Un árbol muerto que el agua secó. Decenas de árboles que ni sombra entregan en una geografía de posguerra donde la naturaleza bombardeó aquello que el humano se empecina en llamar progreso. El agua, entonces, compuso un óleo trágico, espectral, con trazos de belleza surrealista crepuscular. Fue justo ahí, en ese recorte de Finisterre, los Fundamentalistas sacudieron la insoportable levedad de una pandemia infinita y generaron el acontecimiento artístico político que desempolvó los muebles luego de largos meses (año tal vez) de tristeza.

La noche tira un salto mortal y el exorcismo del Dios digital conmueve desde las pantallas porque si no hay amor que no haya nada, y es así como nadie está dispuesto a regatear en una madrugada ahora dulce de encierro. Lo que explota delante de cada uno, de cada una, es un arrebato emocional en el que los sentidos vuelven a ser capturados por el burdel ricotero lisérgico donde lo único prohibido es y será no permitirse disfrutar. Así viene siendo desde que el Indio es el Indio y se adueñó del juego para poner música a nuestras existencias ya en el comienzo mismo de los tiempos; para poner palabras a nuestros destinos porque “en la resistencia está todo el hidalgo valor de la vida”. Nos educamos con su lírica, con la interpretación que fuimos dándole a su lírica, y literalmente así crecimos quienes en los barrios a comienzos de los 80 –Digresión: el primer contacto con el universo redondo fue a través de una pequeña radio en que a la hora de la cena, cada tanto con Lalo Mir y la Negra Vernaci desde su imborrable 9PM le ganaba la pulseada a mi viejo y a La noche con amigos de Lionel Godoy, y en esa cocina de Liniers sonaba, por ejemplo Un tal Brigitte Bardot, como hace un rato nomás desde Epecuén, pero casi 40 años antes, desde los primeros demos ricoteros, un par de años que Gulp! llegara a nuestras manos-, nos fuimos asomando desde la adolescencia a quitarnos del lomo el entumecimiento del terror de la dictadura cívico militar con la novedosa alegría de encontrarnos con otros en esos lugares comunes que luego fuimos descubriendo como espacios de militancia, que nos acercó a caminar junto a las Madres, mientras se sublimaba la revolución hormonal de las barriadas periféricas, ajenas al envidiable roce del under cultural de las luces del centro, acomodando la osamenta durante horas en aquella esquina junto a la tribu de tu calle, hasta que los años y cierta audacia permitieron explorar otras experiencias y en esa búsqueda fue que nos sumergimos en Palladium, el Bambalinas, luego Cemento, pero también las primeras Marchas de la Resistencia en la Plaza de la Mayo, donde nos nutríamos sin saberlo de “todo el hidalgo valor de la vida”, sin sucumbir ante ninguna primavera democrática porque sabíamos ya entonces (como hoy) que todo preso es político, y que los presos políticos seguían aún en aquellos años en el penal de Villa Devoto, pero que aun así, esa vez, no nos secuestrarían el estado de ánimo. Y fuimos devorando los años 80, con fiebre y futuro, con los tics de la revolución a flor de piel, y hubo pogo dulzón en un efímero boliche de Parque Patricios llamado la Rocola, o en Pinar de Rocha, para saltar otra vez a los arrabales de Constitución en Satisfacción, preludio de la llegada a Obras. En cada tranco estaba el Indio como referencia de un posible regreso a octubre. Y la identidad se fue forjando consciente e inconscientemente en la plenitud de una entrega artística que internalizamos hasta el punto de interpelarnos nuestra manera ordinaria de vincularnos a ese sistema que fuimos viendo cómo comenzaba a fagocitar, una vez más, a sus pichones más vulnerables y que cuando quisimos reaccionar la maquinaria neoliberal de la traición menemista de los ’90 nos había atenazado. Ya los Redondos nos habían alertado desde la estética rocambolesca en ¡Bang! ¡Bang! Estás liquidado que, de aquellos polvos, estos lodos… y que, de aquella oscuridad de Goya, ahora, en esta partida seríamos fusilados por la Cruz Roja. Otro criminal mambo que pegó en las barriadas como el agua carcomiendo Epecuén. (Mi amor, la libertad es fanática/ha visto tanto hermano muerto/tanto amigo enloquecido). Y también los juguetes perdidos con el asesinato de Walter Bulacio, del que se cumplen 30 años en estas horas. 30 años, ya…

Desde aquel póster nuevo, el Indio marcaba el camino lejos ya de tugurios y sótanos, consagrado por una masividad indómita que salió del cauce previsible, convirtiendo a Patricio Rey en la fe de jóvenes desarrapados, aluvión zoológico de todos los conurbanos, en celebración periódica y peregrina que puso un horizonte de cofradía conceptual, artístico, cuando el barullo de los poderosos de siempre repetía que la Historia había terminado. Que ellos, claro, habían ganado.
Pero no. Hubo revancha, como la hay siempre.

Y acá estamos brindando de madrugada -en comunión virtual- la obra inconmensurable de un artista que nos brindó “un gran remedio para un gran mal”, y nos dijo como ya dijimos que, “si no hay amor que no haya nada”, y lo hizo en los meses que despabilamos años de frustración pos 2001, cuando los Redondos ya latían en el pasado, y tiempo después recuperaríamos mucho más que la ilusión.
Solari (nos) impregnó a generaciones. Cantando…

El Indio es otro hecho maldito del país burgués, como lo fue Diego. El Indio es el acontecimiento imprevisto que rompió el destino manifiesto de tantísimos que saltaron a tiempo del tren de la derrota programada para caminar su propio sendero; un artista que impuso su independencia como religión pagana, como modelo a imitar, que hizo de la autogestión un espejo en que con los años algunos nos atrevimos a mirarnos, y que en plena madrugada otoñal y silenciosa de aislamiento necesario y doliente en un tiempo demencial que toca enfrentar, nos ofreció con su ausencia física en el escenario la trascendencia de sus hazañas cumplidas, porque entre otras cuestiones innegables, ahí están los nueve Fundamentalistas resignificando una postal de desolación en la Epecuén devastada por el capricho criminal del humano por querer dominar la naturaleza; ahí están los Fundamentalistas desplegando arte desde una escena colectiva, coral, donde la voz de uno es la de todos que es por sobre todo la poética de Solari , el “consiglieri mayor”, que alumbró en la oscuridad (cuando la noche es más oscura, se viene el día en tu corazón) y sacudió la modorra hasta que tembló la estantería de lo ordinario con un par de sienes ardientes y ese pogo más grande del mundo, infinito.
Nos merecíamos bellos milagros. Gracias Indio, por tanto. Marcharemos cantando.