Es imposible no evocar esa imagen televisiva de 2018, donde, notablemente entonada al salir de un restaurante, la entonces ministra de Seguridad, Patricia Bullrich proclama: “¡El que quiera andar armado que ande armado! Este es un país libre”. Resumía así su beneplácito hacia la justicia por mano propia.
Pasarían dos años y medio para que el diputado macrista por Neuquén, Francisco Sánchez, retomara esa idea, al admitir que trabaja en un proyecto de ley para flexibilizar la portación de armas “en manos de ciudadanos decentes –aclaró– como una forma de hacer frente a la inseguridad”.
Tal iniciativa hizo que por primera vez los medios nacionales repararan en semejante personaje, quien en su cuenta de Twitter se presenta únicamente con tres palabras: “Dios, Patria y Hogar”. Toda una declaración de principios.
Sánchez está a favor de la pena de muerte y dice que la Ley Micaela es un “adoctrinamiento marxista”.
Pero otros tópicos de su existencia han sido injustamente soslayados, como una denuncia en su contra ante el INADI por denostar la Ley Micaela (que reglamenta la capacitación de género para funcionarios del Estado), al considerarla una forma de “adoctrinamiento marxista”. Sí; ese es su lenguaje.
El tipo también está en contra del aborto y a favor de la pena de muerte. En fin, nada que lo destaque entre otros cavernícolas, con la salvedad de su fanatismo por una añeja entidad norteamericana: la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus iniciales en inglés), cuyo objetivo es proteger la Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, que reconoce el derecho a la tenencia y portación de armas.
No hay sobremesa –dicen– en la que el diputado se prive de ponderar esta señera hermandad.

Al respecto, tampoco oculta su admiración hacia el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, porque –según sus palabras– “él quiere facilitar el acceso a las armas de los ciudadanos honestos”. Y agrega: “Lo mismo vamos a presentar nosotros en el Congreso, porque 30 años de garantismo solo han servido para desproteger a los trabajadores honestos que levantan este país”.
En eso se reduce el corpus teórico de este legislador. Claro que no deja de ser curioso que su escalofriante simpleza haya generado un debate sobre las virtudes y las contraindicaciones de la autoprotección armada. Un debate espasmódico, que, además, cabalga a través de un campo minado: depende del factor sorpresa y de algún estruendo que agite la impoluta conciencia –como repite Sánchez– del “ciudadano decente”.
Por quién doblan las alarmas
La última vez que el asunto estuvo al tope de las preocupaciones del espíritu público fue en julio del año pasado. Y con una historia que sacudió la forzada quietud de la cuarentena, sin que la prensa desaprovechara ningún detalle del dramático episodio protagonizado en Quilmes por Jorge Ríos, de 71 años: los tres asaltos consecutivos en su vivienda durante esa madrugada invernal, los vejámenes que en tales circunstancias padeció y su vertiginosa conversión de víctima a homicida, al perseguir y ejecutar a sangre fría al ladronzuelo Franco Moreyra, de 26 años –uno de sus cinco agresores– cuando ya no representaba un peligro para él.
El diputado del PRO va a presentar un proyecto para “facilitar el acceso a las armas a los ciudadanos honestos”.
Dos años antes había tenido lugar el sorpresivo fallo absolutorio de un jurado popular para Daniel Oyarzún, también conocido como el “Carnicero de Zárate”, quien en 2016 persiguió y atropelló a un pibe chorro en fuga, antes de que una horda de vecinos terminara matándolo a patadas y puñetazos.
¿Acaso el veredicto de un tribunal con jueces profesionales hubiese sido distinto? Resultó significativo que entonces nadie haya reparado en el carácter grupal de aquel asesinato. Un olvido que escamotea otra clave del problema: la existencia, entre la “parte sana” de la población, del criminal espontáneo y colectivo; o sea, una subespecie del clásico “justiciero” que opera en soledad.
Lo cierto es que en esta trama confluyen ambas tipologías.
¿Habrá sido consciente de ello el defensor Ricardo Izquierdo? Porque al concluir su alegato, hizo con la mirada un travelling sobre los integrantes del jurado (12 ciudadanos comunes de ambos sexos, elegidos al azar), antes de advertirles: “Jamás se olviden de que Oyarzún es uno de ustedes”. Un genio.

Desde una perspectiva histórica, el precursor mundial de las ejecuciones civiles fue el célebre “Justiciero del Metro de Nueva York”. Influenciado –tal como lo confesaría después– por la película El vengador anónimo, donde Charles Bronson interpreta a un hombre alicaído por el asesinato de su esposa, que decide limpiar a balazos las calles de la Gran Manzana. Este individuo subió a un vagón en Manhattan para acribillar a cuatro jóvenes negros de porte sospechoso, ante la atónita mirada de 20 pasajeros. Corría la tarde del 22 de diciembre de 1984 y esa sombra letal acababa de adquirir estatura de mito. Su detención –ocho días más tarde– le aportaría rostro y apellido: era Bernhard Goetz, un ingeniero delgado, frágil y racista, que había sufrido un robo en 1981. El tipo fue condenado a sólo ocho meses de cárcel.
El primer émulo autóctono de Goetz tardó casi siete años en desatar su festín de plomo. Fue el ingeniero Horacio Santos, quien durante el ya remoto 16 de junio de 1990 persiguió en auto por el barrio de Devoto a dos pibes que le habían hurtado un pasacassette, hasta liquidarlos con cinco precisos balazos.
Cabe resaltar que aquel no era un tiempo signado por una alarmante tasa de delitos sangrientos. Aún así, en el imaginario social ya aleteaba el buitre de la inseguridad.
El 77 por ciento de los homicidios en ocasión de robo se produce debido a la resistencia armada de la víctima.
Desde entonces el ejercicio de la justicia por mano propia se multiplicó con “vengadores” provenientes de todos los estratos sociales; desde remiseros a empresarios, pasando por jubilados y hasta jueces (como el finado Claudio Bonadio, quien en 2001 mató con seis tiros por la espalda a dos malhechores).
Claro que ningún otro hecho del rubro fue, en lo mediático, comparable con el grave episodio vivido por el conductor radial Ángel Pedro Etchecopar. Le pudo pasar a cualquiera. Pero le tocó a ese hombre, el afamado “Baby”. Y fue su popularidad, anudada a la amenazante incursión de tres asaltantes en su hogar de San Isidro, lo que hizo de él un símbolo social, luego de que con su hijo adolescente se defendiera a tiro limpio. Uno de los intrusos murió de ocho balazos, el hijo recibió cuatro y Baby, tres. Entonces, la imprecisa “mayoría silenciosa” se puso en su lugar. Y teorizó hasta el cansancio sobre las ventajas de iniciar en una pequeña habitación un tiroteo entre cinco personas armadas. Un debate que podría haberse saldado con una sola pregunta: ¿Acaso sería de su agrado sufrir un asalto en compañía del señor Etchecopar?
Los homicidas decentes
El debate sobre la conveniencia de la autoprotección armada y la legitimidad de la justicia por mano propia es eterno. Se renueva en estudios de televisión, cenas y funerales. Sin embargo, andar “calzado” para evitar asaltos no parece ser un buen negocio por una dificultad práctica: es casi imposible desenfundar, apuntar y disparar sobre alguien que lo tiene a uno encañonado. De hecho, el 77 por ciento de los homicidios en ocasión de robo se produce debido a la resistencia armada de la víctima. Una tendencia elocuente para una fuente inagotable de suicidios involuntarios.

Pero tal hábito es también un semillero de confusiones fatales. Apenas dos ejemplos bastan para demostrarlo.
En tal sentido fue memorable el infortunio del anciano coronel Norberto González, quien convivía con María de la Arena, ex esposa del famoso joyero Huber Ricciardi. Todo explotó durante la madrugada del 1º de enero de 1997, cuando la pareja regresaba al chalet que alquilaban en Punta del Este. Fue cuando el militar advirtió desde el jardín una luz en el living y una silueta detrás de la ventana. Casi por reflejo desenfundó su Browning. Y al ver cómo el presunto ladrón se caía al cabo del primer disparo, abrió la puerta de una patada, tal vez evocando algún operativo “antisubversivo”. Grande entonces fue su sorpresa al advertir que allí no yacía un malviviente muerto sino el nieto de su novia, José Ricciardi, de apenas 15 años.
Desde entonces hasta hoy hubo 125 casos similares.
También conviene evocar otra trama cuyo cariz fue aún más impiadoso.
Ricardo Tassara –de 64 años, homeópata de profesión– había salido, en principio, bien librado del asunto. Un milagro. Porque pudo ahuyentar de su casa, en la calle Arenales 140, de Burzaco, a dos rateritos luego de un forcejeo en el cual le produjo, con la culata de su pistola Bersa calibre 22, un corte en la tonsura al intruso más rezagado, antes de vaciar el cargador sobre aquellas siluetas en fuga, pero sin dar en el blanco. Otro milagro.
El ejercicio de la justicia por mano propia se multiplicó con “vengadores” provenientes de todos los estratos sociales.
Empezaba la madrugada del 21 de junio de 2019, un viernes más frío que la muerte. Fue en aquel momento cuando envió un audio por WhatsApp a su novia: “Sí, estaban dentro de la casa. Lo agarré a uno, lo cagué a cañazos. Mirá cómo quedó el fierro”.
Y adjuntó una fotografía del arma ensangrentada.
Aquellas fueron sus últimas palabras.
Porque el caso fue resuelto con el típico sello de La Bonaerense: uno de los policías que después llegó al lugar del hecho, el oficial Horacio Godoy, no dudó en enviarlo al más allá con un tiro en el abdomen.
Ocurre que el pobre homeópata había cometido el imperdonable pecado de recibir a los uniformados con la Bersa aún en la mano.
Así las cosas sin embargo, desde la superficie mullida de su banca, el diputado Sánchez aún sueña con armar a los ciudadanos decentes.