Exactamente a las 23.50 del 12 de noviembre de 2019, un Hércules C-130 de la Fuerza Aérea partió desde El Palomar, llegando al aeropuerto boliviano de El Alto entre las 4 y las 5 de la madrugada siguiente con su preciada carga: la parafernalia represiva aportada por el régimen de la alianza Cambiemos para apoyar el golpe contra Evo Morales y la dictadura de Jeanine Áñez.
Ahora se sabe que, durante el mediodía de aquel mismo martes, hubo dos reuniones en la Casa Rosada para ultimar los detalles del asunto. En una hasta participó el presidente Mauricio Macri, y la otra fue encabezada por el jefe de Gabinete, Marcos Peña. Allí estuvo la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, y tres funcionarios de su cartera (Eugenio Burzaco, Gerardo Milman y Martín Oroquieta), el canciller Jorge Faurie y el titular de Gendarmería, Gerardo Otero. Después se sumó el secretario de Asuntos Estratégicos, Fulvio Pompeo, quien en la actualidad es secretario de Relaciones Internacionales del PRO.

Su papel en esta maniobra clandestina no habría sido menor. Incluso se conjetura que habría coordinado toda la operación. Por tal motivo, su nombre, junto al de Peña y Faurie, será acoplado a la denuncia del gobierno de Alberto Fernández, cuyo expediente aún tramita el juez en lo penal económico, Javier López Biscayart.
He aquí el ominoso pedigree de este personaje casi desconocido para la opinión pública.
Corría la noche del 20 de mayo de 2004 cuando el entonces ministro de Defensa, José Pampuro, atendió una llamada telefónica del presidente Néstor Kirchner.
–Pepe, andate ya mismo al regimiento Patricios –le ordenó.
– ¿Qué pasa en Patricios?
–Hay unos muchachos que se juntaron para comer y charlar. Fijate en qué andan.
La súbita aparición del funcionario en el casino de oficiales atragantó a los presentes. Entre ellos resaltaban dos civiles: el radical Enrique Nosiglia y Pompeo. Éste, casi por reflejo, soltó:
– Ojo que no estamos conspirando…
–Eso que decís me garantiza que sí –fue la respuesta de Pampuro.
En tanto, algo incómodos por la situación, los generales retirados Daniel Raimundes y Ernesto Bossi no despegaban los ojos de sus mayonesas de ave.
Ya a fines de 2020, quizás para desagraviar aquella comilona inconclusa hacía 16 años, ambos generales tuvieron la ocurrencia de bautizar “Mesa de Encuentro” a su último intento de poner nuevamente a flote el Partido Militar. Resultó otra iniciativa infructuosa, puesto que esta vez los conjurados (entre quienes se encontraba el ex comisario Pablo Bressi, quien fuera el jefe de La Bonaerense en la gestión de María Eugenia Vidal) no llegaron ni al primer plato. Bastó que el ministro de Defensa, Agustín Rossi, amenazara con cortar el financiamiento estatal a las mutuales castrenses para que Raimundes y Bossi, señalados por sus propios camaradas como líderes del “movimiento”, capitularan sin presentar batalla.
Esos mismos camaradas coincidieron en deslizar la pertenencia a ese cenáculo del ex estratega macrista con nombre de centurión romano. Pero en esta ocasión, Pompeo no abrió la boca.
Se trata de un politólogo y relacionista internacional con título obtenido en la Universidad de Belgrano y algún postgrado en Londres. Supo pertenecer al duhaldismo; de hecho, fue funcionario de Carlos Ruckauf en la Cancillería cuando Eduardo Duhalde ejercía la presidencia interina. En los años recientes fue muy cercano a Mauricio Macri, a quien acompañaba en sus giras oficiales, siendo uno de sus asesores de cabecera. Y se lo consideraba el “ideólogo” del revuelque entre los conceptos de Defensa y Seguridad. Es más, se podría decir que aquel fue (y es) su más caro ideal. Un objetivo por el que bregó durante la época en que tuvo un despacho muy cercano al de Peña.

Sus amigos Raimundes y Bossi lo acompañaban en tal cruzada.
En este punto hay que retroceder al 23 de julio de 2018, cuando Pompeo asistía en Campo de Mayo a su mayor logro en la materia.
La escenografía era un hangar en penumbra. Allí, con unos helicópteros artillados a su espalda y flanqueado, casi en un segundo plano, por cuatro jefes militares ya demasiado maduros para sus uniformes de combate, el Presidente declamaba, desde un estrado negro y brilloso como un ataúd, una declaración de guerra contra los peores enemigos de la humanidad.
Parecía una escena de Dr. Insólito, esa comedia de humor negro sobre la Guerra Fría realizada en 1964 por Stanley Kubrick. Pero con Macri en vez de Peter Sellers.
Tono sombrío. Mirada grave. Sus palabras traían cierta reminiscencia de lo expresado ya en 2010 por la Escuela de Guerra de los Estados Unidos sobre los conflictos armados del siglo XXI:
–La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en los caseríos expandidos que forman las ciudades arruinadas del mundo.
La frase resumía el corpus teórico de la doctrina norteamericana de las “Nuevas Amenazas”, que incluye situaciones tan variadas como el terrorismo, el narcotráfico, los reclamos sociales y hasta las catástrofes climáticas.
En aquella simpleza conceptual Macri fue amaestrado al pie de la letra. Y ese día, con cara de entendido, remató:
–Necesitamos Fuerzas Armadas que se adapten a las nuevas amenazas.
Obviamente Pompeo era su Pigmalión.
Desde un costado del hangar, Raimundes y Bossi aplaudían a rabiar.
El vínculo entre ellos se remonta a la época en que Pompeo servía en la Cancillería y Raimundes era ladero del jefe del Ejército, Ricardo Brinzoni. En aquel entonces, Bossi –quien fuera el secretario general del Ejército durante la gestión del general Martín Balza– frecuentaba a los dos.
Raimundes, cuya destreza para las intrigas palaciegas es proverbial, fue procesado en 2012 por espionaje a ministros, dirigentes políticos y figuras de la cultura, como integrante de una gavilla dirigida por Juan Bautista Yofre (a) “Tata” (jefe de la SIDE menemista), e integrada por los periodistas Roberto García, Carlos Pagni y Edgar Mainhard, entre otros. Bossi (quien además fue funcionario de la SIDE delarruista) tuvo la suerte de no caer en esa volteada.
Pero este viejo general exhibe dos hitos curriculares muy significativos: su participación en el narco-golpe del general boliviano Luis García Meza, en 1980, integrando el Servicio Exterior del Batallón 601 en el marco del Plan Cóndor. Y su papel en el contrabando de armas a Ecuador y Croacia, bajo la presidencia de Carlos Menem.
No es una exageración afirmar que, durante la etapa del macrismo, ellos eran la sombra de Pompeo. Y él tocaba el cielo con las manos.
Porque el destino lo había situado en un nivel “supra-ministerial”, ya que desde la Jefatura de Gabinete dirigía la denominada “Mesa de Seguridad”, con la supervisión de Peña.

Se trataba de una estructura en la que mentes privilegiadas como las de Bullrich y su par de Defensa, Oscar Aguad, se nutrían de nuevas ideas.
Allí –por caso– se urdió en abril de 2018 la ocurrencia de reemplazar las Fuerzas Armadas por una Guardia Nacional, inspirada en las de Costa Rica y Panamá, un proyecto que incluso mereció el rechazo de los socios radicales del PRO. Allí también se urdió el envío de personal militar –500 efectivos– a la frontera norte, entre Salta y Misiones, en apoyo a Gendarmería, violando de un plumazo las leyes de Defensa y Seguridad.
El asunto fue decidido a mediados de ese año por Macri, quien –bajo la más absoluta reserva– recibió en su despacho a los principales hacedores del “proceso (nunca mejor usada esta palabra) militarizador”. O sea, además de Pompeo y el par de ministros mencionados, estuvo Peña y el gendarme Otero, además de Milman y Burzaco.
Era el elenco ampliado de la “Mesa de Seguridad”.
Se podrá apreciar que todos estos funcionarios también participaron, en ese mismo lugar, de la ya mencionada reunión del 12 de noviembre de 2019.
Claro que, ahora, para el pobre Fulvio no todos los caminos conducen a Roma.