la que reemplazaron la cocaína.
En rigor, ese viaje era una tapadera a tal fin. La harina fue debidamente embarcada en la bodega del Túpolev TU-154, y llegó a destino en la mañana del 10 de diciembre de 2017. Tres de los implicados fueron detenidos en los dos países (el efectivo de la mazorca porteña, el mecánico y el diplomático). Pero aún faltaba el Señor K. Por tal razón, la ministra debía guardar silencio.
No obstante, fiel a su temperamento, terminó adjudicándose tal hazaña internacional durante una conferencia de prensa. De manera que el caso de las narcovalijas rusas saltó a la luz pública en febrero de 2018.
Esa metida de pata frustró definitivamente la posibilidad de dar con el Señor K, causando un silencioso entredicho diplomático entre los dos países.
En medio de aquellas circunstancias, se produjo el ingreso de Lázaro al Ministerio de Seguridad. El destino parecía sonreírle. Pero no fue así.

Unas semanas después se produjo el ataque informático masivo.
Anochecía el tercer viernes de mayo cuando un colaborador entró a su despacho sin golpear la puerta. Y soltó de corrido lo que acababa de ocurrir.
El masón únicamente atinó a palidecer.
La embestida cibernética abarcó absolutamente todos los servidores del ministerio, también los de Gendarmería, Prefectura y la Policía Aeroportuaria.
Entonces Lázaro quiso saber si el ataque cibernético pudo ser repelido por los sistemas de seguridad de esos organismos.
La respuesta fue negativa.
El director de Ciberdelito no tardó en comunicarle la infausta novedad a la ministra, cuya reacción fue un tenso silencio.
Luego, el macrismo sufrió un ataque informático en los servidores del Ministerio de Seguridad, Gendarmería, Prefectura y Policía Aeroportuaria.
Luego dijo: “De esto, por ahora, ni una palabra a los medios”.
Días después el equipo técnico del futuro Gran Maestre supo consumar un avance investigativo: el ataque provenía de una dirección IP localizada en algún lugar de la Federación Rusa.
A Bullrich enseguida le vino a la mente el affaire de las narcovalijas.
Espionaje 2.0
Los ataques a los servidores del ministerio y a los de sus fuerzas policiales se prolongaron hasta el 24 de mayo, sin que los expertos a las órdenes de Lázaro pudieran repelerlos. La situación fue muy crítica. Porque el móvil de aquellos hackeos era extraer información sensible de los organismos atacados, además de hacerse del control de sus servidores y redes. Un objetivo que lograron.
En principio, intentaron armar una hipótesis conspirativa que vinculara a la Federación Rusa en el ataque cibernético. Pero fracasaron.
Por lo pronto, el hecho había sido judicializado en el juzgado federal de Sebastián Casanello, quien, con un taimado sentido común, lo delegó al fiscal Carlos Stornelli. Una garantía de seriedad.
En esa época alguien convenció a Bullrich de que el FSB suele usar un programa muy agresivo de espionaje cibernético llamado “Planeta”, aquipado por los softwares más sofisticados del mundo. Su objetivo: recopilar de modo clandestino datos secretos de todo tipo, ya sea estatales o privados.
Se sabe que en el convencimiento de la ministra al respecto incidió de modo categórico un informe de Cambridge Analytica. Era la compañía inglesa que había trabajado en la campaña presidencial de Mauricio Macri, en 2015, para favorecerlo con la manipulación delictiva de la Big Data, entre muchos otros trabajos sucios para diversos candidatos. Sus directivos en Argentina no dejaban de insistir con la hipótesis rusa.

Pero Lázaro se mostraba muy escéptico.
Finalmente pudo determinarse que, con excepción del primer ataque, los otros provenían de direcciones IP situadas en Francia, Colombia, Paquistán, la India y Alemania. Tal multiplicidad de orígenes opacó irremediablemente la creencia conspirativa que apuntaba sobre la Federación Rusa.
La pesquisa quedó así estancada en un punto muerto. Y con lentitud, el caso terminó sepultado en un reparador olvido.
Pero eso no preservó al pobre Lázaro –y menos aún a su jefa– de otras pesadillas cibernéticas.
Otra de las batallas perdidas por el nuevo líder masón fue después de las PASO cuando hackearon los dispositivos electrónicos de Patricia Bullrich y los sistemas informáticos de la policía porteña, la Federal y la Prefectura.
Su última batalla perdida fue luego de las PASO. Su signo inicial: una fotografía de Bullrich que circuló en las redes sociales, donde luce despeinada, sin maquillaje, con anteojos rojos y rodeada de juguetes, mientras habla por teléfono. Aquella imagen posee un epígrafe: “Te estamos observando”. Fue cuando argumentó que ese smartphone era en realidad el que usaba su nieto para entretenerse con los jueguitos. Todos sus dispositivos electrónicos habían sido hackeados. El ataque también abarcó los sistemas informáticos de la Policía federal, la Policía de la Ciudad y la Prefectura.
Y ante el impotente asombro de Lázaro, aquella filtración –que pasó a la historia como La Gorra Leaks 2.0– subió en la Deep Web (Internet Profunda) unos 700 gigabytes con archivos –reservados, en su mayoría– de esas fuerzas de seguridad. Otro ataque cibernético que nadie pudo evitar ni esclarecer.
A mediados de diciembre, ya con Alberto Fernández en la Casa Rosada, al ingeniero Lázaro se lo vio salir del edificio de la calle Gelly Obes con una enorme caja de cartón entre los brazos. Llevaba allí sus pertenencias. Tal vez entonces haya respirado con alivio.
Ahora, el poder masónico es su revancha.