Al igual que todos los sábados, una chica de unos 20 años con su beba en brazos tracciona a sangre un carrito oxidado con prendas de ropa, juguetes y alimentos no perecederos que va recolectando de cada una de las casas en las que con un timbreo de por medio en forma de contraseña le avisa de su llegada a los propietarios para sumar algo para a un hogar que fue castigado por un modelo de exclusión social.
Una escena que, por cierto, es bastante usual para todos los que vivimos en el conurbano africanizado –como dice en clave despectiva el periodista del diario La Nación Pablo Sirvén– y que por culpa de esa repetición de escenas es que se vuelve invisible a los ojos las razones que lleva a los más pobres a apelar a la solidaridad de sus vecinos para vestirse con una camisa gastada que su dueño decidió regalar y comer un plato de lo que se pueda rescatar.
Las desigualdades dejan de ser visibles cuando se naturalizan las relaciones de dominación.
¿Cuándo estas desigualdades se vuelven invisibles? Se preguntará nuestro atento lector. La respuesta es bastante sencilla, dejan de ser visibles cuando se naturalizan las relaciones de dominación, de modo que las mayorías terminan aceptando la dominación a la que se los somete. Por ello es aquí, en el terreno de la cultura, en el que los mecanismos de la maquinaria de los sectores dominantes se aceitan y se ponen en marcha para colonizar pedagógicamente a la sociedad, logrando que se dejen de ver las desigualdades de un sistema que solo beneficia a un sector muy chiquito.
Es fundamental dar la batalla cultural porque es donde la minoría siempre nos primerea inundando el sentido común con frases contra les pibes como: “es pobre porque quiere”, “se embarazó para cobrar un plan social” o “les gusta ser pobre”. No es casual que esta misma minoría de un país que detesta nos pida que empaticemos con los ricos que “asfixiados por los impuestos no pueden invertir” pero nunca nos pida que nos pongamos en el lugar del pibe pobre que excluido por el mercado no puede consumir tan siquiera lo mínimo para garantizar la subsistencia muchas veces. Fantasear ser rico es fácil y placentero, pero nadie quiere jugar a ser pobre porque duele.

Aunque no nos pidan que nos pongamos en su lugar, ellos andan por ahí. Son familias enteras que ven en algo tan banal como un timbre la esperanza de un presente, nunca de un mañana. No importa si hace calor, frío, llueve o truene. Ellos están ahí, tienen rostro, tienen historias, tienen sueños y su mayor anhelo es dejar de estar pobres. Algunos nacieron en medio de la pobreza, con distintos momentos políticos, dados o por una presencia más fuerte del Estado para garantizar al menos condiciones mínimas, y modelos económicos que buscaban incluir a todos y todas, o profundizando tristemente su situación por un Estado que dejaba librado al mercado la suerte de cada uno, cuando ya quedó absolutamente demostrado la ineficacia del mismo para crear sociedades socialmente democráticas, porque el mercado impone su garrote dado por la codicia como único destino.
Es necesario poner fin a esas representaciones sociales que estigmatizan a les jóvenes y adolescentes para justificar su exclusión.
Otros no nacieron siendo pobres, pero su actual estado es consecuencia de modelos políticos, económicos y sociales como el de Mauricio Macri, cuyas consecuencias han sido profundizadas por una pandemia que benefició a los que más tienen, y que más allá de un Estado presente con el gobierno de Alberto Fernández, que garantizó al menos los alimentos en una de las etapas más drástica de la historia económica contemporánea mundial, no pudo hacerse cargo de revertir esa exclusión consciente y perversamente creada.
Debemos ser capaces de visibilizar a estas familias vulnerables, comprometiendo a los funcionarios a pensar más allá de la lógica asistencialista que ha demostrado su fracaso, fortaleciendo los modelos de protección social, entendiendo que es necesario pensar en políticas públicas para les jóvenes y adolescentes, reconstruyendo los estereotipos de les pibes pobres y poniendo fin a esas representaciones sociales que los estigmatizan para justificar su exclusión.
Tiene 20 años. Se llama Andrea y su hija Catalina. Si no damos la batalla, no la volveremos a ver.