En el cuento The Masque of the Red Death (La máscara de la muerte roja), de Edgar Allan Poe, el príncipe Próspero, secundado por un millar de nobles, se refugia en un castillo florentino del siglo XII para aislarse de una terrible peste, y no sin indiferencia hacia la suerte del resto de la población. Lo cierto es que el banquete durante el cual se precipitan los acontecimientos hace imaginar una posible fiesta clandestina de Juntos por el Cambio (JxC) en medio de la actual pandemia. Es más, en la adaptación cinematográfica del texto –dirigida por Roger Corman en 1964–, el genial Vincent Price se asemeja de un modo asombroso a nuestro príncipe Mauricio.
Una sola frase suya, susurrada en marzo del año pasado al presidente Alberto Fernández –quien la hizo pública–, robustece esa impresión: “Que la economía no se frene. Qué se enfermen los que tienen que enfermar. Y qué mueran los que tienen que morir”.

Casi 13 meses después, exactamente el 6 de abril, tuvo lugar su sonado cónclave con quienes integran la mesa nacional de la alianza opositora. Allí fue fijada la estrategia partidaria para esta coyuntura: difundir y promover el contagio de Covid-19. Hasta fue emitido un comunicado, donde se especifica el rechazo absoluto a cualquier medida gubernamental para contener y reducir la segunda ola del coronavirus, justo cuando por tales horas se contabilizaban 20.870 nuevos infectados.
Ya se sabe que entre ambos instantes hubo desde una denuncia penal de Elisa Carrió contra Fernández por “envenenamiento” –después de anunciarse la compra de vacunas Sputnik-V–, hasta la exhibición en un “banderazo” de bolsas mortuorias con nombres de personas vivas, entre otras sutilezas.

En tanto, no son pocos quienes le agradecen a la Divina Providencia que esta pandemia no ocurriera durante el régimen macrista, una bendición que, desde luego, excluye a la ciudad de Buenos Aires.
El alcalde Horacio Rodríguez Larreta supo cultivar en estos tiempos un perfil de “dialoguista”, cuando en realidad actuaba con el sigilo de una cobra. Así fue como privatizó parcialmente la vacunación al suscribir contratos con obras sociales y prepagas para cederles dosis destinadas a sus afiliados, y sin que eso pasara a mayores. No menos sinuosa fue su presunto acatamiento a las estrategias sanitarias del Poder Ejecutivo nacional, hasta que saltó a la luz la ausencia absoluta de controles del gobierno porteño sobre las restricciones impuestas por Fernández a comienzos de abril. Desde entonces fue obscena la politización de la peste por parte de esta “paloma” del PRO. En tal marco sucedió su mise-en-scène en defensa de la presencialidad para los alumnos del nivel primario y secundario. Una obsesión que lo desvela cuando el epicentro de la segunda ola de contagios no es otro que el territorio a su cargo.
¿Acaso se convirtió, de pronto, en el émulo más impensado de Domingo Faustino Sarmiento? Pareciera. Pero no precisamente en el aspecto educativo.

Porque a fines de enero de 1871 se produjo, imperceptiblemente, en un conventillo de la calle Bolívar el primer caso de fiebre amarilla. La peste se diseminó por el barrio de San Telmo para luego extenderse a otras zonas sureñas de la Gran Aldea. Al asomarse el otoño, ya flagelaba ciertos distritos aristocráticos, cuyos residentes huían en masa hacia las afueras de la ciudad. Habían existido brotes previos de la enfermedad en 1852, 1858 y durante el año anterior. Sin embargo, esa vez el conteo fue trepando hasta cosechar 200 muertes por jornada, con picos en los cuales aquella cifra llegó a duplicarse.
Transmitida por el mosquito Aedes aegypti, la situación se agravó dado que la peste también llegaba por dos vías: desde Paraguay, importada por los soldados que volvían de combatir en la Guerra de la Triple Alianza –concluida unos meses antes– y por los barcos que arribaban desde las costas de Brasil.
Hubo, en total, unos 14 mil fallecimientos. De modo que la población porteña –estimada en más de 180 mil habitantes, según el censo de 1869– se redujo en un 8 por ciento, sin contar el éxodo de quienes escapaban. De modo que la urbe, con sus calles desiertas, quedó envuelta en un silencio sepulcral.
El asunto le explotó en la cara al presidente Sarmiento, al adentrarse en su tercer año de gestión. La ciudad era también sede del gobierno provincial, a cargo de Emilio Castro, y la del Consejo Municipal, encabezado por Narciso Martínez de Hoz. Entre los tres había un cúmulo de desavenencias políticas y jurisdiccionales, lo cual marcó a fuego la estrategia estatal ante la plaga.
Desde un punto de vista objetivo, la correlación de fuerzas tampoco era beneficiosa. La ciudad tenía un sistema de drenaje muy limitado, y abundaban los pozos negros. De modo que las napas de agua estaban contaminadas por los desechos humanos. Otro foco infeccioso era el Riachuelo, convertido en receptáculo de aguas servidas y desperdicios arrojados por los saladeros que se levantaban en sus costas, mientras la poca provisión de agua potable se usaba en las locomotoras a vapor del Ferrocarril Oeste, y no para el consumo de la población. Cosas del libre comercio.

Por cierto, en su nombre afloraron las protestas de quienes se dedicaban a tal actividad ante las cuarentenas a los barcos que llegaban desde Brasil.
Al respecto hay una historia que merece ser destacada: el veto por parte del presidente Sarmiento de la disposición que permitía a la Junta de Sanidad evitar el desembarco de pasajeros provenientes de ciudades Infectadas. En una ocasión, incluso, acudió personalmente al puerto para intervenir en el asunto, y ordenó arrestar al médico Pedro Mallo, quien había decidido el confinamiento.
Ocurría también que la actividad estatal en el puerto y en la aduana eran las únicas cajas de las que Sarmiento disponía para honrar la enorme deuda de guerra que Bartolomé Mitre le había legado del conflicto con el Paraguay.
Claro que tan delicada cuestión terminó por motivar las operaciones de la prensa hegemónica de entonces. Por caso, el diario Buenos Aires Standard había iniciado una campaña para instalar la creencia de que la epidemia no era de fiebre amarilla sino “simples afecciones gástricas, sin que alarme el número de muertos”. Tal fake contribuyó a que se relajaran los controles.
Mientras Sarmiento se abocaba en “no frenar la economía” –así como a Macri le gustaría decir un siglo y medio después– el alcalde Martínez de Hoz, a sabiendas del riesgo –ya que había sido informado al respecto por una junta médica– no tuvo mejor idea que autorizar, en febrero, los fastos del carnaval. Tal medida la tomó con el apoyo del gobernador Castro.

Tanto es así que la ciudad se había engalanado con ese fin, por lo que la muerte desfilaba entre fuegos artificiales, juegos de agua, bandas de música y bailes de máscaras. En medio del jolgorio, médicos y enfermeras corrían de un lado al otro, mientras la peste se propagaba en otros ocho barrios.
Ya a fines de marzo, el propio Sarmiento puso los pies en polvorosa. Y a lo grande: escoltado por 70 hombres, entre colaboradores y soldados, a bordo de un tren con rumbo a la ciudad de Mercedes. También se esfumaron todos sus ministros, al igual que Martínez de Hoz y Castro.
Dejaban atrás una metrópoli saturada de saqueos a la luz del día, donde hasta los cadáveres tirados en las calles eran despojados de sus pertenencias. En tanto, comenzaban a escasear los alimentos, florecía el mercado negro. Y las fronteras de Buenos Aires quedaban selladas por las provincias limítrofes.
Todo, lentamente, volvió a la normalidad en junio de ese año.
La historia se repite, pero con algunas variaciones; la más tajante: el rol de un presidente que torea el virus con todas las herramientas institucionales a su alcance. Claro que en medio de dramáticos récords de contagios. Y con una oposición que convierte la mayor tragedia sanitaria de la historia argentina en una oportunidad para seguir existiendo.