Alberto Fernández dejó en claro que es dialoguista, pero que si es llamado a confrontar, lo hará. El pase de gas a nafta del gobierno.
De las noticias surgidas en la Argentina el 1 de marzo, la que más le interesó difundir a Twitter fue la que dio cuenta de que “Cristina Kirchner estuvo sin barbijo durante la apertura de sesiones ordinarias en el Congreso”. Para contribuir a la cobertura de color de la red social planetaria sobre la jornada en la que el presidente Alberto Fernández brindó su informe sobre el estado de la Nación, podría añadirse que el barbijo más llamativo fue el de Cristina Caamaño, la interventora de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), en el que podía verse estampado el pañuelo de las Madres. No estuvo a la zaga, aunque por otras razones, el barbijo AtomProtect que portaba Cristian Ritondo, el líder de la bancada macrista, espacio político que se caracterizó por recortar las partidas de ciencia y técnica cuando estuvo en el gobierno, especialmente, la del Conicet que desarrolló el AtomProtect durante la pandemia.
Transgredida por Twitter la pirámide invertida que el periodismo tradicional habitualmente exigía, quizá entonces sea recomendable analizar el discurso de Fernández, no desde su arranque sino desde los efectos producidos por sus palabras en la noche del mismo lunes, momento elegido por Hernán Lombardi, el ex secretario de Medios de Mauricio Macri, y Mario Negri, el titular del interbloque de Juntos por el Cambio, para convocar a un cacerolazo de repudio que, si bien contó con el aparatoso apoyo de la comunicación concentrada y tenía como abono indignante el escándalo derivado del trato preferencial que el ex ministro Ginés González García prodigó a periodistas y empresarios amigos con el acceso a la vacuna, resultó ser el menos estridente y masivo en lo que va de la gestión del FdT.
El cacerolazo y las bolsas cadavéricas en Plaza de Mayo fueron los dos traspiés que en 48 horas dieron Macri, Patricia Bullrich y compañía.
La protesta fallida, su esmirriada performance sonora, fue el segundo traspié en 48 horas de la sección de ultraderecha de la coalición de derechas que conduce Mauricio Macri, con Patricia Bullrich como ejecutora en el terreno de operaciones. El primero, desde ya, fue el macabro ritual de las bolsas cadavéricas colgadas en las rejas de la Casa Rosada. Martin Losteau, el ex embajador de Macri en Washington, actual senador por Juntos por el Cambio, que no dijo nada del agravio sufrido por Estela Carlotto, la titular de Abuelas, aunque sea salió a rechazar las imágenes. Pero Horacio Rodríguez Larreta, custodio de la ciudad santuario del macrismo, se calló literalmente la boca. Un comportamiento inescrupuloso, desde todo punto de vista. Es el jefe distrital donde ocurrieron los hechos. Lo que comprueba que sus modales, a veces menos ofensivos y toscos que los de su verdadero jefe, responden a una sincronizada estrategia de diferenciación marketinera, pero no ideológica.

Del uno al diez, tomando en cuenta el derrape opositor, podría decirse que Fernández aprobó la prueba ciudadana. La nota real es pura subjetividad. ¿La manera ejecutiva en la que intervino y saldó el asunto vacunatorio calmó los ánimos? Es probable. El presidente podía actuar de muchas maneras, en este caso –todo indica- lo hizo de la manera esperada. No dudó y no explicó de más. Quizá porque fue el primero en comprender que un gobierno que dice combatir la desigualdad no puede tolerar el privilegio. Y, sin vacilar, sacrificó a un amigo suyo, el sanitarista más querido del peronismo. Tal vez en este desgarro, político y personal, podría buscarse el disparador final del paso a nafta que implicó su discurso inaugural de sesiones para este 2021, tanto por su contenido como por sus formas.
Fernández no le pide la renuncia a Ginés González García para debilitar al gobierno, es al revés. Por eso mismo, para cumplir con su contrato electoral que otros pretenden que rompa, asume que debe actuar cuando es llamado a la acción y debe confrontar cuando es confrontado, si quiere que su gobierno tenga éxito y no sea devorado por sus enemigos.
Un año de dialoguismo extremo fue interpretado por la derecha salvaje como una debilidad, y no como el intento generoso por resolver conflictos de modo pacífico.
Y por eso levanta su voz y denuncia en un tono más enérgico que el de costumbre el boicot del Partido Judicial, las operaciones mediático-mafiosas del establishment y sube de prepo al ring a Macri, el jefe de la coalición de derechas, por la deuda contraída con el FMI anunciando la presentación de “la querella criminal a los autores de la mayor administración fraudulenta que registra nuestra memoria”, según dijo.
En realidad, es el mismo Fernández de siempre, aunque bajo circunstancias distintas a las de su asunción. En los contenidos centrales, sobre el tipo de país que propone, los discursos del 2020 y del 2021 son casi un calco. Cambió el tono. ¿Qué explica el pase de gas a nafta operado? Hay otro octanaje, eso seguro. ¿Por qué? Porque un año de método consensual, de dialoguismo extremo, fue interpretado por la derecha salvaje, política y empresaria, como una debilidad y no como lo que fue: el intento generoso por resolver los múltiples conflictos de intereses existentes de modo pacífico.

En un país donde uno de cada dos ciudadanos es pobre y hay once millones que reciben directamente alimento del Estado para ingerir las calorías diarias recomendadas por la OMS, Alberto Fernández inauguró un conversatorio sobre casi todos los temas. Nadie puede negarlo. Tiene razón en mostrarse decepcionado o colérico.
Raro que a Twitter, tan afecto a los detalles del barbijo o no barbijo de Cristina, no haya reparado en los anteojos a lo Lennon que usa el presidente cuando se entrega a la lectura.
“Líbrame de las aguas mansas que de las malas me libro yo”, reza un viejo refrán español. Los que hicieron enojar a un pacifista como Fernández deberían leerlo y releerlo, hasta que les duelan los ojos, o comprendan al menos el inconmensurable error que cometieron.