Riquelme hoy cumple 42 años. Para celebrarlo, un exquisito cuento del escritor Camilo Sánchez, adelanto de la antología literaria Ficciones riquelmeanas.
Para mi hermano Walter que, cuando
Román se retiró de las canchas, salió
a jugar ese sábado con un brazalete
negro en su brazo izquierdo.
Diezmado por un acv, el último, todavía con El Viejo nos dábamos maña para tirar paredes de memoria. Como dos músicos, mirándose de reojo y pisando los mismos compases con el brío necesario. Escuchando, muy amigos, hermanados en el tono, con esos acordes cómplices que sólo ellos parecen percibir en la gran orquesta. Cada uno con una carcajada contenida a punto de derrapar en escena.
Algo así: un instrumentista que aparece, un instante antes que el neurocirujano levante la vista, con el bisturí indicado, para que el médico pueda seguir concentrado ferozmente allí, donde cada error es definitivo.
Parecido a ese entendimiento súbito entre el motoquero y el conductor de un auto: si él se abre yo paso, dice el que va en la Zanella, y acelera a fondo, jugándose la vida, a las 13.25, en el nudo enrevesado de tránsito de Cabrera y Anchorena, en medio de la ferocidad del 22 de diciembre, cuarenta grados a la sombra.
La vida nos tenía un poco acorralados esos días pero manteníamos una comunicación silenciosa.
Las últimas estaciones de un viaje íntimo.
Sonaba en la radio Gardel, por ejemplo.
Yo sabía que él a Gardel lo escuchaba, toda su vida, desde siempre, de pie. Esto también es el himno nacional, decía, y escuchaba a Gardel de pie, sin pensar en otra cosa, concentrado y firme, hasta que se iba de la radio esa voz un poco celestial entonando que ella aquieta mi herida, todo todo se olvida.
Por eso, en esos días, cuando la enfermedad lo tenía entre las cuerdas, y la voz de Gardel aparecía en la radio, el Viejo levantaba la vista, de costado, y sin necesidad de que mediara el lenguaje –que se le había retobado en los últimos meses, que se le iba lejos, despacito, lejos– me miraba y yo entendía.
Pedía que lo reemplazara en el gesto.
De pie me ponía entonces yo, porque en la radio Gardel entonaba que contra el destino nadie la talla y se terminaron para mi todas las farras. Me ponía de pie por él cuando cantaba Gardel y le veía surgir una sonrisa leve, mínima, que aún le iluminaba la cara.
Desde entonces, a Gardel no puedo escucharlo sentado.
Bueno, veíamos mucho fútbol por televisión, todo el tiempo, en aquellos días.
Dálmine-Almirante Brown, por la B Nacional; el Málaga contra el Oporto por la Eurocopa; Fluminense contra el Santos, por el torneo brasileño; lo que fuera, con el menor volumen posible.
Los dos comunicados, sin palabras, seguíamos juntos todavía tratando de descifrar esa puesta en escena, ese incierto vaivén de tensiones invisibles que siempre resulta un partido de fútbol.

Aunque no siempre sosteníamos la misma mirada, éramos dos lectores silenciosos de partidos que se jugaban lejos.
Lo da vuelta, decía yo, cuando el Barcelona se ponía dos a uno contra el Madrid, en el Bernabéu, y él levantaba apenas el brazo que todavía le respondía para decir, con un movimiento hacia arriba y hacia abajo, que no iba a ser fácil, que no iba a ser fácil.
Había que esperar.
Lo cierto es que la sensibilidad auditiva de ambos, se había vuelto todavía más aguda en esas tardes interminables.
Y la voz de Marcelo Araujo, su relato, desentonaba con el clima que alcanzábamos en aquel último envión de su despedida. A veces, hasta nos daba gracia. Eso fue penal o estoy loco, gritaba Araujo. Pueden ser las dos cosas, le dijo un día Macaya, el comentarista equilibrado, harto también de tanta grandilocuencia.
Qué tenía que ver, por dios, los excesos de la palabra épica con esa belleza que irrumpía de pronto, aún en el partido más rante.
Negociábamos esas tardes, como siempre.
Veíamos todos los partidos que él quisiera pero de fondo sonaba la música que yo traía especialmente para cada encuentro: Troilo y Grela, Justin Tchatchoua y Aboubacar Shyla porque se me había dado por la música africana en aquellos tiempos, Pat Metheny que en aquel entonces había descubierto a Pedrito Aznar que volaba como un águila hambriento en esos años.
Toda música instrumental preferíamos para que no nos distrajeran las palabras entre las idas y vueltas de cualquier partido. Y entonces sucedió uno de esos instantes que se recortan perfectos y a los que uno siempre vuelve cuando se pone a recordar algo.
Román Riquelme la bajó como si nada. Era una pelota envenenada más que un pase, de Cascini o Battaglia, uno de esos. Y él, Román Riquelme que, moviéndose en su propio tiempo, sin apuros, levantó el pie derecho, alto y, como si bailara, amortiguó en cámara lenta un efecto ladino y evitó que la pelota se fuera por el costado de la cancha.
La bajó y corrió, con parsimonia, por el lateral, porque Boca le estaba ganando a Vélez, ahí nomás, dos a uno, cerca del final, y la muchachada de Trotta y Chilavert apuraba en los últimos minutos del partido, y convenía enfriar la cosa, tenerla bajo la suela, demorar la trama.
Román manejaba los tiempos, era un novelista avezado.
Y mientras Román corría hacia el banderín de corner, y le llovían patadas y empujones y danzaba contra la corriente, sacaba pecho a pocos metros de los palcos en la Bombonera. Porque Riquelme, que venía de abajo, no conocía el miedo escénico y cerca de la gente rica rendía todavía más. Y no va que mientras Román pisaba la pelota y sorteaba guadañazos indiscretos y el tiempo pasaba dulce para su equipo y era veneno para los de Vélez, no va que, en el aire, de fondo, en ese mismo instante, Michel Petrucciani comienza a teclear, arqueado sobre su piano, lentamente, So What.
Petrucciani en vivo en Stuttgart.
Está con sus amigos, con Anthony Jackson en bajo, y Steve Gadd en batería.
Y mientras Román hace malabares cerca del banderín, debajo de los palcos, el piano del señor más extraño aún que Toulouse-Lautrec, y que bien pudo haber sido un asesino serial, un homeless resentido en las calles de Nueva York, y que sin embargo resultó un artista, un foco expresivo luminoso, uno de los pianistas más queribles del jazz. Michael doblado sobre el piano, en el minuto 29 de aquel concierto memorable, sobrevuela en un solo salvaje y tierno, un pasaje de So What. Es el momento del concierto, como justamente es el momento del partido esos instantes finales de Román, flotando en la Bombonera enardecida, haciendo tiempo, jugando siempre cuando las papas queman.
Y mi Viejo y yo que sabemos, sin decir nada, que la tarde está definitivamente salvada gracias a Román y a Petrucciani.
Como si fuera poco, mi padre que casi ya no podía articular frases completas que me dice eso, eso de la música de los botines, y hace que yo le apoye una mano en uno de sus hombros para quedarnos así, un rato, largo, en silencio. Porque es acaso en silencio como se deben dar las gracias cuando son verdaderas y no meras convenciones sociales de la compra y de la venta.
(Este cuento forma parte del proyecto de una antología literaria Ficciones riquelmeanas, en preparación, que editarán Nicolás Correa, Jorge Hardmeier, Andrés Alvarado y Pablo Mariani)