“No hay razón para indignarse -dijo Walter-. Tú te beneficiabas de una restricción artificial del comercio. No vi que te quejaras de las normas cuando te favorecían”
Jonathan Franzen, “Libertad”
En épocas de adagios a la Alt Lit, al “escribí como un tuit” y/o al “nadie quiere leer problemas”, et. al., Jonathan Franzen, el escritor mimado de Chicago, ganador de varios premios en gringoland, escribió en 2010 una novela que dependiendo de la edición no baja de las 700 páginas. En la tradición de los perfiles y los anhelos de los personajes “american” de Gore Vidal, pero con la densidad político-social de una historia a lo Upton Sinclair, Franzen teje, pacientemente, como la libertad, esa roca fundadora del sentido común del “way of life” que el lema trumpista “Make America great again” devino pesadilla, ya se hizo papilla. No por ninguna decadencia moral ni por ser un sueño inalcanzable, sino porque el capitalismo hace rato está corcoveando feo. Los personajes que hilan esta historia de una decepción, Walter y Patty Berglund, son pareja “ideal”, un coletazo perdido de los sixties que no devino yuppie en los ’90. Ella, una excelente jugadora de baloncesto siempre apoyando a su compañero, abogado ecologista envuelto en las revueltas urbanas de su barrio/comunidad contra la degradación ambiental y gentrificación, haciendo “pro bonos” en causas ecológicas que contrastan su vida todo el tiempo con su familia colindante, republicana y públicamente disfuncional. Pero el polo amable de esa aparente oposición pronto muestra sus grietas que, como toda novela gringa, tienen sus raíces en la “preparatoria” que atravesaron durante el reaganismo criticándolo en sus alcances culturales, pero que nunca vieron el modo en que se les filtró en sus vidas. El loop “progresista” de Walter y Patty llega hasta el paroxismo, es decir, hasta el punto en que todo se devela como farsa: ella se va detrás de un amor no correspondido de la “prepa” a probar las delicias del mundo del rock en una época en que las drogas, la música y los hoteles baratos ya dejaron de ser marca de aventura y devinieron políticas sociales de gobiernos locales. Walter, por su parte, también en búsqueda de “su” libertad entra en la encerrona de una política medioambiental que cree poder autosustentarse sin una economía política del cuidado y la distribución. Así, en una narrativa con densidad reflexiva de pocos “punto y aparte”, esa pareja progresista a la americana se derrumba en un proceso de obsolescencia programada no prevista llevando la trama a una situación caracterizad por lo que Giussepe Ungaretti escribió en uno de sus bellos poemas “No hay mayor locura que no darse cuenta que todo está derrumbado”. Como esa “libertad” que supo llamarse de los “modernos” o “negativa” de lxs individuos frente al Estado – opuesta a la de lxs antiguxs que se concebía como “participación”- terminó devorándose a sí misma. El sueño de libertad liberal filtró al progresismo y lo convirtió en un ouroboro que en su autofagocitación dejó el territorio libre de lxs que creen, como sostiene Merrie, un personaje de la novela, que todos podemos “… vivir en una pequeña burbuja, crear (nuestro) pequeño mundo. (Nuestra) propia cajita de muñecas.” Y así, entre la tradición literaria americana “sixtie” de Tom Wolfe que ya anticipaba la caída del imperio americano y la infinita melancolía constitutiva de la cultura yanki que Flannery O´Connor retrató tan maravillosamente en sus libros , el proyecto de libertad progresista de Patty y Walter se desarma en miles de astillas que valen la pena ser leídas en toda su complejidad luminosa.