Supongamos que existe en Argentina un periodista Diego Mayor.
No es jovencito, pero tiene onda joven. Pertenece a esa generación de periodistas descontracturados, un tanto irreverentes, con amague transgresor, que bancan esa pose de enfant terrible con firmeza ética y solidez profesional. Nunca una agachada, solidarios con las víctimas y despiadados con los abusadores, y siempre autocríticos.
Por otro lado, tienen criterio, racionalidad impecable, incuestionables fuentes directas, información que va al grano, comprobada, documentada, preparada para ser llevada a un juicio.
Diego Mayor conduce un programa de radio. Apoya al Gobierno, pero no le deja pasar una. Purista, roza el moralismo. No admite las manchas y le habla a una audiencia que le encanta no admitir las manchas.
Cristina Fernández de Kirchner impulsó el mayor acuerdo entre China y Argentina en toda nuestra historia.
Una mañana analiza el tema de las exportaciones de carne vacuna. Informa que el 75% de la producción argentina es comprada por China y afirma: “China se está llevando tres de cada cuatro kilos de carne que producimos, y por eso nosotros pagamos 700 pesos el kilo de carne. 700 pesos. Una familia con un ingreso básico no lo puede pagar. No puede comer carne argentina, y sí se la comen los chinos”.
Continúa: “Está sucediendo lo mismo que con Gran Bretaña en el siglo XIX. Igual que Gran Bretaña, China construye infraestructura para llevarse lo nuestro. Está reconstruyendo la red ferroviaria para llevarse lo que producimos, haciéndonos creer que la red ferroviaria es nuestra.”
Patada en la boca a China y a todos quienes buscan profundizar la relación con China —incluso dentro del Gobierno, incluso dentro del peronismo, incluso Cristina Fernández de Kirchner, que impulsó el mayor acuerdo entre China y Argentina en toda nuestra historia.
Diego Mayor tiene adentro una vena antiimperialista y ve en China un imperio. Siente a China como depredadora, contaminadora del medio ambiente, estafadora, opresora, explotadora, antidemocrática, violadora de los derechos humanos.
Diego Mayor no tiene en su registro personal información sobre China de otras fuentes que no sean las corporaciones mediáticas norteamericanas y europeas, reproducidas en Argentina por el Grupo Clarín y demás medios que monopolizan la comunicación periodística.

Por otra parte, como defiende a las víctimas del poder abusivo, es ferviente enemigo del Grupo Clarín y demás medios que monopolizan la comunicación periodística, y como es antiimperialista, se rebela contra las corporaciones mediáticas norteamericanas y europeas.
Sin embargo, la imagen de China que transmite es la que él se ha construido informándose por lo que los medios hegemónicos reproducen de las corporaciones mediáticas norteamericanas y europeas.
No es ajeno a esa contradicción el hecho de que en Diego Mayor habita ese profundo gozo de pertenecer al País más Occidental de Europa —que es el país más Europeo del Patio Trasero.
Algo se hace líquido en su interior cuando oye a un europeo decir “aquí me siento como en casa”, o escucha que “vas por Recoleta y te sentís en París”.
Posa solidaridad ante los hermanos latinoamericanos, pero tiene una aversión secreta por los andinos, que lo ha mantenido lejos de tener una novia oscurita, quechua petiza, pobre villera.
En la contradicción entre su antiimperialismo y su amor por lo blanco, y por la superioridad de los países centrales, por su cultura, por su sofisticación, gana el gozo de verse europeo en el espejo, de saber hablar inglés.

Esto no contradice el antiimperialismo chino de Diego Mayor, desde que el mundo al que aspira pertenecer, al que creer pertenecer, al que se sabe perteneciente, el mundo de Europa y Estados Unidos, aborrece a los chinos.
La imagen que imprime el corazón ideológico de Occidente a sus habitantes es que los chinos son una raza inferior y que su condición bestial —comen murciélagos— nos infecta a los superiores.
Los chinos son bárbaros que nos amenazan.
Son un peligro para nosotros.
Quieren depredarnos.
Quieren comernos nuestra comida.
Esa amenaza es “los chinos” todos, desde el pueblo llano hasta el imperio.
La voz de China
Mientras tanto, esta mezcla de sospecha y aversión a China y los chinos no ha encontrado buenas objeciones de parte de China.
El Gobierno chino trata al público de todos los demás países como si fuera público chino, o sea, asume que obedece la veracidad de la información porque es emitida por la autoridad.
Si los occidentales adoramos que nuestros poderosos nos mientan, en cambio odiamos que los enemigos – rusos, musulmanes, chinos – nos digan cualquier cosa.
Los medios imperiales de Occidente informan la realidad que les conviene y los medios chinos hacen lo mismo; la diferencia es que los occidentales son hábiles para hacer creer que dicen la verdad, mientras los medios chinos no se preocupan por crear una ilusión, ya que asumen que serán creídos por acatamiento.
Si los occidentales adoramos que nuestros poderosos nos mientan, en cambio odiamos que los enemigos —rusos, musulmanes, chinos— nos digan cualquier cosa.
Mucho más odiamos lo que huele a propaganda comunista.
Y esto no le importa a China, de modo que, si a Diego Mayor le llega directamente de la agencia oficial de noticias Xinhua la noticia de que China terminó con la indigencia en su población, la noticia rebota antes de que lo alcance.
Tampoco le llega esa noticia por los medios de comunicación, los hegemónicos o cualquier otro, incluso los antiimperialistas, porque los medios viven de la publicidad, y ni el Gobierno ni las empresas chinas contratan publicidad, mientras las empresas de Occidente sí.

En el ámbito del trato con chinos, Diego Mayor tampoco está muy bien predispuesto por su experiencia con los chinos que viven en Argentina, ni con los del supermercado, que jamás responden a su saludo, ni con los empresarios, que tampoco responden a sus consultas.
El escollo principal que aporta China para que Diego Mayor tenga hacia su gobierno y su gente una actitud entre indiferente y hostil, es que no sólo le ordena cuáles son las noticias que debe conocer y transmitir —siempre noticias buenas—, sino que jamás, nunca jamás, le pregunta qué quiere saber él de China.
Si China se interesara por averiguar cuáles son los temas de interés de los públicos a los que intenta imponer noticias, si aunque sea sólo permitiera que le pregunten, entonces la comunicación podría comenzar.
Just business
Desde que comenzó el nuevo siglo, en casi todos los países occidentales, empresarios, académicos, periodistas como Diego Mayor han observado con perspicacia que China está creciendo de un modo pasmoso, recargándose de una riqueza descomunal y expandiéndose hacia todo el planeta.
Acercarse a ese fenómeno parece garantía de ganancia: vendiéndole, comprándole, recibiendo inversión, asociándose. Allí está el dinero, sólo es cuestión de ponerse cerca.
Pero es China, es decir, un país que a los occidentales no nos gusta. La solución es encajarse en el business is business.
Ellos no hablan español y nosotros no hablamos chino. Aún cuando conseguimos una buena traducción, entendemos qué nos dicen, pero no entendemos qué nos quieren decir.
La solución es it’s just business. Se hace un trato, se obtiene una ganancia y punto final. Nada de jugar al golf juntos, de involucrar a nuestras familias, de prestarnos la quinta.
No necesitamos ser amigos, no hace falta que nos toquemos.
Just business. Nunca más literal.
Los consultores hablan del modo chino de hacer negocios. Aseguran que para los chinos, los negocios surgen de una relación establecida, de la institución “guangxi”.
También insisten en que sin conocer a la contraparte, los negocios que se hacen son una porción ínfima de lo que podrían ser. ¿Qué se le ofrece a la contraparte si no se conocen sus deseos? ¿Cómo vamos a cuidarnos si no sabemos de qué son capaces?
Es razonable, pero no estamos dispuestos a abandonar nuestro goce de ser europeos, que ordena mantener a los chinos a la distancia, en el lugar del otro que jamás será como yo. Hay cosas que el dinero no puede comprar.
Por lo demás, aunque quisiéramos, ellos no hablan español, nosotros no hablamos chino, los intérpretes no alcanzan y el inglés, tampoco. Y aún cuando conseguimos una buena traducción, entendemos qué nos dicen, pero no entendemos qué nos quieren decir.
No entendemos su mentalidad. Y ellos no entienden la nuestra.

Así las cosas, hacemos negocios horribles. En principio, el negocio básico que surge de esta encrucijada es venderles commodities y comprarles productos industrializados. No puede ser más ruinoso. Es el esquema que nos estableció y nos mantiene sojuzgados como colonia. Con China, implica un sombrío déficit comercial.
Y aunque vemos que China es una montaña de oro cada vez más alta, pareciera que no vamos a salir de esta situación, porque para ello tendríamos que abrazarnos con los chinos.
El proyecto de los Kirchner
Quien encontró la salida a este laberinto fue Néstor Kirchner.
Cuando volvió de su primer viaje a China, alguien de su entorno le dijo a un medio de comunicación: “China va a invertir 10.000 millones de dólares en Argentina”.
La frase tuvo el impacto que debía tener, y también levantó previsibles suspicacias: toda perspectiva relacionada con China es sospechada inmediatamente de “cuento chino”.
China invirtió más de 10.000 millones de dólares. Si el que ofrece inversión es Noruega lo sentimos como un éxito, pero si la ofrece China, estamos seguros de que es para perjudicarnos.
Sin embargo, en los años siguientes, China invirtió más de 10.000 millones de dólares —y sigue ofreciendo invertir más —claro que, si el que ofrece inversión es, por ejemplo, Noruega, lo sentimos como un éxito, pero si la ofrece China, estamos seguros de que es para perjudicarnos.
Kirchner viajó a China porque vio —tenía esa visión que caracteriza a los estadistas— que China será el poder de mayor gravitación en el planeta en el siglo XXI, por lo menos. Comprendió el dilema que aún tiene preso a Diego Mayor, y decidió trascenderlo. Tuvo una idea, se le formó en su alma política un proyecto de relación con China, y tuvo fe en que lo materializaría.
Así proceden los políticos que crean la realidad. No se quedan cautivos de la lógica de los laberintos, sino que salen hacia arriba cambiando la lógica, trastornando el esquema en el que no hay salida —con una revolución o con reformas.
Cristina Fernández de Kirchner llevó ese proyecto de relación con China más lejos. En su último viaje como presidenta, en 2015, acordó con el presidente Xi Jinping que la relación debía trasladar su peso de gravedad a la cooperación en áreas que privilegian la inteligencia, sumándole al comercio la creación de empresas conjuntas en territorio argentino y con capital chino, que atendieran las necesidades del mercado interno de China.

Los Kirchner concibieron y materializaron una relación con China basada en una política internacional no subordinada a los Estados Unidos, diseñada en favor de los intereses de la sociedad argentina y que considera al mundo como multipolar.
Los primeros pasos que dieron con China han traccionado la economía argentina al punto de que China se convirtiera en el segundo socio comercial de Argentina, diera respaldo financiero a través de swaps de monedas e invirtiera en la resurrección de parte de la red ferroviaria, en fuentes de generación de electricidad y en minería.
Sin embargo, el proyecto de relación con China de los Kirchner está aún intacto, plantado en el futuro. El Gobierno de Mauricio Macri, alineado con Estados Unidos, lo congeló, y el actual Gobierno, empantanado en la pandemia, está en veremos —con algunos funcionarios que lo empujan con tenacidad.
Esos funcionarios, entre los que se destaca el embajador en China, entienden el proyecto porque conciben a la política como un ámbito que tiene la obligación de crear, o sea, no de elegir entre las opciones que ofrecen los técnicos, sino de engendrar un sueño ilimitado que habrán de forjar con los recursos limitados de la realidad.
Ese sueño, lo que tantas veces se llama “modelo de país”, se construye con decisión —la decisión política. Hasta tanto no surja la decisión con una firmeza como la que tuvieron Néstor y Cristina Kirchner, la realidad estará cautiva de la encrucijada que somete al periodista Diego Mayor.
*Publicado en Adsina