El escándalo sobre la “mesa judicial” que encabezaba Mauricio Macri desde la Casa Rosada está creciendo como una bola de nieve. No menos inoportuna fue, también en estos días, la denuncia de la Oficina Anticorrupción (OA) por el carácter fraudulento de los préstamos tomados durante su gobierno al Fondo Monetario Internacional (FMI). Ambos tropiezos ya tornaron obsoleto el libro Primer Tiempo (redactado en su nombre por los ghostwriters Pablo Avelluto y Hernán Iglesias Illia), a pesar de la proximidad temporal con su presentación, ocurrida el 18 de marzo en un centro de convenciones del barrio de Recoleta.
Aún así, tal evento tuvo un notable valor dramático. Era la gran apuesta de aquel hombre para recobrar la centralidad, al menos en el PRO, donde ya ni siquiera controla s su vicaria, Patricia Bullrich.
Había que verlo en semejante circunstancia. Cuatro enormes plasmas agigantaban su figura. El micrófono inalámbrico le permitía desplazarse en el escenario como si fuera el mismísimo Billy Graham. Además hacía uso de un sistema de telepromter para no extraviar el eje de sus dichos. El resultado era espantoso: en realidad parecía un actor que lo imitaba. Una semejanza que se robustecía por el tono efectista de su discurso, cuyo remate fue:
– ¡No somos halcones ni palomas! Somos el cambio o no somos nada, porque ese es nuestro motor.

Entonces hubo un tímido aplauso, que él retribuyó con sincera emoción, como si acabara de saldar una revancha.
Tal vez en ese instante haya recordado un añejo episodio.
El Hechizado
Era el 27 de enero de 1995. El Banco Extrader, cuyo directorio lo capitaneaba el ya fallecido Marcos Gastaldi, había colapsado de manera catastrófica. Entre los ricos y famosos perjudicados por ello resaltaba Franco Macri, quien en esa ocasión perdió 10 millones de dólares. Lo cierto es que los había depositado por consejo de Mauricio, amigote del polémico financista.

Meses después, cuando fue elegido presidente de Boca, Franco lo llamó por teléfono para expresarle sus congratulaciones. Y se permitió una ironía cargada de recelo:
–Eh, Mauricio, que esto no nos salga tan caro como lo de Gastaldi.
Nadie entonces pudo imaginar que aquel tarambana de personalidad insípida se convertiría, con el paso del tiempo, en el líder de un partido que lo proyectó –con dos mandatos consecutivos– como jefe de la metrópoli más importante del país, y que desde dicho cargo supo despejar su camino hacia la presidencia de la Nación. Y nada menos que bajo la bandera de la denominada “nueva política”, cuyo único sentido simulaba estar cifrado en una suerte de rebelión frente a la dirigencia tradicional.
Papá Franco fue el primer sorprendido.

Sin embargo, en la brisa que exhalaba la estampa de Mauricio –hacerse llamar por su nombre de pila era parte del asunto– no hubo nada más lejano que la improvisación. De hecho, tanto en su manera de interpretar el mundo como en su perfil de estadista se deslizaba, aunque él quizás no lo supiera, una nítida influencia: la del modelo hispánico de gestión del siglo XVII.
No está de más abordar este punto.
La endogamia o, directamente, el incesto dejaron su huella en los reyes que gobernaron España entre 1598 y 1700 –Felipe III, Felipe IV y Carlos II–, quienes pasaron a la historia como los “Austrias Menores”.
Sus características más notorias fueron la fragilidad psicológica y una inteligencia rayana a la subnormalidad. Ello, junto con la haraganería y la falta de formación intelectual, hizo que, para cumplir con sus responsabilidades de Estado, tuvieran que apelar a consejeros con atribuciones de monarca –como el Conde-Duque de Olivares y el cardenal Luis de Portocarrero–, los cuales, en rigor, demostraron ser tan ineptos como sus representados.
En consecuencia, aquella centuria significó para el país ibérico la vuelta al feudalismo y una crisis económica empeorada por las hambrunas.

El momento más estrambótico de esa etapa aconteció durante el reinado de Carlos II, al que sus súbditos llamaban “El Hechizado”.
Su precariedad física y mental hizo que un embajador francés dijera de él: “Su mal, más que una enfermedad concreta, es un agotamiento general”.
El tipo se entregó al sueño eterno a los 38 años.
Hay quienes creen que, entre fines de 2015 y 2019, su fantasma anduvo flotando en el despacho principal del edificio de la calle Balcarce 50.
Porque Macri, quien había sido amaestrado por Jaime Durán Barba para brillar desde el poder absoluto, persistía en cometer errores ortográficos hasta cuando hablaba. También, por lapsos cada vez mayores, se exhibía errático, pese los esfuerzos de Marcos Peña Braun, su propio cardenal Portocarrero, por enderezarle la conducta.
Se trata, desde luego, de una hipótesis que los pensadores orgánicos del régimen macrista –como Alejandro Rozitchner y Federico Andahazi– siempre han rechazado de plano.
Dicho sea de paso, en este punto aflora un interrogante: ¿Por qué razón los antepasados ideológicos más remotos de Macri y sus amigos fueron, en lo cultural, exactamente lo contrario? Una diferencia que vale la pena explorar.
La traducción
En la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX, sujetos como Durán Barba hubieran tenido que buscar otro empleo. Lo cierto es que la elite política, que a partir de 1862 organizó las bases del Estado nacional a imagen y semejanza de la clase dominante, también supo construir el corpus teórico de su propio proyecto, a pesar de que este tuviera aristas aberrantes, como la Guerra de la Triple Alianza –en la cual se exterminó la población masculina del Paraguay– o la Conquista del Desierto, sobre cuya naturaleza criminal está todo dicho.

Ocurre que sus hacedores fueron hombres ilustrados. Bartolomé Mitre fue al respecto un ejemplo: además de haber fundado, el 4 de enero de 1870, el diario La Nación, su Historia de Belgrano (1887) y la Historia de San Martín (1890) son consideradas las obras pioneras de la historiografía oficial.
Pero si el pensamiento de alguien ejerció una influencia decisiva en la organización del nuevo país, aquel no fue otro que Domingo F. Sarmiento, ya que en la polémica sobre la civilización frente a la barbarie, planteada en su obra Facundo (1845) , se forjó el modelo de nación acuñado por el sector que, en 1880, condujo a la presidencia al general Julio A. Roca.

Esa camada –conocida como la Generación del ’80– tuvo hombres que, en una misma vida, fueron escritores, políticos, militares y funcionarios. En lo social, abogaron con sumo fervor por el positivismo, bajo el lema “Orden y Progreso”. Lo primero no era sino un eufemismo referido a las condiciones de calma que –en pleno auge inmigratorio– debía imperar entre las clases bajas para así garantizar lo segundo: la concentración de la riqueza.
Reflejo de ello fue la Ley de Residencia, impulsada por Miguel Cané, el autor de Juvenilia (1884), que permitía la deportación de extranjeros díscolos.
No menos picante resultó la opinión de Eduardo Wilde, autor de Viajes y observaciones por mares y tierras (18919) sobre el sufragio universal: “Es la victoria de la ignorancia universal”, fueron sus exactas palabras.

Entre los grandes animadores de esa corriente resaltó, además, Joaquín V. González, quien fue gobernador de La Rioja, senador nacional y autor de La Revolución de la Independencia Argentina (1887). Pero no le fue a la zaga Eugenio Cambaceres, abogado, legislador y autor de En la sangre (1887). Y menos aún Lucio V. Mansilla, general, periodista, diplomático y autor de Una excursión a los indios ranqueles (1870).
La etapa política dominada por la Generación del ’80 se extendió hasta 1916, al asumir la presidencia Hipólito Yrigoyen.
El paso de esos hombres por la historia dejó una pequeña anécdota que los pinta por entero. Corría una tarde otoñal de 1890 cuando Mansilla visitó a Mitre en su casona de la calle San Martín al 300.
El anfitrión lo recibió con un anuncio:
–Lucio, acabo de terminar de traducir La Divina Comedia, del Dante.
La respuesta del recién llegado fue:
– ¡Muy bien, don Bartolo1 ¡Hay que joder a esos gringos!
Quizás, casi trece décadas después, la llegada de un tipo como Macri a la presidencia del país haya sido una venganza del destino por esa traducción.