La Ley Micaela establece la capacitación obligatoria en género para todas las personas que integran los tres poderes del Estado nacional, así como para los distritos e instituciones que adhieran. Sancionada en 2018, lleva el nombre de Micaela García, una joven entrerriana que fue víctima de femicidio en 2017.
Junto a la Fundación Micaela García “La Negra”, Contraeditorial presenta una serie de artículos con un recorrido por los antecedentes históricos y normativos, los conceptos centrales y las preguntas urgentes que hacen a la capacitación y sensibilización en materia de género.

Volver a mirar
El feminismo es un movimiento, es una militancia, es acción política, pero también es una plataforma de pensamiento y una manera reveladora de mirar. O mejor dicho, de volver a mirar. Por eso, junto con el activismo y la presencia en las calles, los feminismos fueron desarrollando múltiples conceptos y herramientas teóricas con las cuales habilitar una relectura de las acciones propias, ajenas y colectivas, para así exponer aquellas conductas invisibilizadas y/o naturalizadas por el sistema patriarcal, binario y androcéntrico, en un primer paso hacia la conquista de cambios sostenibles.
Ese conjunto de recursos constituyen una perspectiva de género. En su publicación “Ley Micaela. Claves para el traslado de contenidos en la práctica” (2020), el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación sostiene que “establecer las coordenadas de un cambio cultural es avanzar en la capacitación como forma de incorporar la mirada de género sobre las desigualdades estructurales que producen y reproducen las violencias”. Por eso, destaca que “la adquisición de herramientas teóricas para la incorporación de la perspectiva de género es una parte fundamental de estos procesos y se expresa indefectiblemente en su traducción práctica”. Es decir, se trata de recursos teóricos pero pensados para su inmediata aplicación cotidiana.
Estereotipos
Una forma posible de comenzar a constituir esta perspectiva de género es diferenciar dos categorías centrales: los conceptos de sexo y género, que en la práctica social están ligados y se influencian mutuamente, pero que a los fines analíticos resulta útil caracterizar. El sexo puede entenderse como referido a las características sexuales visibles, que por lo general se ligan a la diferencia genital con que son clasificadas al nacer las personas. Por supuesto, se trata de un esquema binario, donde solo hay lugar para varones y mujeres.
Por otra parte, el género es un constructo social, cultural y simbólico, que se traduce en un conjunto de rasgos afectivos, emocionales e intelectuales, así como en comportamientos, que una sociedad dada atribuye como propios y “naturales” de varones o de mujeres.
Los estereotipos de género funcionan como “etiquetas” que atribuyen supuestas formas de ser.
A su vez, a partir de la construcción del género, son creados e impuestos unos ciertos códigos de comportamiento, actitudes y roles particulares. Se lo denomina estereotipos de género y pesan sobre categorías como la de feminidad o masculinidad. Un ejemplo claro es la idea de que en la humanidad hay una parte “fuerte” y otra “débil”, y que lo “natural” y “deseable” es su unión complementaria.
El resultado son fórmulas estereotipadas de relación, que establecen jerarquías y limitan las posibilidades de desarrollo de las personas, abonando un falso precepto binario que se vuelve referencia obligada para tratar y encasillar a las personas. Siguiendo el esquema anterior, rápidamente la parte “fuerte” es asimilado al protector y proveedor de la familia, mientras que la cara “débil”, a quien se considera incapaz de valerse por sí misma, no puede ser independiente y entonces debe ser cuidada y protegida.
De este modo, los estereotipos de género funcionan a la manea de “etiquetas” que se adhieren a las personas, portando características atribuidas a formas de ser y de comportarse, en una simplificación de la realidad que asfixia la diversidad. Y, por supuesto, no se trata de un efecto de tipo enunciativo, sino de un factor bien concreto, que opera sobre la materialidad, coartando las posibilidades de desarrollo.
En síntesis, el mecanismo consiste en remarcar un determinado matiz o rasgo de la cultura o de la personalidad de alguien o de un conjunto de personas, dejando de lado otras facetas individuales o colectivas. Un caso típico es la tendencia a asignarle el color azul a los varones y masculinidades y el rosa a las mujeres o feminidades. “Los estereotipos –señala el documento del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad– se usan para justificar la discriminación por motivos de género y se reflejan y refuerzan en las teorías, las leyes y las prácticas institucionales”.
Como resultado, se instalan en la sociedad desigualdades y violencias por motivos de género, sostenidas en una jerarquía falaz, una supremacía de tipo sexista, que legitima y reproduce relaciones de poder que incluyen la subordinación de las mujeres y de toda otra expresión e identidad que no responda a las normas binarias y cis-heterosexuales*.
Una perspectiva integral
Todos estos factores –verdaderos pilares del patriarcado– son contemplados por la perspectiva de género, que así se vuelve una herramienta imprescindible para reconocer, identificar y sacar a la luz el entramado de estereotipos y las consecuentes desigualdades que en todos los ámbitos de la vida están operando entre las feminidades y las masculinidades, incluidas la división social del trabajo y del poder, y sin olvidar la interpelación a nuestras propias conductas personales.
La perspectiva de género implica una revisión integral de las relaciones y de la distribución de funciones en todo tipo de sociedades y ámbitos, asumiendo la existencia de un desequilibrio en perjuicio de las mujeres y del conjunto de las identidades feminizadas. En paralelo, expone la forma en que las personas que no encajan en esta cis-heteronormatividad sufren discriminación social y lo pagan en su calidad de vida.
Para UNICEF, “la perspectiva o visión de género es una categoría analítica” que, nutriéndose de las diferentes vertientes académicas de los feminismos, se propone “cuestionar los estereotipos y elaborar nuevos contenidos que permitan incidir en el imaginario colectivo de una sociedad al servicio de la igualdad y la equidad”. En ese sentido, “lleva a reconocer que, históricamente, las mujeres han tenido oportunidades desiguales en el acceso a la educación, la justicia y la salud, y aún hoy con mejores condiciones, según la región en la que habiten, sus posibilidades de desarrollo siguen siendo desparejas e inequitativas”.
¿Y cuándo comienzan estas desigualdades? Con la misma socialización de género, es decir, junto a aquellos comportamientos, costumbres, valores, habilidades físicas y psicológicas que vamos aprendiendo e internalizando desde el momento mismo en que nacemos, primero, a través de la familia, y luego, por medio de agentes sociales como la escuela y otros sitios e instituciones. Este proceso dota al individuo de una identidad, ideales, valores y expectativas, así como también de prejuicios, sesgos y creencias que condicionan su forma de ser y pensar.
Justamente, bajo las imposiciones del patriarcado, uno de los efectos de la socialización de género es la antes mencionada concepción binaria de la vida y su mandato de ser hombres y mujeres, en un esquema donde ellos son proveedores de los recursos económicos para la familia, y ellas son consideradas agentes de cuidado, a cargo de las tareas del hogar.
División y límites
La proyección del patriarcado y su lógica binaria al plano laboral y profesional establece lo que se llama una división sexual del trabajo, con espacios y tareas diferenciadas y jerarquizadas según se trate de masculinidades y feminidades, y donde, como siempre, estas últimas cargan con un saldo negativo.
En el caso de las tareas domésticas, el resultado es que las identidades feminizadas reciben una sobrecarga de labores, mientras se exime a las masculinizadas. Esto significa para las trabajadoras un peso extra de responsabilidades que, en muchos casos, puede acabar siendo agobiante.
Y ya fuera del hogar, lo que aparecen son diversos dispositivos que dificultan el acceso al trabajo, por ejemplo, obstaculizando para mujeres y diversidades sexo-genéricas la asunción de cargos jerárquicos. Es lo que se conoce como “techo de cristal”: un límite invisible pero bien real para el desarrollo de las carretas profesionales de estas personas, sin importar su capacidad o méritos. Otro tanto pasa con la remuneración, que suele ser menor en promedio a la que reciben por iguales tareas los varones.
El “techo de cristal” obstaculiza el desarrollo laboral y profesional de mujeres y diversidades.
Todo este esquema de jerarquización, desequilibrios e injusticias naturalizadas redunda en una feminización de la pobreza, que recrudece aún más cuando se trata de identidades que no responden al patrón binario.
Frente a este escenario, la perspectiva de género muestra tanto el resultado como las razones de un proceso por el cual, históricamente, a los géneros se le han asignado roles y mandatos de lo que “deben ser” y las conductas que de ellos se esperan. Porque si las personas tienen que “representar” al género, respondiendo a una serie de autorizaciones, también se las obliga a pagar penalizaciones en caso de no segur los patrones atribuidos. Estos castigos dependerán del momento histórico, cultural y político de cada sociedad, pero nunca son inocuos. Todo lo contario.
Como resultado de la presión ejercida por el aparato heteronormativo, mayormente se da por supuesto que todos los seres humanos son heterosexuales, haciendo de esa práctica sexo-afectiva que se transmite desde la infancia algo que no se agota en lo “normal”, sino que se vuelve obligatorio.
Pero si esta fijación forzada de roles, identidades y conductas heterosexuales constituye una cis-heteronormatividad, ¿qué pasa cuando alguien no sigue el esquema binario mujer/varón, tal como se lo designaron al nacer, y en cambio se inscribe o representa en otra identidad de género? Sea gay, lesbiana, travesti, trans, bisexual o no binarias, esa persona primero es expulsada de las identidades que se describen dentro de los parámetros del binarismo; y luego, sufre distintos grados de discriminación y violencia. Por todo esto, la perspectiva de género se vuelve imprescindible, más aún cuando se trata de quienes aplican las leyes y desarrollan políticas públicas. Es decir, las personas alcanzadas por la Ley Micaela.
Recursario
Dónde obtener información, pedir ayuda y denunciar
- Línea 144: atención a víctimas de violencia de género
- Línea 137: atención a víctimas de violencia familiar y sexual
- Línea 911: emergencias
- Fundación Micaela García “La Negra”: (03442) 15-64-8744, fundacionmicaelagarcia@gmail.com.
- Unidad Fiscal Especializada de Violencia Contra las Mujeres:
(+54 11) 6089-9074/9000, interno 9259. Mail: ufem@mpf.gov.ar. - Oficina de Violencia Doméstica (OVD): (+54 11) 4123-4510 al 4514.
- Centros de Atención para Mujeres y LGBTI+: en todo el país, se pueden buscar los centros en www.argentina.gob.ar/generos/centros-de-atencion-para-mujeres-y-lgbti.