“En lo personal, estoy siempre dispuesto a dar la discusión”, planteará Martín Kohan, una y otra vez, a lo largo de esta entrevista, para dar cuenta de su disposición al debate, aún ahí donde el tema aparenta ser indiscutible. Nacido en Buenos Aires en 1967, Kohan no solo es uno de los escritores argentinos contemporáneos más relevantes –por caso, en 2007 obtuvo el Premio Herralde con su novela Ciencias morales– sino también un analista exhaustivo de los discursos, desde su formación como crítico literario y docente en la Universidad de Buenos Aires.
En 2020, publicó su última novela, Confesión, y este año, el ensayo La vanguardia permanente. Ajeno y por momentos frustrado ante la avanzada de supuestas discusiones en las que ve “puras descargas de agresividad”, donde prima “la enunciación del energúmeno”, Kohan contrapone la necesidad de un pensamiento que implique “revisar y desestabilizar las propias certezas”, y que asuma el desafío del momento: “En una época como ésta, donde todo es tan inestable, tan incierto, tan provisorio, justamente hay que pensar”.
– Además de tu tarea como escritor, solés ser consultado como analista. ¿Te llevás bien con ese rol?
– Mirá, no me considero analista de nada. O sea, respondo lo que me preguntan con la prudencia del caso, pero no me doy a mí mismo esa condición.

– Y sin embargo, sos interpelado desde esa perspectiva.
– Sí, también es cierto que en el diario Perfil escribo columnas sobre cuestiones de actualidad. Son años y llevo más de 700. Me hago cargo de que no es que estoy escribiendo novelas y replegado, pero no me daría el estatuto de analista. Lo que estoy preparado para analizar son discursos, porque soy crítico literario. No me considero capacitado para analizar políticas económicas, por ejemplo. Sí estoy muy atento a los discursos, que a veces son discursos sobre la economía o la política o lo sanitario.
– Es interesante, porque hoy justamente los discursos tienen una materialidad muy potente.
– Exacto. ¿Cómo analizar los hechos mismos sin mediación de los discursos, sin pasar por la manera en que los pensamos y entendemos? En última instancia, se vuelve inseparable. No creo que el asunto sea solo analizar discursos, pero me parece indispensable pensar también las cosas a través de la manera en que las interpretamos y les damos sentido. El propio modo en que vivenciamos una cosa ya está marcada por la manera en que la interpretamos, y el modo en que nos posicionamos y desenvolvemos ya está marcado por la forma en que pensamos. No hay una sucesión cronológica: primero vivimos y después viene el discurso a decir lo que vivimos. Desde ahí sí me siento más en condiciones de hacer algo que pretendo que nunca sea opinión, porque no veo por qué mi opinión sobre una cosa podría llegar a ser significativa.

– La zozobra del momento, para su análisis, ¿exige poner a prueba muchas de las certezas que teníamos o creímos tener?
– Me parece que de eso se trata: pensar cuando las premisas se han vuelto inciertas. Me parece la ocasión que más nos convoca a pensar. De por sí, el ejercicio de una reflexión crítica supone revisar y desestabilizar las propias certezas, en el sentido de un pensamiento que está siempre dispuesto a pensarse a sí mismo. Caso contrario, habría que buscar otro tipo de formulaciones, como bajar línea, establecer dogmas; diferentes maneras de pensar formulaciones que están ya cristalizadas. Uno más bien se encuentra con eso, que es lo que predomina en los medios: los que ya tienen resuelto qué es lo que van a pensar antes de ponerse a pensar, y que no hacen otra cosa que ejecutar lo que ya tenían decidido. Pero pensar es también vacilar, asumir una zozobra con respecto a la propia premisa. Por lo tanto, en una época como ésta, donde todo es tan inestable, tan incierto, tan provisorio, justamente hay que pensar.
– En ese plano, es recurrente el desconcierto ante un discurso de derecha que va más allá de lo que parecía ser un límite para lo decible. ¿Cómo ves esas intervenciones?
– No soy particularmente proclive, incluso ante las cosas que nos puedan espeluznar, a pensar en discusiones cerradas o finiquitadas. A partir de lo que planteás, lo primero que diría es: ¿esta derecha emerge, se constituye, o estaba asordinada y ahora, por distintas situaciones ligadas a lo político, se siente dispuesta a expresar lo que en realidad ya estaba expresando o pensando en otros ámbitos? Es decir, ¿está cobrando forma o ya estaba, larvadamente, y lo que se murmuraba en circuitos ajenos a nosotros, hoy en día, por diversas razones, se va diciendo de manera abierta?

– ¿Sería una suerte de “primavera de la derecha”?
– Efectivamente. Ahora, si eso era así, y lo cierto es que era así, yo prefiero que se diga, que se manifieste, para poder dar la discusión. Como comentaba, no soy muy proclive a decir “esa discusión terminó”, porque las discusiones no terminan, siempre se pueden reabrir, eventualmente, mientras alguien tiene algo para decir. En lo personal, estoy siempre dispuesto a dar la discusión, porque ahí donde considero que algo es indiscutible, la formulación para mí es discutirlo y plasmar una posición. Entonces, algo se vuelve indiscutible cuando el otro se queda sin argumentos, no como una sentencia previa. Lo que sí me resulta frustrante es la idiosincrasia de una ideología de derecha con una profunda ignorancia. Porque cuando reabrís una discusión tenés que saber que la estás reabriendo, que ya vino discutiéndose. En ese sentido, lo que me puede resultar más irritante no es el tenor de las posiciones reaccionarias que se esgrimen, sino que no haya un mínimo conocimiento de unas discusiones que vienen transcurriendo en la sociedad, que no empezaron la semana pasada.
– En algunas de estas discusiones, aparece el odio como forma de intervención. Y muestra una gran eficacia, porque el odio es rápido, fácil de usar, cuando un debate de argumentos exige otro esfuerzo. Hay un desequilibrio, ¿no?
– Claro, porque así como te digo que para mí todo debate, a priori, me parece pertinente, hay formulaciones que no son del orden del debate, sino puro ejercicio de la violencia. Puede ser definido en términos de odio. Yo lo percibo en términos de simples descargas de agresividad, que además convocan adhesión, porque cuando hay violencia contenida y alguien abre una zona de descarga, ocurre como en algunas peleas callejeras donde uno va adelante, pero una vez que tira al otro al piso, caen veinte a patearlo. Y no hablo del recurso a un grado de violencia para debatir, eso sería otra cuestión. No son las formas que prefiero, pero hay gente que es agresiva al debatir. El problema acá es otro: cuando no se está debatiendo nada, se están produciendo descargas de agresividad, y después, una vez que está caído el objeto del rencor, viene la manada a patearle la cabeza. Se ve en la agresividad de las redes, pero no solo ahí: cada vez más, algunas de las peores modalidades de las redes empiezan a traspasar a los medios tradicionales.

– ¿Cuáles podrían ser recursos eficaces para hacer frente a esta tendencia, que evidentemente va ganando espacio?
– Como habrás intuido, la respuesta es que no lo sé. Así como en el plano de las discusiones siento que siempre es válido mantener el debate abierto y eso me convoca, en el terreno de la agresión pura me siento simplemente ajeno. Me retiro. La gente a la que puedo deplorar, porque tengo mis sentimientos, no me suscita eso. Frente a alguien que me resulta detestable, trato de ir sobre el punto por el cual me resulta detestable y dar una argumentación. Y no soy un habbermasiano, no estoy pensando en una racionalidad comunicativa de entendimiento y concordia. Pienso los discurso más cerca de Michel Foucault, como un territorio de lucha, discursos en guerra. Cuando digo debatir, estoy pensando en pelear, pero pelear ideas. No me interesa la pura descarga de agresividad, probablemente, porque, entre otras razones, suelen ser reformulaciones tan pobres conceptualmente que me siento ajeno. Me preguntaste qué se puede hacer y yo pienso en qué se puede decir, porque me estoy situando en ese espacio de debate, pero no frente a alguien que solo escupe veneno y agresividad, muchas veces disfrazado esto de posición política, un camuflaje que no engaña a nadie. Un poquito me entristece, me aburre, me deprime, pero reconozco fuertemente que hay un problema como estado de cosas, porque los medios tradicionales empiezan a admitir esas andanadas de la enunciación del energúmeno. ¿Y qué se puede hacer en la medida en que los escupitajos de los energúmenos en forma de palabras están ganando espacio? No lo sé, porque a la vez van concitando un alto grado de adhesión, y bajo el mismo efecto: uno va, patea a la víctima y cuando cae, aparecen veinte a pegarle.
– Digamos que es un club que exige muy poco para ser parte.
– Sí. Además, la fórmula es explosiva: una figura pública a merced de que alguien, desde el anonimato, la denigre como se le antoje, sin riesgo ni costo. Insisto: lo que me lleva a cierta desolación no es que el debate cobre un componente agresivo, sino cuando solo se trata de agresividad. No es mi manera, pero conozco gente que discutía con agresividad y la discusión brillaba en la argumentación, en la seducción, en la capacidad desarticular discursos. Ahora, para eso yo tengo que incorporar lo que dijo el otro.

– Claro, hacer del debate un contrapunto, en donde la argumentación es algo que se va construyendo de a dos.
– Porque aun si tu argumento no se produce cooperativamente con el otro, sino en contra de lo que dice el otro, para construirlo tenés que incorporar la palabra del otro y desarmarla. Todo eso, eventualmente, se puede hacer con agresividad, pero el fenómeno que va ganando espacio es otro, uno donde no hay ninguna argumentación, ni siquiera una equivocada. ¿Qué lugar puede tener la verdad? Ninguno, obviamente. Cuando vos querés, incluso con vehemencia, ganar una discusión, estás disputando una verdad. No una verdad trascendental, sino una en términos foucaultianos y antes aún nietzscheanos: la verdad como resultado, como efecto de una dura lucha de discursos. Pero cuando alguien solo suelta una palabra como podría soltar una escupida, suelta un artículo en el diario como podría soltar una trompada, ¿qué importa la verdad? No importa para nada.
– En general, después de esa descarga de violencia discursiva, no queda residuo alguno que pueda aprovecharse.
– Es que no había nada desde un comienzo, nada en los términos de disputar una verdad. No dejan nada porque nunca hubo nada. Hace años, Oscar Terán coordinaba un seminario en el Instituto Ravignani de la Facultad de Filosofía y Letras. Ahí he presenciado discusiones que llegaban a volúmenes y registros que yo, que era joven, pensaba “uy, acá se pudrió todo”. Había un ritual: discutían en ese tono alto y, una vez terminada la reunión, que podía llevar una, dos o tres horas, todos bajaban a comer a un boliche en El Bajo, y no se volvía al tema de la discusión. Hablaban de otras cosas, con absoluta cordialidad. Es lo que tengo de referencia de cómo puede darse un debate. Y he visto, por ejemplo, discusiones de David Viñas y León Rozitchner, eh.
– Esa era la pelea central.
– (Risas) Claro, era la pelea de fondo. Había dos o tres amateurs y después llegaban ellos.
– Y el premio mayor era ganar la discusión en sus términos.
– Ese era el premio. Ganarla porque te parece que el otro está equivocado y te parece que vos no. Pero para doblegar al otro y situarlo en la equivocación tenés que intervenir sobre su palabra y dejarte afectar por esa palabra. Porque si tu propia palabra es impermeable a lo que el otro está diciendo, ni siquiera le vas a poder ganar la discusión.
– Pensaba en que hay discusiones con resultado asincrónico, por así decirlo: llega tiempo después del debate, mientras seguís pensando. Y hasta podés darle la razón al otro.
– Sí, sí. Y puede haber discusiones que vos ganaste y después te das cuenta de que la razón la tenía el otro. Porque lo que se está poniendo en juego son convicciones y, por lo tanto, verdades que no están dadas. Por eso me es difícil, aun ante las cosas más importantes, sentenciarlas como indiscutibles. Ahí el caso es con quién yo no discuto: con los antisemitas, con los nazis, pero porque no quiero constituirlos en interlocutor. Es el único caso, pero ni siquiera estoy diciendo “este tema es indiscutible”, sino que con esta gente no me interesa tener nada. Fuera de eso, todo para mí está abierto eventualmente a discusión.

– Sobre ese punto, recuerdo tu debate con Darío Lopérfido por el número de 30.000 desaparecidos, que hoy es un video que cada 24 de marzo vuelve a circular en las redes.
– Es un buen ejemplo, y fíjate que ahí lo que se pone en escena no es lo indiscutible, sino una discusión. Por diferentes circunstancias, la derecha, la nueva derecha o la vieja derecha que aparece de nuevo, tendríamos que ver cómo lo formulamos, hoy puede tomar la palabra y decir eso que estaba asordinado. Lo que hay que hacer con eso no es acallarlo, es refutarlo. Si se considera que esas tesituras están equivocadas, hay que avanzar en una discusión para dar cuenta de eso. En aquel caso, para mí era claramente una equivocación de criterio, porque lo que estaba en discusión no era un número, sino un criterio de establecimiento de números. Muy resumidamente: contabilizar desaparecidos como si se estuvieran contabilizando muertos es un falseamiento de los hechos históricos. En el criterio está la falsedad; en el número también pero el problema es el criterio de “vamos a establecer fehacientemente cuántos fueron”, como si contaras con los cuerpos y la información. Ahí estás falseando y escamoteando la verdad histórica de que lo que hubo en esos años de la Argentina fue desaparición forzada de personas, no muertos. Entonces, el criterio es falso.

– Y al poner en duda eso, sembrás la duda en todo lo demás.
– Sí, porque cuando falseás el criterio general, hay un efecto de irradiación. Lo pensaba en relación a quienes fueron bebés robados y hoy son adultos. Quienes se inclinan por el criterio de que contamos con información fehaciente, ¿por qué no nos dicen dónde están los bebés secuestrados?, ¿por qué no nos dicen quiénes son, quiénes los tienen? Las Abuelas de Plaza de Mayo arman un banco de datos y, de modo admirable, van encontrando, uno a uno, a cada nieto. Ahí está plasmada la verdad histórica de las características que tuvo el terrorismo de Estado. La sola formulación que presupone la posibilidad de un saber probatorio es falsa. Al mismo tiempo, la cifra no es arbitraria. Uno lee “¿por qué no poner un millón, entonces?”. No, porque hubo una estimación sobre la base de la cantidad de centros clandestinos de detención, la cantidad de gente que pasó por ellos, el momento en que el propio aparato de represión reconoce una cifra de más de 20.000. Sobre esa base se establece el número de 30.000. No es caprichoso. ¿Si es certero? Eso lo tienen que responder los victimarios, que son quienes tienen información. Personalmente, agregaría: si de algún modo pretenden que contamos con esos datos, entonces que den la información sobre los nietos apropiados, porque las Abuelas los siguen buscando. Y los que saben la verdad, los que saben quiénes son, hasta el día de hoy no hablan, y esas personas siguen despojadas de su derecho a la identidad y todo lo que vos y yo ya sabemos absolutamente bien.