Extracto de la introducción a Comunología. Del pensamiento nacional al pensamiento de la militancia, Cuarenta Ríos (2021).
¿Existe el pensamiento nacional? Dicho de otra forma: en materia de economía, cultura o política, ¿contamos con un pensamiento “propio”? Me hice esta pregunta varias veces durante mi formación en la Facultad de Filosofía y Letras, especialmente cuando se proponía analizar un texto a partir de teorías localizadas en Europa y Estados Unidos. Las cátedras parecían usinas de trabajo al servicio de la verificación de conceptos foráneos. ¿Por qué teníamos que leer a Walsh iluminado por la categoría de biopolítica de Foucault o los devenires deleuzianos? ¿No había posibilidad de poner el pensamiento de Walsh en relación con los ensayos de Agosti o Hernández Arregui? ¿No era mejor contrastar la literatura de Walsh con su propia reflexión política? ¿Marcuse explica mejor que Miguel Grinberg la contracultura en Argentina? ¿Judith Butler deshace el género mejor que Dora Barrancos? Esta inquietud no procedía en principio de la identificación que ya venía sintiendo con los gobiernos de Néstor y Cristina y los procesos latinoamericanos en general, sino de una impresión que me parecía de sentido común: que la manera de entender un pensamiento tenía que provenir de desarrollos conceptuales escritos en su misma lengua y cultura. No sé si era la única manera; pero esa manera no existía.
El paso de los años me situó en la reflexión opuesta. El rayo de la muerte de Néstor Kirchner partió mi vida en dos. Me sumé a militar. El encuadramiento en una organización política me llevó a la pregunta sobre los materiales con los cuales se formaba la militancia del campo nacional y popular. Encontré que lo que leíamos era aquello que había escaseado en mi formación universitaria: historia y ensayo argentino, pensamiento nacional. Así, entendimos la disputa contra las patronales agropecuarias a través del antagonismo entre el pueblo y la oligarquía elaborado por Puiggrós; comprendimos mejor la historicidad de nuestra tarea a través de Arregui y Jorge Abelardo Ramos; caracterizamos las disputas al interior del frente político según la pluma sofisticada de John William Cooke. El pensamiento nacional era la corriente teórica más disponible para la militancia kirchnerista. La derrota electoral de 2015 impuso una reflexión colectiva y en ese marco una interrogación inevitable sobre la teoría en la que había descansado nuestra práctica hasta entonces. ¿No había que empezar a leer, a incorporar, todas las tradiciones que nos sirvieran para recuperar el poder político? ¿No había que pensar qué tipo de proyecto queríamos encarar si lo recuperábamos?
¿Existe el pensamiento nacional? Dicho de otra forma: en materia de economía, cultura o política, ¿contamos con un pensamiento “propio”?
Emprendí un etiquetado mental sobre los libros que, en mi biblioteca, se correspondían con el aprendizaje marxista-posmarxista-posestructuralista de los años de facultad y los que se correspondían con la tradición del pensamiento nacional, que continuaba predominando no solamente entre la militancia sino también en las universidades del conurbano. Me pregunté qué había de los primeros en los segundos. Qué había de Heidegger en Kusch, qué había de Lévi-Strauss en Argumedo, qué había de Marx en todos. Y había mucho. Pero también qué había de Lacan, Adorno o Rancière; y había poco. Comprendí que al pensamiento nacional lo había caracterizado erróneamente: no eran solamente libros de historia argentina. Masas, caudillos y montoneras expresaban solo una parte de la cuestión. La relación desigual y combinada entre la teoría y práctica extranjera por un lado y la teoría y práctica nacional por otro: eso era el pensamiento nacional.
Durante el segundo mandato de Cristina se produjeron novedades que distinguí mejor retrospectivamente. Había empezado a circular la lectura de Ernesto Laclau, que emergiendo de las filas del pensamiento nacional (como discípulo de Ramos) se animó a medirse con la teoría contemporánea. De Hegemonía y estrategia socialista a La razón populista pasando por Los fundamentos retóricos de la sociedad, Laclau construyó un instrumento útil para la militancia política leyendo el peronismo con el aparato conceptual de Lacan, Derrida, Gramsci y la lingüística moderna. La experiencia de los gobiernos de Néstor y Cristina encontraba un nombre: populismo. Sus mecanismos de construcción política se volvían sistematizables. ¿Y Laclau seguía siendo pensamiento nacional? Una cosa empezaba a quedar clara: éste era el momento para elaborar la doctrina y la utopía que orientaran el camino de nuestra fuerza política. En los largos años de proscripción y en el clima poroso de la inminencia revolucionaria a escala global, el pensamiento del peronismo se había tonificado en su encuentro con el marxismo, el tercermundismo y la teología de la liberación. Trazando un paralelo, luego de doce años de gobierno kirchnerista, desde el llano opositor y resistente, sin proscripción pero con presos políticos y encarnizamiento judicial, había que seguir el ejemplo de Laclau y testear nuestra práctica reciente con el pensamiento contemporáneo para fortalecer/refundar el proyecto nacional.
La relación desigual y combinada entre la teoría y práctica extranjera por un lado y la teoría y práctica nacional por otro: eso era el pensamiento nacional.
Otro hecho político había ocurrido durante los últimos años del gobierno de Cristina. El fallecimiento de Néstor Kirchner suscitó una avalancha de participación política, que se pudo contener y organizar en distintos espacios porque el kirchnerismo se había ocupado tempranamente de alentar dispositivos de militancia orgánica. Posteriormente, el discurso de Cristina sobre el empoderamiento, la interpelación a la responsabilidad en el marco de procesos colectivos, convocó al pueblo argentino a una participación generalizada. La incorporación masiva a la militancia conformó un cuerpo disciplinado, organizado políticamente. Cristina tomó a su cargo la formación de la militancia en los patios de la Casa Rosada, produciendo una verdadera experiencia de emancipación en la juventud peronista y no peronista.
Sobre estos principios –cotejo de la experiencia kirchnerista con el pensamiento contemporáneo, identificación de la militancia organizada como forma de subjetivación– se afirma el acontecimiento teórico más importante de nuestra generación: el pensamiento de la militancia de Damián Selci, desarrollado en Teoría de la militancia. Organización y poder popular (2018) y La organización permanente (2020). La teoría de la militancia radicaliza la propuesta de Ernesto Laclau, lo que equivale a decir que señala no solamente su valor sino también sus límites. Menciono el principal: el pueblo, que en Laclau se había construido sobre la base de su antagonismo con la oligarquía, ahora descubre que a partir del acontecimiento político que lo conmueve se divide en dos (politizados y cualunques), interiorizando el combate con el adversario. Este modelo de interpretación rebasa por completo los marcos del pensamiento nacional, que había depositado en el pueblo indiviso, homogéneo, la tarea de la liberación nacional, y también los del propio Laclau que, tal como queda establecido en Teoría de la militancia, no logró desembarazarse de la tentación esencialista pese al uso intensivo del arsenal antimetafísico del posestructuralismo. La escisión interna del pueblo es la precondición para que surja la columna vertebral de la época: el militante orgánico. La teoría de la militancia inaugura así una nueva fase del pensamiento político en la Argentina.
El saldo intelectual de los dos primeros gobiernos de Perón, donde asomamos al mundo como país soberano, fue la introducción de la cuestión nacional (y de ahí el pensamiento nacional); el saldo intelectual del gobierno de Cristina, protagonizado por la masiva participación política de la juventud, es la cuestión de la militancia (y de ahí el pensamiento de la militancia). Es cierto que la participación militante no constituye el único resultado de la experiencia abierta en 2003 (y más precisamente en 2010). De hecho recuerdo haber presenciado en una mesa del bar San Bernardo un asombroso debate entre Sergio Raimondi y Martín Gambarotta donde el primero ponderaba al Estado y el segundo a la juventud organizada como evento principal de la política kirchnerista. La verdad es que no hubo contradicción entre ambas instancias porque el Estado kirchnerista fue uno de los promotores centrales de la politización masiva. La novedad radicó en la manera que militancia y Estado lograron vincularse en un movimiento que tuvo similitudes y diferencias con la movilización social de los trabajadores en el peronismo llamado histórico. Sin embargo, lo que siguió abierto y en expansión luego de 2015, ya fuera de cualquier estatalidad y trascendiendo momentáneas posiciones de gestión, fue la militancia como género específico de subjetivación política. Sin Estado, hubo organización política de masas entre 2015 y 2019. Y hoy también. Por eso el trayecto que hace falta describir va desde el pensamiento nacional hacia el pensamiento de la militancia.

Así se fue perfilando Comunología. Del pensamiento nacional al pensamiento de la militancia. Cierta vocación de síntesis me llevó a pensar qué había en común entre los distintos elementos que configuraron mi experiencia durante la última década. La militancia política orientó mi vida en una dirección que no tenía prevista durante la carrera académica. A la militancia uno se incorpora sin credenciales y hace lo mismo que hacen todos los compañeros y compañeras: pintadas, volanteos, formación política, cuadrículas casa por casa, mateadas con vecinos y vecinas, o lo que la conducción disponga. Esto me despertó una reflexión inicial acerca del contraste entre el espíritu igualitario propio de la militancia y el espíritu de distinción en base al prestigio propio de los ámbitos intelectuales. Pero el equipaje libresco que traía conmigo también se podía descargar y poner al servicio de una práctica organizada colectivamente. Por eso el incentivo de pensar una “comunología” comenzó por un careo entre las dos bibliotecas y las dos formaciones: pensamiento nacional y peronismo / pensamiento marxista-posestructuralista e izquierda universitaria. Al mismo tiempo, no se trataba únicamente de poner frente a frente dos bibliotecas, sino también, y especialmente, de poner a la práctica política frente a las dos bibliotecas como un todo. Reconozco que la noción de “práctica teórica” que circula en la cultura letrada nunca me interpeló, y por eso hablo de una sola práctica (la militante) y no de dos prácticas (la militante y la intelectual). Después de atravesar la intensidad de una jornada solidaria que dura tres meses consecutivos, después de leer Teoría de la militancia, me resultó evidente hasta qué punto importa la noción de poner el cuerpo y hasta qué punto la postura del intelectual comprometido se ha dispensado de ello.
La vocación sintética y de balance también me condujo a interrogar la militancia política desde el punto de vista de la apuesta cultural por nuevas formas de vida que encontré en los textos leídos en la facultad. Este libro se halla atravesado por la pregunta en torno a la compatibilidad entre esquemas de transformación de la realidad con base en la política y esquemas de transformación de la vida con base en la experimentación contracultural. En rigor, el recorrido no hizo más que poner en tensión las esferas de la teoría y la práctica: empecé por la pregunta, típicamente universitaria (dicho esto sin la menor sorna), sobre los modos en que puede “ponerse en práctica” una teoría creativa y experimental; continué por preguntarme, basado en la experiencia militante, sobre los modos en que podía “ponerse en teoría” todo aquello que estábamos viviendo; finalmente, encontré que la separación tajante entre teoría y práctica no tenía mucho sentido desde el punto de vista de la militancia.
El saldo intelectual de los dos primeros gobiernos de Perón fue la introducción de la cuestión nacional (y de ahí el pensamiento nacional); el saldo intelectual del gobierno de Cristina es la cuestión de la militancia (y de ahí el pensamiento de la militancia).
Por último, y llegando al tema central del libro, descubrí que había un concepto que tenían en común todas las tradiciones políticas que venía explorando, y era justamente el concepto de comunidad. ¿Cómo se relacionan la comunidad organizada de Perón, la comuna/comunismo del marxismo y la comunidad sin obra de los posestructuralistas? Comunología está escrito desde esa zona franca donde conversan Marx, Perón y Badiou, Octubre del 17, Octubre del 45 y Mayo del 68. ¿Y cómo se relacionan todos esos “modelos de comunidad” con la experiencia, que no dudaría en llamar comunitaria, expresada por la militancia en tanto espacio cotidiano del compartir y de la confianza? Una tendencia al análisis a través de pares opuestos y lo más simétricos posibles me llevó a buscar el reverso del concepto de comunidad. A individualismo, para cumplir ese papel, le faltaba proporción y novedad. Me socorrieron entonces dos autores, que en realidad no encajaban en ninguna de las bibliotecas preexistentes, aportando la noción de inmunidad: Roberto Esposito y Peter Sloterdijk.
Esposito desarrolló una contundente labor teórica sobre los conceptos de comunidad e inmunidad como dos caras de una misma moneda etimológico-política: el munus, traducible como “don que se distingue por su carácter obligatorio”. Mientras la comunidad es la que se organiza en torno de la responsabilidad por el don compartido –común en tanto no es propio de ninguno– la inmunidad es la que exceptúa a seres particulares de cooperar en esa donación. Por ponerlo en términos de Teoría de la militancia, asistimos a una confrontación entre “el deber y la responsabilidad” de la militancia y el “yo no le debo nada a nadie” de los cualunques. Si la comunidad es la que comparte la impropiedad del don, la inmunidad se refiere a quien “no debe nada a nadie”; su partícula negativa-privativa quiere decir que está “dispensado del tributo hacia otros”. La inmunidad expresa una condición particular, “propia” en el sentido de pertenecer a alguien, y por ende no común, incluso anticomunitaria, porque interrumpe el circuito social de la responsabilidad recíproca.
Este hallazgo etimológico, y las consecuencias políticas que contenía, me parecieron superadoras de otros intentos teóricos por pensar la comunidad y su reverso. El colectivo francés Tiqqun, por ejemplo, opone comunidad a hostilidad: “Entre las latitudes extremas de la comunidad y la hostilidad se extiende la esfera de la amistad y de la enemistad”. No parece que la complejidad de lo común pueda resolverse apelando a estas categorías. “Enemigo” vuelve a colocar las cosas en un afuera, una exterioridad que precisamente la idea de comunidad contemporánea venía a rediscutir. “Nosotros no tenemos nada que decir a los ciudadanos del Imperio: primero haría falta que tuviéramos algo en común”, escribe Tiqqun con claudicación orgullosa. Por el contrario, el concepto de inmunidad tiene mayor gravitación actual como reverso de comunidad porque en principio ambas parecen ideas reivindicables. ¿Quién estaría en contra de protegerse ante lo que nos amenaza? ¿Quién estaría en contra de buscar el fundamento feliz de nuestra vida en común? Por eso entendí que esta oposición/enlazamiento entre comunidad e inmunidad propuesta por Esposito habilitaba debates nuevos e importantes (por ejemplo en torno al individualismo contemporáneo y su afán securitario), lo que no ocurría con una noción raramente reivindicable como hostilidad. Me pareció que Esposito acertaba porque había encontrado en comunidad e inmunidad dos posiciones distintas, dos respuestas hermanas, a partir de un campo semántico-político común.

Sloterdijk, por su parte, colaboró de manera monumental al pensamiento sobre la inmunidad y la comunidad desde su trilogía Esferas y otros libros centrales como Has de cambiar tu vida y En el mundo interior del capital. Su pensamiento es siempre creativo, arriesgado y subversivo pero también elitista, escéptico y conservador, por lo que no dudaría en llamar “comunológica” mi aproximación a su filosofía. Decir que intenté “recuperar la filosofía de Sloterdijk para el campo popular” sería de una grandilocuencia risible. Más bien traté de construir un espacio contaminado entre el pensamiento de la militancia y el pensamiento de Sloterdijk, sobre la base de que la potencia y originalidad de su aporte teórico no fueron registradas suficientemente por nuestra cultura.
La irrupción de Sloterdijk en la escena filosófica, al menos para el público de América Latina, se produce con Crítica a la razón cínica, un ajuste de cuentas con la Teoría Crítica/Escuela de Frankfurt, su sistema teórico de procedencia, en un gesto que al mismo tiempo presta reconocimiento (porque la Teoría Crítica fue el proyecto más sólido de crítica de la ideología) y reserva distancia (porque la Teoría Crítica ha devenido programa defensivo, negativo, estéril para el análisis del mundo contemporáneo). Se trata de un doble movimiento parecido al que intenté con este libro a propósito del pensamiento nacional. Luego de este balance, Sloterdijk se encamina a construir un nuevo sistema filosófico para pensar, de manera no sustancialista ni individualista sino relacional y medial, las esferas de organización de la comunidad. Lo que estudia la “esferología” de Sloterdijk es la constitución histórica, por parte de los seres humanos, de espacios psicosociales para suministrarse inmunidad respecto del entorno y proteger sus vidas: “Las esferas son también conformaciones morfo-inmunológicas. Sólo en estructuras de inmunidad, generadoras de espacio interior, pueden los seres humanos proseguir sus procesos generacionales e impulsar sus individuaciones”. Nuevamente, la comunidad no puede pensarse sin su reverso, “el ensamblaje de inmunidad y comunidad en el que desde siempre se lleva a cabo la dialéctica o interacción causal circular entre lo propio y lo extraño, lo común y lo no-común”. La inmunidad conforma el negativo de la comunidad: la defensa de lo propio frente a lo común, el rechazo alérgico al contacto. La conclusión de Sloterdijk, hace más de diez años, es que la inmunización de lo que cada unidad considera ajeno a lo propio es una de las obsesiones de la Modernidad. Después de la “muerte de Dios” (el inmunólogo universal), la inmunidad moderna es la búsqueda de una prótesis de seguridad en un mundo inseguro, un respirador artificial para subsistir en un espacio exterior sin garantías y potencialmente envenenado.
En las últimas décadas esta perspectiva se ha profundizado. El paradigma inmunitario domina nuestra era. La metafísica se ha transformado en inmunología general. Pensamos en términos inmunitarios en todas las esferas de nuestra experiencia cotidiana. Es cierto que de alguna manera la inmunología expresa “la esencia” de la política entendida como propósito de protección de la comunidad ante la amenaza externa e interna de disolución, y de hecho el propio Sloterdijk ha escrito que “toda la historia es la lucha entre sistemas inmunológicos”9 . Sin embargo, nuestra coyuntura actual, pensé, parece estar llevando esta hipótesis hasta sus límites.
Comunología está escrito desde esa zona franca donde conversan Marx, Perón y Badiou, Octubre del 17, Octubre del 45 y Mayo del 68.
Pronto me resultó muy claro que el pensamiento nacional estaba construido en estos términos. La comunidad de nuestro pensamiento nacional es un sistema de inmunidad organizada, o sea un proyecto de defensa y protección ante virus extranjeros, cuya principal tarea consiste en garantizar la existencia –encontrar el espacio– para un ser nacional-popular no contaminado. Al mismo tiempo advertí que si bien en teoría involucraban la búsqueda y afirmación de lo propio (el ser nacional, lo nacional y popular), los libros de Arregui, Ramos, Jauretche y demás autores trataban básicamente de lo ajeno, de los otros, sea que esto signifique la dominación extranjera, la clase media, el medio pelo, los aparatos ideológicos de colonización, la oligarquía, los medios de comunicación o el imperialismo. Lo propio era muchas veces dado por obvio, como si consistiera en un subsuelo natural o un ecosistema históricamente constante que simplemente está allí, en cada una de nuestras acciones, esperando que se lo descubra. O mejor dicho, para el pensamiento nacional no hay forma de nombrar lo propio si no como dique y muralla para contener el avance ajeno. Alarmado y entusiasmado en partes iguales por este descubrimiento, reconocí las dificultades de pensar la comunidad con criterios propiocéntricos. Si nuestro tiempo y nuestra energía están puestos en desarrollar competencias endoclínicas para contrarrestar agresiones potenciales, entonces el proyecto propio se confunde con la neutralización de lo ajeno. No hay identidad ni propiedad en sentido estricto. Lo que somos es simplemente una negación del otro y lo que tenemos es simplemente miedo.
El problema a este respecto es que, sean más o menos leídos sus libros, continuamos interpretando la política desde el sistema del pensamiento nacional. Repasando los años del macrismo, me pregunté cuántas veces nos encontramos planteando nuestra militancia en términos de defensa del modelo frente a una derecha que embestía con su discurso de “modernidad y “transformación”. Defensa de la educación pública, defensa de la ciencia y la tecnología, defensa de la producción y el trabajo… La meta era volver al Estado/estado de amparo anterior para subsanar las lesiones, daños y perjuicios ocasionados. Con mucha frecuencia, la acción se convirtió en reacción (anticipada o compensatoria). Lógicamente, no nos propusimos difundir la fuerza propia, sino impedir que se manifestara la fuerza ajena. Desde el punto de vista del resultado, esto es: habiendo ganado las elecciones en 2019, podría ser irrelevante o incluso motivo de reivindicación el habernos confiado a un programa terapéutico de inmunización ante el avance macrista. Pero los riesgos entrópicos de esta forma de hacer política no se terminan al recuperar el Estado. Siempre hay suficientes elementos de gloria en el pasado como para que su preservación ante el ataque enemigo nos parezca el programa prioritario. El presente es movimiento, dilema, ansiedad; el pasado es integridad. Observé entonces que nuestra línea política actual, impregnada de ese discurso defensivo, venía requiriendo de una fuerza que la empujara fuera de la zona de confort; comprendí que para volver a pensar seriamente qué mundo, qué comunidad y qué forma de vida queremos, la tarea era abandonar la posición inmunitaria desde la que resistimos a lo que no queremos.
Si nuestro tiempo y energía están puestos en desarrollar competencias endoclínicas para contrarrestar agresiones potenciales, entonces el proyecto propio se confunde con la neutralización de lo ajeno.
Así que al cabo de este recorrido las inquietudes personales se terminaron presentando como problemas colectivos de carácter político. Hoy el proyecto nacional se encuentra en un impasse decisivo. Sabemos lo que queremos defender, pero ignoramos lo que queremos conquistar. Ya pasamos mucho tiempo en la misma postura (defensiva) y nuestros músculos se ven entumecidos. Nuestra dificultad política es anímica y ergonómica. Nos cuesta avanzar. Nos cuesta tomar la iniciativa y proponer. Necesitamos recuperar la fuerza para conquistar nuevos territorios – y sería correcto asignarle a la palabra conquista una semántica menos vinculada con el imperialismo que con la seducción, como en “conquistas sociales” o “que se supo conquistar / a la gran masa del pueblo / combatiendo al capital”: no una apropiación de lo ajeno sino un evento amoroso de contacto y de responsabilidad. Hoy tenemos tres bibliotecas (pensamiento nacional, marxismo y posmarxismo), dos identidades políticas (peronismo, kirchnerismo) y una práctica concreta (la militancia), pero no sabemos exactamente qué hacer con todo ello. Tenemos sobre el escritorio un libro de Judith Butler y otro de Puiggrós, y nos falta un campo de referencia común. Tenemos altos niveles de organización popular y nos cuesta proyectar sus objetivos.
Consideré que para recuperar la musculatura social primero había que poner a funcionar la cabeza. Ideas por las que combatir, sí, pero ante todo necesidad de sintetizar tradiciones dispersas, prácticas aisladas, en un frente común. ¿Qué partitura podemos componer con todos los instrumentos que tenemos? Y en particular: ¿cómo lograr un sonido nuevo, que estimule a su vez futuras innovaciones? Estas preguntas llevan antes que nada a un ejercicio de autoconocimiento colectivo. Un examen crítico de las ideas recibidas por el campo nacional y popular me pareció indispensable para afrontar la situación, cuya premisa es que nunca se milita en el vacío intelectual. Los proyectos políticos tienen que fundamentarse en un marco teórico que oriente la acción y se nutra de ella. Si no hay un pensamiento que encuadre a la militancia, algún dispositivo de ideas ocupará su lugar. Es esta convicción la que llevó al propio Perón a redactar una importante cantidad de textos filosóficos y doctrinarios que dieran sustentabilidad a la construcción política. Por esa causa, la irrupción del pensamiento de la militancia tiene un significado contextual tan trascendente. El movimiento nacional cuenta con una sólida conducción y una sólida organización política; es momento de profundizar la construcción teórica.

Denomino comunología a la apuesta militante que se desprende del diagnóstico anterior. Si la doctrina del movimiento nacional estuviera resuelta y ordenara la praxis, bastaría con escribir un libro que reforzara la ortodoxia. “Como dijo Perón”, y listo. Por el contrario, es la irresolución de esa doctrina la que estimula el sentido heterodoxo de este libro, heterodoxia que comienza por la elección del vocabulario. En las páginas venideras, las palabras comunidad e inmunidad gozarán de una reputación que hasta ahora no tuvieron en el pensamiento nacional. Serán los términos de nuestra apuesta. Serán baqueanas de una expedición cuyo cartel de ingreso tiene escrito: el pensamiento nacional, hasta el momento, no ha hecho más que inmunizarse contra lo común; ahora, se trata de organizarlo. Organizar lo común, en efecto, es volver a plantearse la conquista de una comunidad organizada, excepto que se trata de una comunidad organizada acorde a nuestro tiempo, pensada desde otras bibliotecas, ejercida desde otras militancias, atravesada por otras experiencias… es decir: más que “volver a plantear” la misma utopía de una comunidad organizada, establecida por el peronismo al menos desde 1949, se trata de aceptar el verdadero desafío de actualización doctrinaria que reclama nuestra generación y asumir que tanto “comunidad” como “organización” han cambiado de sentido y resonancia.
En nuestro lenguaje están disponibles los conceptos de comunidad e inmunidad. También está disponible el concepto de inmunología como sistema reconocimiento y discriminación de lo propio frente a lo ajeno y de lo interior frente a lo exterior. Que no dispongamos simétricamente del concepto de comunología es sintomático de las limitaciones con que venimos enfrentando desde lo teórico al individualismo reactivo contemporáneo. Si la inmunología se detiene en el estudio de los mecanismos de respuesta del organismo ante la presencia de agentes invasivos del entorno, la comunología debe adoptar el punto de vista del contagio y fijarse en los mecanismos de contacto involucrados en la expropiación de lo propio y la comunidad de lo común. El agente del contagio comunitario tiene un nombre: militancia. Es sólo siguiendo al pensamiento de la militancia, que parte del otro y de la responsabilidad ante lo común, como se puede plantear hoy la organización de una comunidad auténtica, desprovista de afectos inmunizantes y apropiadores. El trayecto que describe este libro va del pensamiento nacional al pensamiento de la militancia: de la inmunología a la comunología. Quien acepte estas premisas comprobará en lo sucesivo que el trayecto también va del marxismo al posmarxismo y del peronismo al kirchnerismo. Al punto de vista lo determina el presente: se lee el pensamiento nacional desde el pensamiento de la militancia, el marxismo desde el posmarxismo, el peronismo desde el kirchnerismo y la inmunología desde la comunología.
La felicidad del pueblo no provendrá de la defensa de lo propio ante la depredación ajena sino del avance y la conquista de un nuevo territorio común.
Considero que la introducción del vocabulario comunológico permite hacer esta maniobra de síntesis porque al tratar retrospectivamente el contagio mutuo entre peronismo y marxismo (pensamiento nacional) expone mejor la propuesta de contagio entre kirchnerismo y posmarxismo (pensamiento de la militancia). Los límites de nuestra biblioteca vienen señalando los límites de nuestra práctica. Por lo mismo, la ampliación de las bibliotecas podrá significar –así lo pretendí finalmente– una ampliación del espacio de la militancia. Sloterdijk decía que la topología constituye la disciplina base de toda inmunología. El pensamiento comunológico, por lo mismo, es una política del espacio. ¿O no es verdad que el siglo XXI trajo la urgente pregunta por el espacio en que podemos vivir, respirar, construir lazos, organizarnos y hacer política en común? No hace otra cosa que demostrarlo la puesta en agenda de temas ambientales, climáticos y ecosóficos. Si hoy el espacio político en que nos movemos parece estrecho, agrietado, amenazado, saturado de fronteras, es porque ante todo está desorganizado.
Dentro del repertorio comunológico, llamo semiotécnicas, geotécnicas y atmotécnicas a las herramientas con que la militancia puede reorganizar este espacio de lo común. Las semiotécnicas son las que desarrollan sistemas de signos verbales para incorporar no militantes a la militancia y para conducir militantes ya incorporados. Las geotécnicas apuntan a los métodos de reparto y cuadriculación del territorio; las atmotécnicas, a la climatización anímica y simbólica del entorno. La tarea es construir una nueva comunidad y los resultados que alcancemos van a depender de esta capacidad para organizar de otra manera los cuerpos, los afectos y las ideas, y para promover nuevos climas políticos. Del espacio autosofocante de la inmunidad, se sale con más militancia: la organización vence al espacio. ¿Por qué hacemos algo y no más bien nada?, se pregunta Sloterdijk en Ira y tiempo. Respuesta: “para ampliar el mundo con cosas nuevas y dignas de ser celebradas”. La felicidad del pueblo no provendrá de la defensa de lo propio ante la depredación ajena sino del avance y la conquista de un nuevo territorio común.
* Nicolás Vilela es licenciado en Letras, docente y secretario general de la Universidad Nacional de Hurlingham (UNAHUR), concejal del FdT en Hurlingham.