Un juicio histórico. Porque en su transcurso se acreditó por primera vez algo que el Ejército supo negar durante más de cuatro décadas y media: los “vuelos de la muerte” con aviones de dicha fuerza para arrojar a personas secuestradas –ya sea vivas o muertas– a las aguas del Río de La Plata o del Mar Argentino.
Ese proceso penal fue realizado por el Tribunal Oral Federal (TOF) Nº 2 de San Martín, integrado por los doctores Esteban Rodríguez Eggers, Walter Venditti y Matías Mancini.
Ellos centralizaron su análisis del asunto en cuatro casos específicos; las víctimas estaban cautivas en el “Campito”, uno de los Centros Clandestinos de Detención (CCD) que había en Campo de Mayo, la mayor guarnición militar del país. Se trataba de los estudiantes secundarios Adrián Accercinbeni y Juan Rosace (secuestrados el 5 de noviembre de 1976), del militante del PRT-ERP, Roberto Arancibia (secuestrado el 11 de mayo de 1977) y de la docente Rosa Eugenia Novillo Corvalán (secuestrada en abril de 1976).

El lote de acusados lo encabezó el ex general Santiago Omar Riveros quien fuera el cabecilla de Institutos Militares, seguido por el otrora jefe del Batallón de Aviación 601, ex coronel Luis del Valle Arce y su segundo jefe, el ex teniente coronel Delcis Malacalza, además del oficial de Operaciones, el ex capitán Eduardo Lance. En cambio, el jefe de Personal, el ex capitán Horacio Alberto Conditi, fue excluido del juicio por sus disfunciones cognitivas.
De modo que los cuatro primeros fueron condenados a prisión perpetua con cumplimiento efectivo. En el caso de Riveros, se trata de su décimosexta condena con semejante monto, en virtud de su responsabilidad por todo lo que ocurría en Campo de Mayo, allí pasaron más de seis mil secuestrados, de los cuales apenas sobrevivió el uno por ciento.

Borges solía decir que “la mente militar no es muy compleja”. Lo cierto es que los uniformados argentinos habían ideado lo que ellos suponían un plan perfecto para no dejar rastro alguno de sus crímenes, basándose en el ejercicio anónimo del terrorismo de Estado y en un pacto inquebrantable de silencio entre sus hacedores. Aunque en la cuestión de los “vuelos” no calcularon dos pequeños detalles: la devolución de los cuerpos a las costas en razón al oleaje, ni la –involuntaria, pero obvia– existencia de testigos; 804, para ser exactos. Aquel es el número de “colimbas” que hubo, entre 1976 y 1983 en Campo de Mayo, quienes estaban al tanto de todo lo que allí sucedía. Algunos de ellos efectuaron testimonios cruciales en el juicio que acaba de concluir.
He aquí la historia de una metodología de lesa humanidad, la que habría provocado una gran envidia a la mismísima Gestapo.
“Modo cristiano de morir”
Pese a la luminosidad del 16 de diciembre de 2020, los fuselajes descoloridos e incompletos de aquellos aviones militares (tres Fiat G-222 y un Twin Otter), fondeados desde quién sabe cuando en los pastizales que rodean la pista sin uso del Batallón 601 de Aviación, en Campo de Mayo, le conferían al lugar un toque fantasmagórico. Tal impresión era compartida por las personas que ese día realizaban allí una inspección ocular. Eran jueces, fiscales, abogados y testigos. Entre ellos, el ex soldado conscripto Mario Trejo.

Allí mismo, hacía casi cuatro décadas y media, un suboficial le dijo:
– ¿Sabe lo que llevan esos camiones?
Se refería a dos Mercedes Benz-Unimog que avanzaban a lo lejos. Y sin aguardar la respuesta, completó:
– Fiambres. Muertos de la subversión.
Una leve inexactitud de su parte: algunas víctimas estaban aún con vida, pero dopadas. En cambio, fue muy preciso al narrar a continuación el resto del procedimiento, ya a bordo de los aviones con capacidad de abrir en el aire sus puertas y escotillas.
Trejo reconstruyó tal relato en la audiencia efectuada –por vía remota– a comienzos de ese mes ante el TOF Nº 2.
Tal proceso había comenzado en octubre de aquel año.
En paralelo, la Justicia había iniciado una causa sobre los vuelos de la muerte del Ejército en la zona de Villa Paranacito, del delta entrerriano, donde fueron tirados cientos de cuerpos. La instrucción estaba en manos de la fiscal federal de Concepción del Uruguay, Josefina Mignatta. Aquella causa tuvo por origen una denuncia presentada por el periodista local, Fabián Mignotta, quien volcó su pesquisa al respecto en el libro El lugar perfecto, publicado en 2012.

Lo cierto es que hasta entonces los represores del Ejército insistían con su ajenidad a semejante metodología, favorecidos por la falta de testimonios y pruebas que indicaran lo contrario. De hecho, el mismísimo teniente general Jorge Rafael Videla, en la entrevista que le hiciera Ceferino Reato para el libro Deposición final (también publicado en 2012), atribuía el asunto, sin que se le moviera un sólo músculo del rostro, exclusivamente a la Armada.
Poco después, una increíble maniobra del azar –la aparición de un viejo legajo administrativo del Ejército– hizo que tal argumento se desplomara.
Pero vayamos por partes.
En octubre de 1975 se efectuaba en Uruguay la XI Conferencia de los Ejércitos Americanos, cuyo tema era “la infiltración marxista en la región”. Allí Videla abrió su ponencia con una frase filosa: “Si es preciso, en Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país”.
Aquel hombre sabía de lo que hablaba.
Luego, mientras volvía a Buenos Aires en un pequeño avión militar, tal vez escrutara el horizonte del Río de la Plata, en cuyas aguas comenzarían a ser arrojadas sus víctimas. Quizás también creyera que la profundidad de su lecho estaba a la altura del escalofriante secreto que debía guardar.
En aquel mismo momento, el espacioso cine de la base naval de Puerto Belgrano estaba colmado por oficiales de la Armada. Entre ellos, su máximo jerarca, Emilio Massera, Erguido en una tarima, de espaldas a la pantalla, el contralmirante Luis Mendía apeló a una frase seca para anunciar el comienzo de las “operaciones antisubversivas”:
–En esta lucha, caballeros, nuestro enemigo no está contemplado en los organigramas clásicos…
Entonces, hizo un silencio, como para calibrar la reacción de auditorio; luego, prosiguió:
–Los prisioneros irán a volar; pero algunos no llegarán a destino.
Y al final, con un dejo piadoso, dijo:
–Se ha consultado a las más altas autoridades eclesiásticas; ellas están muy de acuerdo con que es un modo cristiano de morir.
Gargantas profundas
Este capítulo en particular concluyó (parcialmente) a mediados de 2017, con las condenas que recibieron algunos pilotos navales en la llamada causa Esma III. Aquel juicio se prolongó por cinco largos años. Fue la primera vez que se probaban judicialmente los vuelos de la muerte.

Claro que ello hubiera sido más difícil sin la confesión, en 1995, del ex piloto naval Adolfo Scilingo al periodista Horacio Verbitsky. O sin la alegre sobremesa del ex teniente de la Armada, Julio Alberto Poch, cuando, en 2009, supo jactarse de sus hazañas homicidas en los aviones de la Armada, ante sus entonces colegas de la aerolínea holandesa Transavia, donde trabajaba.
Pero lo que dejó a la intemperie los vuelos de la muerte del Ejército fue una circunstancia aún más estrambótica: las confesiones, en 1991, del teniente coronel Eduardo Stigliano, cuando tramitaba una pensión militar por “neurosis de guerra”. Al fundamentar tal solicitud, concibió –involuntariamente– uno de los documentos más estremecedores del terrorismo de Estado.
En este punto hay que aclarar que el pacto de silencio entre represores y la destrucción de los archivos sobre la llamada “lucha antisubversiva” propició que la reconstrucción del esquema operativo y la identidad de sus hacedores dependieran del testimonio de sobrevivientes. Pero hubo excepciones.
Desde 2009, la desclasificación y el análisis de legajos del personal de las Fuerzas Armadas y policiales –por parte de equipos del Archivo Nacional de la Memoria (ANM) y la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia– abrieron el acceso a nuevos nombres y datos sobre el genocidio, en especial al evaluarse las condecoraciones por “actos de servicio” y también los reclamos administrativos por traumas mentales y enfermedades “de guerra”.
Al respecto resalta el de Stigliano, descubierto 22 años después de haber sido acuñado. Tal expediente fue incorporado a la Causa Nº 3012 –a cargo de la jueza federal de San Martín, Amelia Vence, sobre los crímenes cometidos en jurisdicción del Comando de Institutos Militares, con asiento en Campo de Mayo.
Las ya amarillentas hojas presentadas por él en 1991 ante la Dirección de Personal del Estado Mayor General del Ejército (EMGE) –y a los cuales Contraeditorial tuvo acceso– constituyen un documento de inigualable valor histórico y judicial. Allí se autoincrimina en asesinatos; confiesa su papel en secuestros y admite las ejecuciones callejeras de los jefes montoneros Horacio Mendizabal y Armando Croatto; revela visitas del general Leopoldo Fortunato Galtieri a los campos de exterminio; admite fusilamientos ante la presencia de jerarcas militares del área; desnuda la estructura de inteligencia que actuaba en Campo de Mayo y, como frutilla del postre, detalla los vuelos de la muerte.

Su relato sobre este tema es sobrecogedor: “Se me ordenaba matar a los subversivos prisioneros a través de médicos a mis órdenes, con inyecciones de la droga Ketalar. Los cuerpos eran envueltos con nylon y se los preparaba para ser arrojados al Río de la Plata desde los aviones Fiat G-222 o helicópteros que salían en vuelos nocturnos del Batallón de Aviación 601.
En términos contables, se atribuyen 53 crímenes con esta metodología.
Asimismo aclaró haber tomado la precaución de dejar en una escribanía de la ciudad de Paraná –donde residió sus últimos años– la lista de víctimas y las matrículas de los aviones utilizados, junto a los nombres y jerarquías de la tripulación.
Lejos de tener los reclamos del teniente coronel una acogida favorable, sus superiores informaron que él “pretendía generar daños a la institución”.
Eduardo Stigliano pasó a mejor vida en 1993.
Aquellos papeles también fueron parte del soporte documental del cual se valió el TOF Nº 2 para labrar su fallo. Una prueba irrefutable de los vuelos de la muerte, nada menos que el secreto mejor guardado por el Ejército. Y que ahora acaba de recibir su tiro de gracia.