En el lavadero de autos de la avenida Gaona no vuela una mosca. Sólo se escuchan los ruidos de la presión del agua corriendo por las mangueras, el ruido de las esponjas que se escurren y de los trapos que golpean contra la chapa pintada de los autos, para secarla. Parece un velorio. Pero ese silencio esconde, súbitamente, algo sublime: una algarabía diáfana y ejemplar.
Abajo, lavando, trabajan tres pibes. El más joven, que te recibe apenas ingresás. Es el hijo del dueño. De un ojo no ve y, del otro, algo. Muy poco, dice. Los otros dos, más grandes, son sordos y parecen, más que compañeros, amigos. El dueño, arriba en su oficina diminuta, fuma y cobra. El local tiene apenas unas cuantas sillas para aguardar y mirar, pero no hay bar ni café ni medialunas; no venden más que el servicio de lavado. Cuando uno está allí no sabe con certeza si eso es un negocio o acaso una lección casi gratuita sobre la vida, porque el precio del lavado es módico y, el resultado, grandioso. Al entrar sabés, algo en tu interior te dice, que tendrías que llevarte más que un auto limpio de ahí. Y sucede. Si uno quiere: vaya si sucede.
Un hombre insulta por lo bajo, en vano, y dice que así no se puede, que pidió que le retocaran el guarda barros y no lo hicieron. Alguien se acerca y le explica, le dice, le suplica que intente comprender, que no lo escucharon, porque no escuchan, porque son sordos, que tenga paciencia. Pero el hombre indignado y pedante se las toma. Sin pagar. Nadie le dice nada, obvio: a nadie le importa.
Los tres trabajan. Los tres van día tras día a cumplir su labor. Yo voy regularmente. Me conocen y son muy amables los tres y, con los dos que no me escuchan, nos hacemos señas; intento comunicarme y lo logro. Intentan comprenderme y lo logran. A veces nos reímos. Me hacen chistes y yo a ellos. Siempre salgo contento. Diferente. Casi siempre feliz. Y a veces me asalta una pregunta que me bloquea, que me desparrama por el suelo cuando las respuestas a mi propia pregunta, no llegan. ¿Sería yo capaz de reírme si no pudiera oírme? ¿De trabajar? ¿De seguir?
La vida son golpes y seguir, sí. Pero hay golpes que son más que ellos en sí, más que el dolor y la pérdida: hay golpes que se te pegan y no se van. Nunca más. Aunque grites o llores o luches contra él, allí está y estará cada mañana al pie de la cama, nuevamente, y no se va. Nunca.
Durante días esa sensación no se va. Y no quiero que se vaya. Se mueve, se escurre en otras direcciones, en otros auto-cuestionamientos. Y me dan ganas de contárselo a todo el mundo: como ejemplo. De los tres pibes y del dueño. Muchos me escuchan. Algunos se emocionan. Otros, muchos, lo toman y disparan, me disparan, razonamientos absurdos.
– Y después tenés miles de vagos cortando calles, sin laburar.
– Bien le vendría a los planeros algo así.
– En este país, el que quiere laburar, labura.
Disparan. Justo a mí: que sólo cuento lo que sucede en ese hermoso lavadero de autos para que comprendan. Que siempre hace falta una oportunidad. E intención. Y empatía. Y entendimiento. Que nadie tiene la certeza de qué sería de nuestra vida si hubiéramos nacido diferentes, o sordos, o en un barrio excluido, o sin contención familiar, o sin oportunidades. Que nadie puede saber con certeza qué hubiera sido de nosotros mismos si no hubiéramos tenido familia, o padres y madres que se preocupan por nuestra educación y nuestros modales, nuestra constancia, nuestra evolución. Y que es contrafáctico e hipotético, falso y soberbio pensar que uno ha hecho su camino solo, sin intervención de nadie, que ha creado y es artífice de su destino y oportunidades. No. Hacerse esas preguntas incomoda: pone en evidencia que nadie, ninguno de nosotros, ha hecho totalmente solo lo poco o mucho que ha alcanzado.
El primer paso para cambiar el presente que nos toca vivir es comprender cuáles son los males que lo acogota; no solo quién o quiénes son los que lo hacen. Porque, de nuevo, esa pregunta nos tomará por sorpresa: todos y todas creamos esta realidad bastante injusta y triste. Encontrar, intentar tomar un rehén en este meollo y colgarle el cartel de culpable no resuelve, ni por asomo, los males que nos tocan vivir.
La indiferencia siempre conspira contra el futuro. La indiferencia es un peso, una roca que hay que soltar e ir contra la corriente, contra el facilismo de mirar para otro lado, para no vernos a nosotros mismos.