Fue el 29 de septiembre cuando, al ser entrevistada por el canal del PRO en la red social Twitch, María Eugenia Vidal soltó:
–Ahora, la oportunidad es frenar el quórum en ambas cámaras y tener la presidencia de la Cámara de Diputados…
Entonces alzó los ojos hacia alguien que estaba detrás de la cámara, y el remate de la frase sonó como recitado de memoria:
–Eso hace la diferencia y ninguna otra fuerza política lo puede lograr en el Congreso”.
Lo cierto es que aquella especie de proclama golpista tuvo gran acogida en la prensa, pero no sin soslayar un detalle: el regreso del ex jefe de Gabinete del régimen macrista, Marcos Peña Braun; en esta ocasión, como coach de la candidata y, a la vez, convertido en estratega de su volantazo discursivo hacia la ultraderecha, el último grito de la moda.

Sindicado como el artífice del estrepitoso fracaso de Mauricio Macri en las elecciones de 2019, y con una una extensa lista de enemigos internos en su haber, este tipo de 45 años parecía jubilado de la función pública y de la vida partidaria. Pero nada es lo que parece.
Porque horas antes de que Alberto Fernández tomara asiento en el sillón de Rivadavia, Peña canceló sus cuentas en las redes sociales tras disolver la tumultuosa milicia de trolls con la que había nutrido parte de su poder durante los últimos cuatro años. De inmediato, abandonó el domicilio en Palermo para exiliarse, junto a su esposa e hijos, en el country Chacras de Murray, en Pilar.
Allí armó una emprecita abocada a desarrollar estudios de mercado y trucos de comunicación, cuyo único cliente fue Luciano Huck, una estrella de la TV brasileña con ensoñaciones de estadista. Fue un rotundo fracaso que lo llevó a Peña al ostracismo.
Hasta recibir un llamado telefónico de Horacio Rodríguez Larreta.

A partir de entonces, siempre desde las sombras, pasó a ser el “asesor externo” del armado con el cual su nuevo jefe planea saciar la ambición de llegar a la Casa Rosada. De manera que, ahora, el estilo de Peña ya contamina la campaña de Juntos por el Cambio (JXC).
Ocurre que en el universo de la meritocracia siempre hay una segunda oportunidad. Y más para alguien que porta un apellido enlazado a las etapas más oscuras del país.
He aquí una epopeya familiar que merece ser rescatada del olvido.
La monarquía patagónica
“Marquitos” –como lo llaman sus allegados– integra un linaje con profundas creencias católicas y hábitos sexuales puestos al servicio de la procreación.
Por lo pronto, él es uno de los cinco hijos del matrimonio formado por el ex funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Félix Peña Murray, y la catequista Clara Braun Cantilo. Ella, a su vez, es una de las diez criaturas concebidas por la unión entre María Teresa Cantilo Achával y Luis Eduardo Braun Menéndez, quien por su parte es el sexto de los diez vástagos que tuvo Josefina Menéndez Behety con Mauricio Braun Hamburguer. Otro retoño de éstos, Oscar José Braun Menéndez, les produjo –con Marta Seeber Demaría– diez nietitos; entre ellos, Oscar Braun Seeber (progenitor de Miguel Braun, un ex secretario de Comercio del gobierno de Macri). Mientras tanto, un tercer hermano de Luis Eduardo y Oscar José, llamado Mauricio como su papá, engendró –con Ana Bidau Lastra– apenas ocho hijos. El primogénito fue Mauricio Eduardo Braun Bidau, sin ninguna duda el integrante más vidrioso de la estirpe familiar. Y protagonista de un episodio maldito durante la última dictadura. Tanto es así que toda referencia sobre su persona fue tachada hasta de la genealogía familiar.
Pero antes de abordar su historia habría que detenerse en el iniciador de la dinastía, el inmigrante asturiano José Menéndez, quien –tras fracasar con un emprendimiento comercial en Cuba– se estableció con su esposa, la uruguaya María Behety Chapital, en la Patagonia durante el invierno de 1866. En aquel sitio puso una empresa naviera, adquirió tierras a granel y en sus ratos libres supo procurarle 11 hijos a la feliz esposa. La mayor, Josefina, fue entregada en matrimonio al señor Braun Hamburguer, su gran competidor, para así anudar una fructífera alianza con él, y que dejó su huella en la historia nacional.
La dupla Menéndez-Braun llegó a diversificar sus asuntos con una gran voracidad: controlaba en el sur el comercio de lanas, poseía frigoríficos, grandes almacenes, bancos y, en 1908, creó la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia, más conocida como La Anónima, sin descuidar sus intereses en la Compañía Minera Cutter Cove ni su casi millón y medio de hectáreas en tierras aptas para la ganadería y la crianza ovina. En suma, un reino que sería administrado con implacable rigor por ellos y, después, por sus descendientes, sin escatimar métodos ni límites.

Sucede que esa familia llegó a tener la mitad del territorio patagónico, tanto argentino como chileno, a través de un auténtico genocidio sobre los pueblos originarios que la poblaban. Y sin menospreciar su notoria cuota de responsabilidad en los fusilamientos, a fines de 1921, de 1.800 obreros rurales en el episodio que pasó a la posteridad como “La Patagonia Trágica”.
Desde entonces, La Anónima fue la nave insignia de los Braun para la realización de todo tipo de negocios. En 1942 empezó a cotizar en la Bolsa de Comercio. Ya editaba la revista La Argentina Austral y produjo programas radiales en Río Gallegos y Comodoro Rivadavia para difundir sus intereses políticos y apoyar las inversiones. Una fue, en 1957, la creación de Austral Líneas Aéreas, que disputó rutas con Aerolíneas Argentinas por casi 15 años.
Sin embargo, a fines de la década del sesenta, el gran imperio de los Braun se encontraba algo alicaído. La dispersión de su capital entre distintos tenedores favoreció tal debacle, perdiendo tierras, barcos, almacenes e inmuebles. Poco después –ya durante la última dictadura–, la compañía Austral fue el eje de una escandalosa quiebra. Y de un no menos impúdico salvataje por parte del ministro de Economía, José Martínez de Hoz. Un salvataje que –de acuerdo a los archivos exhumados en 2014 por el equipo de Derechos Humanos de la Comisión Nacional de Valores– incluyó el secuestro del principal acreedor, el banquero Eduardo Saiegh, hecho que supo salpicar de modo directo a los accionistas Federico y Oscar Braun (tíos del Miguel) y a Eduardo Braun Cantilo (tío del propio Marcos). Al final, Martínez de Hoz optó por estatizar la compañía para así diluir la deuda de sus camaradas de clase social. Entonces, de modo más que milagroso, se revirtió la situación financiera del holding familiar y su paquete accionario fue a parar nuevamente a sus integrantes.
Fue por aquellos días cuando ocurrió la dramática trama encarnada por Mauricio Eduardo Braun Bidau.

Oveja negra
Había que ver a ese hombre de cabello platinado y gesto adusto al extender el brazo derecho sobre una enorme biblia. Frente a él, en silencio, permanecía el ministro de Economía, Jorge Wehbe, en quien el presidente Reinaldo Bignone tenía depositada toda su confianza. Era la mañana del 2 de febrero de 1983 y, a los 47 años, el señor Braun Bidau asumía la jefatura de la Administración General de Aduanas.
Su salón de actos estaba colmado por funcionarios, periodistas, empresarios, amigos y familiares; entre estos, su esposa, Luz de Santa Coloma Alvear, y los cuatro pequeños hijos del matrimonio. Luego de la ceremonia, Mauricio Eduardo fue con ellos a su hogar, en el onceavo piso del edificio situado en la Avenida del Libertador 3890, y de allí partió raudamente hacia el aeropuerto Newbery para abordar un vuelo hacia Ushuaia.
Antes de iniciar su gestión debía atender allí un asunto: monitorear el arribo del barco pesquero Dalto Marú II, adquirido por su empresa, Oceanfish SA, dedicada a la elaboración, transporte y exportación de productos marinos.
Braun Bidau había acordado fundar aquella compañía con la empresa japonesa Kabushiky Kaicha. También se comprometió a comprar el barco a una firma subsidiaria de ésta por 290 mil dólares. Para importarlo dibujó para los nipones un precio de flete por una cifra idéntica. Una jugada perfecta.
Braun Bidau regresó de Ushuaia en el primer vuelo del 3 de febrero. Al día siguiente, el flamante administrador general de Aduanas se instaló en sus oficinas del viejo edificio de la calle Azopardo 350.
Durante medio año, Braun Bidau alternó con absoluta tranquilidad los negocios personales con las tareas propias del cargo; entre otras, hacer “caja” para las más altas autoridades del país y facilitar sus trapisondas individuales. De modo que, por añadidura, aquel sujeto de cuna patricia y dicción afectada era depositario de información por demás sensible, que él guardaba bajo siete llaves. Una gran responsabilidad.
Hasta que, de pronto, algo pasó.
El 19 de agosto, luego de una tensa reunión con el entonces titular de la Armada, almirante Rubén Franco, y el secretario de la Fuerza Aérea, brigadier Alberto Simari, ofreció una intempestiva conferencia de prensa para denunciar “presiones de sectores interesados”. También dijo: “Al asumir me prometieron intenso apoyo, pero ese apoyo fue escaso”. ¿Qué estaba ocurriendo?
Resulta que, a raíz de una denuncia anónima, el juez del fuero Penal y Económico, Miguel Serrabayrouse Bargalló, lo investigaba por el contrabando de 15 toneladas de calamar. La cuestión causó contrariedad en los militares, ya que se trataba de un acto ilícito en su propio beneficio. En otras palabras, don Mauricio Eduardo afanaba para él y no para la “corona”. Algo inadmisible.
Lo cierto es que la mise-en-scène de la conferencia de prensa no mitigó el carácter embarazoso de su situación.
El 6 de septiembre, ya procesado con prisión preventiva, fue trasladado sin escalas desde su oficina en la Aduana a una celda de la cárcel de Caseros. Fue un verdadero bochorno para su familia.
Allí le diría a sus pocas visitas: “Me soltaron la mano”.
Con el paso de los meses su amargura mutó a una depresión aguda. Así vivió la transición de la dictadura a la democracia. Recién en agosto de 1984 alegó por vía judicial su trastorno psíquico. Y, sorprendentemente, la jueza Susana Pellet Lastra –en reemplazo del doctor Serrabayrouse Bargalló– dispuso su internación en la lujosa Clínica Psiquiátrica Santa Rosa, del barrio de Belgrano.
Los acontecimientos se precipitaron a fines de ese año, cuando la Cámara de Apelaciones resolvió el regreso del ex funcionario a Caseros. La doctora Pellet Lastra demoró la ejecución de la medida.
Pero los policías enviados a la clínica para efectivizarla volvieron con las manos vacías: Braun Bidau ya había puesto los pies en polvorosa.
Desde ese instante nunca más se supo de él. Ni cuando prescribió su delito. El tipo se había ausentado para siempre.
Quizás en semejante misterio haya incidido de manera determinante el nerviosismo de los antiguos mandos militares por los secretos que atesoraba el prófugo. Y también, el empeño de sus parientes en borrar todo vestigio del paso de aquel hombre por la vida. Cómo si nunca hubiera existido.
Sin embargo, su figura evanescente aún sobrevuela la memoria de los Braun como un espectro apenas disimulado.
Eso bien lo sabe su sobrino, Marcos Peña Braun.