Texto extraído de El tiempo sin edad, de Marc Augé (Adriana Hidalgo)
Tuve varios gatos en mi vida, más a menudo gatas, que una intervención quirúrgica privaba rápido, después de una primera y única experiencia, de los placeres del acoplamiento y de las emociones de la reproducción. Con cada una recomenzaba la misma historia: las travesuras de los primeros meses, la madurez conquistadora, la muy progresiva erosión de las fuerzas y, siempre, la misma serenidad. Las edades de la vida desfilaban a ritmo acelerado. Una de las virtudes de los animales domésticos, a los ojos de los humanos, es sin duda su aptitud para reemplazarse unos por otros: su sucesión rápida dispensa del trabajo del duelo, y cuando una persona de cierta edad decide no reemplazar al último desaparecido, tal vez es porque, esta vez, sus destinos correrían el riesgo de ser paralelos.
La muerte del último gato o del último perro, ese al que no se reemplazará, sea por circunstancias materiales, o por cansancio, de cualquier manera marca un cambio de punto de vista. Hasta entonces el animal existía ante nuestros ojos como un mortal frente a inmortales. Consideramos a perros y gatos con la mirada que los dioses de Homero tienen sobre los humanos: con simpatía, pero también con la conciencia entristecida al no poder cambiar su destino. Pero nosotros no somos inmortales, apenas semidioses, respecto de nuestros animales. Renunciar a reemplazar al último que ha desaparecido es admitir que, como los animales, somos mortales. Es acercarnos a ellos. Es también la intención de interrogarnos sobre el secreto de su serenidad, su proximidad con la naturaleza, lo que Bataille llamaba la “intimidad” sugiriendo que, en última instancia, era incompatible con la individualidad. De hecho, es con la edad que tomamos conciencia más aguda de la proximidad del momento en que esa individualidad se disolverá, nos volvemos más especialmente sensibles a todo lo que, en la sabiduría del gato, hacía mucho parecía haber anticipado su llegada.
La vejez es como el exotismo: los otros vistos de lejos por ignorantes. La vejez no existe.
Sin embargo, el problema de los humanos es que son conciencias individuales que necesitan de los otros para existir plenamente. Rousseau debió reconocer que los momentos felices vividos a orillas del lago de Bienne no se debían sólo a su fusión con la naturaleza ambiente, sino a la presencia amistosa de sus anfitriones.
La amistad, el amor, la pena son signos de vida unidos a la presencia de los otros. Ir teniendo edad permite explorar otros encuentros y otras relaciones o, a veces, obliga a sufrirlas. Es una experiencia que no deja de diversificarse al prolongarse la duración de la vida, como lo testimonian con candor las expresiones ahora usuales de tercera y cuarta edad.
Pero la conciencia de sí no siempre sigue al movimiento: si tengo problemas para agacharme a recoger las llaves que se me han caído, siempre tengo en mí la imagen de aquel a quien ese gesto no le costaría ningún esfuerzo. Protesto si me quieren ayudar, es verdad que un poco más debilmente, a medida que mi rigidez progresa. Después de todo, ¿es tan contradictorio hacer ejercicio para conservar un poco la agilidad y no ruborizarse al tener que pedir ayuda para subir la valija al tren? Tener más edad es experimentar nuevas relaciones humanas: es un privilegio que muchos no conocerán y es bueno tener conciencia. También, para algunos, es el momento que sólo habían imaginado al preguntarse qué sentirían sus mayores, alcanzarlos, en algún sentido, y por lo tanto relativizar la distancia entre generaciones. La vejez tal vez sabe algo en definitiva: no hay que hacer una montaña de un grano de arena, como se decía en mi infancia. La vejez es como el exotismo: los otros vistos de lejos por ignorantes. La vejez no existe.
Tomar conciencia de pertenecer a la especie humana cambia la pregunta a la que nos somete la edad, sustituye el “¿qué soy?” por el “¿quién soy?”
El tiempo en el que se empapa la edad avanzada no es la suma acumulada y ordenada de los acontecimiento del pasado. Es un tiempo palimpsesto; todo lo que está escrito en él no se encuentra y sucede que las escrituras más antiguas son las más fáciles de sacar a la luz. La enfermedad de Alzheimer no es sino una aceleración del proceso natural de selección por el olvido, al término del cual resulta que las imágenes más tenaces, cuando no las más fieles, son a menudo las de la infancia. Nos alegremos o la deploremos, esta comprobación implica una parte de crueldad y hay que admitirlo: todo el mundo muere joven.
Frente a la edad y su avance hay dos actitudes posibles: replegarse tras nuestra identidad socialmente construida, en la intimidad, según Bataille (esa es la tentación de Rousseau a orillas del lago de Bienne), o abrirse más allá de esa identidad, a la universalidad del hombre. Tomar conciencia de pertenecer a la especie humana cambia la pregunta a la que nos somete la edad, sustituye el “¿qué soy?” por el “¿quién soy?”. Esta sustitución permite escapar de las lamentaciones del ego herido y de las insignificancias del egocentrismo. La primera pregunta encontrará un día respuesta cuando ya no nos acordemos, mucho tiempo después, de ninguno de aquellos, innombrables, singulares y diversos, que se habían formulado la segunda.