Es increíble y hasta doloroso, pero llegó el día en que los diarios titularon con una verdad. La Nación: “Debacle electoral del gobierno”. Clarín: “Sorprendente triunfo opositor en Buenos Aires y otras 14 provincias”. Y es verdad. La Argentina empezó a resolver su conflicto de medio término a favor de lo que pasa en el mundo entero: la pandemia se lleva puesto a todos los gobiernos. Ángela Merkel sabe de su derrota y se aleja con la lamentación pronunciada entre dientes, porque sabe que no la merece. Sufre Makron lo indecible. Pierde el gobierno de López Obrador como caen Piñera, o Trump, o Bolsonaro, mientras gana Vox.
La pandemia ha decapitado a la derecha y a la izquierda. El encierro que los jóvenes no quisieron sobrellevar. La economía que afectó a todos los países. La caída brutal de las clases medias. Se potenció el malestar, el enojo, la decepción. Lo único que hace falta para perder elecciones es estar en los gobiernos. Y la Argentina no fue la excepción. Con inobjetable precisión lo había anticipado el politólogo UBA, Nicolás Mujico, en abril pasado, nada menos: “Todo es sombra para los gobiernos democráticos de cualquier parte del mundo. Sean del color político que sean, la inevitable restricción de libertades individuales se lleva pésimamente con los principios democráticos que profesan, en sociedades abiertas donde el liberalismo, por lo menos en el plano cultural, ha triunfado de manera evidente. En política, es difícil sobrevivir a la catástrofe. La pandemia ocasionó efectos similares a una guerra. Esos efectos se hicieron sentir también en la arena política. Más precisamente, en la compulsa electoral”.
De todos modos, la derrota siempre produce perplejidad. Sobre todo porque hasta las 9 de la noche del domingo, el gobierno, muy equivocadamente, hizo creer que ganaba en la provincia y que hacía una muy buena elección en la CABA, cuando la realidad evidenció que sostiene por debajo de lo esperado el resultado en la ciudad y que extremadamente modesta fue la respuesta en la provincia. El país le dio la espalda al gobierno. La democracia está para que la aceptemos: apretar las mandíbulas y aceptar el disgusto de la derrota.
Aunque deja mucho para discutir. A la vez, muchos temores también. El más acuciante es qué mensaje escuchará el gobierno, cómo aseguró una y otra vez Alberto Fernández. Lo peor sería cambiar en la mitad del río. ¿Escuchará qué hay que tener menos Estado? ¿Que los empresarios pueden echar a sus trabajadores sin indemnizarlos? ¿Que hay que terminar con los subsidios para los más vulnerables? ¿Que hay que terminar con las retenciones? ¿Hay algo entre lo que dicen los que ganaron para que mejore el mundo, algo que haga más justa a la sociedad, que haga más vivible la vida? ¿Qué mensaje hay en el odio, en la desigualdad, en el desprecio por los de abajo? Escuchemos, tomemos nota, pero cuidado con lo que se escucha si es el mensaje de los votantes de Trump, de Vox, de Bolsonaro.
Hoy se luce cualquiera que se anima a decir lo que muchos años atrás nos parecía despreciable. Es un cambio en el mundo. Mentir, denigrar, violentar, arrojar llamaradas en insultos procaces, lo cobarde, lo rastrero, decir lo inverosímil. Todo eso no paga tributo. Hay que escuchar ese mensaje, pero con el propósito de redoblar la pelea. Proclaman banderas de libertad y caminan con una soga alrededor de un hombre atado a un árbol, lo va envolviendo y cuando está vencido le tiran un balde de agua, y le dicen que se despierte, que es libre.
Sí, se debe escuchar el mensaje. Pero muchas de esas cosas se sabían. Las dificultades económicas muy profundas. No se pudo controlar la inflación. El hambre es una realidad. Pero cómo se combate a los que fijan precios, si los resultados de las elecciones van a envalentonar aún más a quienes desde el poder real presionan al gobierno. Debe intentarse que las tarifas no aumenten: ¿Cómo se hace si viven recurriendo a una Justicia que les da la razón? ¿Cómo se hace si a esa Justicia amañada y mafiosa no se la da vuelta como a una media?
Todos los caminos conducen a dificultades insalvables si no se ataca al poder real.
Porque si pensó que se tenía razón en sus sueños, son esos sueños los que hay que concretar, los que hay que seguir levantando como bandera. Las sirenas que cantan invitan a aferrarse al mástil como nunca, a la misma nave, a seguir el viaje como estaba previsto. Y si la barcaza se rompe contra las olas, reconstruyamos la misma nave.
Es imprescindible entender que la devastación que nos dejó a oscuras a través de cuatro años neoliberales vive tranquilamente el privilegio del olvido. ¿Cómo el trabajador vota ricos? ¿Cómo el peón vota como el patrón? Ganaron los que atacaron arteramente una cuarentena salvavidas, los de las vacunas envenenadas, los quemadores de barbijos, las marchas de odio, los títulos mentirosos, la prepotencia del poder económico, la versión sesgada y estupidizante de la anécdota del churrasco del presidente, los colores de Rusia y la provincia…
Hay que revelarse ante eso.
El gobierno tiene la obligación de recordar las cosas que el pueblo votó hace menos de dos años. Responder a ese voto es la más honesta y valiosa forma de relacionarse con el pueblo que en el 2019 claramente eligió qué país quiere y cuál no. Todavía que estamos en el país que quieren los que votaron a este gobierno y que no es el que se votó ayer mayoritariamente.
También debemos reflexionar sobre que hemos disfrutado las buenas presentaciones televisivas de los candidatos del FdT, que varios de ellos tuvieron actuaciones magnificas y le taparon la boca a sus interlocutores de la derecha. Que salieron airosos. Que manifestaron ideas que tienen belleza porque apuntan a una sociedad mejor, más justa, a una sociedad necesaria. Y que del otro lado hubo que sobrellevar toda la sordidez de la falacia y el insulto, la ruindad de los mensajes de esos comunicadores. Cuando se los ve tan cínicos, hipócritas, tan viles, se piensa que todo el mundo se da cuenta y que obrará en consecuencia. Claramente no es así. De lo que fueron ideas sostenidas en el sentido ético de la vida nadie nuevo tomó nota. De la mezquindad que pensamos que todo el mundo advierte, solo dieron cuenta los de siempre.
Entonces, ¿fallan los candidatos o falla lo humano? ¿Qué se puede hacer ante las escasas ganas de mejorar de tanta y tanta gente? Por más que insistamos, desde alguna arista discutible, que el pueblo siempre tiene razón; por más que celebremos la democracia, aún desde la derrota, sepamos que mientras nos emocionamos con lo que creemos bueno, otros están aplaudiendo cuestiones muy distintas.
Y también hay que advertir y comprender cabalmente los festejos. Podremos ver rostros sombríos, como el de Macri, o el de Bullrich, ambos con gestos de haber perdido. El abrazo de Santilli y Manes, o la celebración enajenada de este personaje de película italiana, con los pelos desordenados. Pero los que realmente tienen para celebrar son los que desde el poder real están digitando la vida. Los que más festejan son los ganadores que no vemos.
Hoy nadie va a mencionar la estafa de Cablevisión. No van a hablar de los que fijan los precios de los alimentos, a los que urge ponerle límites, aun cuando el poder político es siempre poca cosa ante el poder real para conseguirlo, porque siempre son ellos los que tienen la llave de hacer lo que se les antoja. Festejan los que exportan lo que no se puede comer aquí y aguardan que este gobierno afloje, y que acepte que la carne vaga una millonada.
Contra ellos es la pelea. Están felices aquellos jueces que necesitan un mensaje claro del poder político para poder servir al poder real. Celebran los Pepín, los Stornelli, los Rozenkrantz, increíble integrante de una increíble Corte Suprema. Por supuesto, celebran los Rocca, la sociedad rural, los Magnetto, los Saguier, todos aquellos gentiles servidores del periodismo que son manejados por los mandamases.
Es decir, independientemente de esos rostros sombríos, como el de Bullrich que debió pararse detrás de una María Julia Vidal a la que tanto rechaza, y al margen de ese festejo soso de quién apenas sacó el 33% de los votos de una ciudad que más a la derecha es difícil pensar que esté. Más allá de los festejos, está el poder real que siente que el poder político que los enfrenta se debilitó. Y lo más grave y doloroso, que está más cerca de recuperar el poder político, en las elecciones de dentro de dos años, lo que le permitiría directamente hacer de todo pero laudado, reconocido, por la propia democracia.
Son horas de muchísimo festejo para ellos. Aunque el mensaje de las urnas que debemos escuchar es bien otro: ¿cuánto tiene para festejar el obrero, celebrar el cuentapropista, cuánta felicidad puede mostrar aquel que está afuera de ese poder real?
Ese es el mensaje que dejaron estas urnas. Hay que escucharlo y entenderlo. Para saber qué rumbo hay que tomar. Justamente no es el de los ganadores.