Hace un año, ella lo nominaba como candidato a presidente. Balance de una decisión imprevista, que lo cambió todo. ¿Quién los quiere ver peleados?
Un año atrás, Mauricio Macri era presidente y todavía tenía chances de reelegir en octubre. Es curioso: a la distancia esto último parece improbable, pero aún después de que su gobierno se convirtiera en un catálogo infinito de calamidades, cuatro de cada seis argentinas y argentinos lo votaron para que volviera a ser presidente del país que convirtió en tierra arrasada con apenas cuatro años de mandato.
Hace un año, sin embargo, durante la mañana de un sábado, la del 18 de mayo, la Argentina quedó de golpe paralizada. A través de un audio sorpresivo que rápidamente se viralizó por las redes hasta recalar con la contundencia del zócalo urgente en el sistema tradicional de medios, Cristina Kirchner nominaba como su candidato a Alberto Fernández y anunciaba que ella misma lo acompañaría como vice en la flamante fórmula opositora.
En menos de un mes, la dos veces presidenta-ta-ta había asestado un par de imprevistos jabs a la mandíbula del poder conservador, dejando verdaderamente atónitos a políticos y empresarios del Círculo Rojo: primero, el lanzamiento de Sinceramente, libro producido desde la total clandestinidad que salió a la calle de la mano de una editorial multinacional como Random House sin que nadie se enterara; y segundo, la designación del otro Fernández como candidato de una coalición política antimacrista más vasta y abarcativa que el kirchnerismo explícito, el más leal a la entonces senadora de Unidad Ciudadana.
El inesperado anuncio llegó, además, cuando una buena parte del peronismo no kirchnerista, el “sensato y racional” según Clarín y La Nación, comenzaba a santiguarse por algo que consideraba una fatalidad intolerable para sus estresados sistemas coronarios: la segura candidatura a presidenta-ta-ta de Cristina Kirchner, la figura que indiscutiblemente había retenido el mayor caudal de votos del espacio peronista nacional, precisamente por haber confrontado el modelo desde 2016 sin descanso ni tregua, ni ilusiones de pactar una Moncloa con el hijo de Franco Macri.
Hace un año Cristina Kirchner le devolvía al peronismo y sus socios históricos (sectores progresistas, conservadores patrióticos e izquierdistas nacionales) la posibilidad de volver al gobierno.
A ese peronismo carente de indocilidades, cómodo cuando las decisiones en política se toman solamente entre varones, que tenía a Miguel Ángel Pichetto como comandante –el insólito jefe de la bancada senatorial opositora que se pasó de bando y terminó siendo nada menos que el vice de Macri en la fórmula-, la candidatura de Kirchner les devolvía un inquietante panorama con riesgo o amenaza para sus intereses: siendo ella la que más votos cosechaba individualmente, si no se ordenaban detrás suyo y la ayudaban a ganar, ella podía “ayudarlos a perder” en cada uno de sus distritos.
A esta altura, no importa si la intención de Cristina era esa o no. Había gobernadores, senadores e intendentes que lo creían. Que se debatían entre hacer la gran Pichetto, es decir, blanquear de la noche a la mañana sus acuerdos secretos con Macri y saltar definitivamente hacia la otra vereda, o digerir que “La Señora” –así la llamaban, así la llaman algunos todavía- volviera a ser cabeza de la oferta electoral unificada del peronismo en sus múltiples versiones ideológicas, también la neoliberal.

Además, sin saber (dato para nada menor cuando se habla de elecciones) si con eso solo alcanzaba para salir airosos de la contienda o la incógnita lacerante del triunfo o la derrota iba a mantenerse hasta el minuto final del escrutinio. Ese sábado 18 de mayo de 2019 en el que Alberto Fernández fue ungido por Cristina Kirchner, el escenario quedó súbitamente limpio, como un cielo encapotado despejado repentinamente por un viento sur vigoroso.
El candidato, un dialoguista de formas persuasivas, crítico severo de los últimos kirchnerismos post-125, era de apto consumo para los grupos peronistas que renegaban de un retorno al cristinismo duro. Y era, paradójicamente, tan kirchnerista como el matrimonio Kirchner, porque de manera indesmentible había sido la pata porteña de aquel armado patagónico en origen que llegó a la Casa Rosada el 25 de mayo de 2003, luego de que Carlos Menem se bajara de la competición y obligara a Néstor Kirchner a asumir con sólo el 25 por ciento de los votos, menos votos que Illia.
Había una nueva “Cristina”…Una “Cristina” de la que podían valerse para curarse las heridas producidas en cuatro años de cruel neoliberalismo.
Hace un año Cristina Kirchner le devolvía al peronismo y sus socios históricos (sectores progresistas, conservadores patrióticos e izquierdistas nacionales) la posibilidad de volver al gobierno. Su decisión resolvió lo que parecía un dilema. A los sectores que abjuraban de ella les prometió el archivo del tercer mandato posible; y a los propios, salir de una vez por todas del llano donde la estigmatización y la persecución, incluso penal, duelen el doble o el triple. A la sociedad en su conjunto, lo que ya había dicho con su libro Sinceramente: había una nueva “Cristina”. Más herbívora, menos impetuosa, que podía ceder y hasta revisar errores. Una “Cristina” de la que podían valerse para curarse las heridas producidas en cuatro años de cruel neoliberalismo.
Todo eso dijo, aquella mañana de hace un año, mientras le prestaba su voz a la Historia para anunciar que sería la candidata a vice de una fórmula, la del Frente de Todos, una coalición política de carácter nacional donde cohabitan aquellos que alguna vez la quisieron meter presa y los que hubieran dado la vida para evitarlo, todos unidos bajo la premisa de echar a Macri del gobierno.
Desde entonces, la Argentina se dio una nueva oportunidad. Alberto Fernández es el presidente. No es Cristina Kirchner. Quizá tengan muchas coincidencias, la historia vivida en común es mucha, se sabe, pero los modales casi jacobinos de ella no son los de él, un hombre que se define como “reformista”, es decir, alguien que busca transformar las cosas en el marco de las instituciones que hay dentro del sistema que hay, en oposición a un revolucionario que se sentiría llamado a derrumbarlo para construir un sistema diferente donde los nada de hoy, mañana lo sean todo.

¿Más un menchevique que un bolchevique? Algo así, si nuestras vidas transcurrieran a principios del siglo XX. Pero la Argentina del 2020 atraviesa una realidad apremiante con problemas, muchos problemas, que son los que el mundo tiene 100 años después de la Revolución Rusa. Algunos se parecen, aunque las formas de sometimiento parecen menos visibles, más sofisticadas que las que, por entonces, podían aplicar los zares.
El superendeudamiento, la formidable concentración de riqueza, la debilidad de las formas habituales de gobierno democrático frente al poder de las corporaciones, la exclusión como paisaje social que tiende a la infinitud y la consolidación de amplias franjas sociales políticamente activas e insensibles ante la desigualdad.
El diagnóstico sobre el estado catastrófico de la Argentina es el mismo, lo haga el FMI o los Curas en Opción por los Pobres. Se sabe de dónde hay que salir. Es más difícil hallar la solución. O sea, qué cosas hay que hacer y para llegar adónde. La matriz distributiva desigual que comenzó a construirse con el Golpe del ’76 terminó de cristalizar, brutalmente, durante los últimos cuatro años de Macri. Construir un país distinto no es sencillo ni rápido.
En este proceso, Alberto Fernández cree que los objetivos son tan importantes como los procedimientos. Que las formas y el fondo, son la misma cosa. Este criterio no es unánime en la coalición de gobierno. Pero este tiempo, es el tiempo de Fernández. Y Fernández, pese a lo que supone el establishment y algún que otro desorientado -con derecho a estarlo-, es Cristina Kirchner también. Y esto no es solamente un juego de apellidos.
El establishment trabaja para romper la sociedad, el entendimiento de los Fernández. La invención de un “albertismo” es la obsesión cotidiana de sus comunicadores y analistas.
La sociedad política de Alberto y de Cristina, los Fernández, está galvanizada. Alberto es el centro de la coalición. Podría agregarse el “por ahora”. Pero en esa formulación, tan tentadora para algunos, colaría algo del espíritu insidioso del que la política ramplona parece no poder escindirse. La vida es “por ahora”. Nada es para siempre. Esto lo saben hasta las letras de rock.
Queda claro también que el establishment trabaja para romper la sociedad, el entendimiento de los Fernández. La invención de un “albertismo” es la obsesión cotidiana de sus comunicadores y analistas. Es la posibilidad de incidir al interior de la coalición y hasta de adueñarse de una parte de ella, llevándola a la defensa de intereses que no son los que los votantes del Frente de Todos, allá por octubre, le imprimieron a su deseo electoral traducido en el voto mayoritario que le dio a la fórmula el acceso al gobierno.
Igual, no hay muchos elementos serios que abonen la idea de una autonomización radical del “albertismo” del “cristinismo”. En todo caso, existe -y va a seguir existiendo- dentro del frente amplio, diverso y plural que es el Frente de Todos, una corriente antikirchnerista que no había descubierto a Alberto Fernández hasta que Cristina Kirchner lo nominó a presidente y ahora, repentinamente, se ha vueltos “albertista” fanática. Esa es la verdad.

Eran los que seguían a Pichetto. Y a Macri, por carácter transitivo. Y a Clarín, por lo mismo. Su nuevo objeto de especulación política es el presidente. Nada nuevo. Ni serio, bajo el sol.
Se cumplió un año. Todavía resuena la voz de Cristina Kirchner aquella mañana. Nada volvió a ser igual desde entonces. Alberto Fernández llegó a ser presidente. Y ella, vice. Pero cuando comenzaban a gobernar, la crisis económica más grande del capitalismo desde el crack del ’29 se abatió sobre el mundo, derivación brutal de la pandemia del coronavirus, aún irresuelta.
Suele decirse que un imprevisto, algo impensado que ocurre de golpe y cambia las reglas generales de juego, es un cisne negro. La dupla de los Fernández venía levantando vuelo, después de la hecatombe neoliberal, cuando una bandada de cisnes negros apareció de frente.
Hacia atrás no hay nada. Tierra arrasada.
Hacia el futuro, otro país posible. Quizá, más justo. Uno que combine el artículo 14 Bis con el 41 de la Constitución Nacional, como planteó el otro Kirchner, el que viene –Máximo- en la primera sesión telemática del Congreso. No estaría mal.
Más que nunca, dependemos de la pericia del piloto y de la experiencia de la copilota.
Mientras el resto tuitea, aterrizar seguros será una proeza. Estamos en sus manos.