Cómo y por qué las corporaciones apuntan contra la principal política sanitaria del gobierno de los Fernández.
Los mismos que durante los últimos cuatro años decían que el neoliberalismo era la solución y el populismo el problema, dicen ahora, con idéntico nivel de convicción y militancia, que lo que mata no es la pandemia del Covid 19 sino el “aislamiento social, preventivo y obligatorio” decretado por el gobierno nacional a instancias no de la OMS, según parece, sino de una oscura logia agazapada detrás de Alberto Fernández que mezclaría a infectólogos comunistas con kirchneristas pro-chinos sedientos de implacable autoritarismo.
Gracias a la hiperactividad de los medios de agitación y propaganda del Foro de la Convergencia Empresarial y sus voceros –algunos hasta con lágrimas en los ojos-, que instalaron con inusitada fuerza desde las pantallas el eslogan cualunque de que la cuarentena argentina “es la más larga del mundo”, la eficaz política sanitaria impulsada desde fines de marzo quedó erosionada, presa de un paradojal efecto: está siendo víctima de su propio éxito.
Instalaron el eslogan cualunque de que la cuarentena argentina “es la más larga del mundo”.
Las imágenes que circulan acá, a diferencia de otros países, son las de comerciantes marplatenses frente a sus locales reclamando sin temor por su levantamiento con razonables argumentos económicos, cuando en Estados Unidos o en Brasil o en Ecuador, se divulgan las de fosas abiertas, algunas de ellas comunes, a la espera de las nuevos cadáveres contados por miles que la crisis sanitaria global produce a una velocidad sólo comparable a las que produce una conflagración bélica multinacional.
Precisamente en esta semana que se inicia, el Estados Unidos de Donald Trump, cuna del movimiento anticuarentena que también se extiende por el Reino Unido o nuestro vecino Brasil, superará los cien mil casos letales, cerca del doble de los soldados estadounidenses que murieron en combate durante la Guerra de Vietnam, o más de diez veces la cifra registrada de víctimas fatales en los ataques terroristas a las Twin Towers y el Pentágono del 11 de setiembre de 2001.

A diferencia de lo que ocurrió en otras latitudes, donde la cuarentena fue atacada con alguna que otra premisa científica, por ejemplo, la que hablaba de la posibilidad de la inmunización colectiva a través del contagio masivo, hipótesis que abrazó el británico Boris Johnson hasta que el índice de mortalidad de sus conciudadanos trepó de manera fulminante y él mismo terminó internado en terapia intensiva por Coronavirus, los argumentos que giran en la Argentina son de corte emocional o espiritual, al estilo de los utilizados por terraplanistas o grupos antivacunas.
Pudo verse a periodistas políticos lagrimeando en cámara ante la imposibilidad de besar a su sobrino recién nacido o planteando, en otro caso, con mucha seriedad que los muertos hasta ahora eran “poquitos” como para seguir con una medida tan excesiva, cada uno desplegando toda su artillería dramática, desde la angustia a la irritación, para denostar públicamente “la cuarentena más larga del mundo”, zócalo que se sostuvo de manera transversal y en simultáneo en diversos programas de TN, América TV, La Nación + y Canal 9.
¿Estarían satisfechos estos grupos “terraplanistas” de la salud si la actual aprobación social mutara a descontento masivo?
Describir una política sanitaria recomendada por la OMS, que en nuestro país además dio buenos resultados, como un ataque estatal a las libertades fundamentales del individuo, suena un tanto delirante. Acusar a las autoridades que decretaron el aislamiento, a todas luces efectivo, de haberse “enamorado” de la medida porque según las encuestas existe una abrumadora aprobación a lo resuelto, ya es un delirio completo. El Estado está obligado a cuidar a sus ciudadanos y, hasta donde se sabe, los presidentes son “mandatarios”, es decir, reciben el encargo (el mandato) de representar a sus sociedades en los asuntos de gobierno.
¿Estarían satisfechos estos grupos “terraplanistas” de la salud si la actual aprobación social mutara a descontento masivo? ¿Llorarían menos, dejarían de irritarse, acaso, si Argentina desoyera las recomendaciones de la OMS o, mejor aún, le declarara una suerte de guerra santa como hace Trump en su cada vez mayor desprecio al multilateralismo? ¿Qué es lo que pretenden? ¿Que en asuntos tan delicados valga lo mismo la voz de un epidemiólogo internacionalmente premiado, que alerta sobre la contagiosidad en los eventos o reuniones multitudinarias, que la de un barrabrava que hace lobby desde una radio para que vuelva el futbol con público porque su negocio de trapitos, porcentaje en la venta de jugadores y alucinógenos en las tribunas está en crisis severa?

No todo es lo mismo. Existe la sensatez y el desatino. Habría que desconfiar de aquellas personas (políticos, comunicadores, analistas) o grupos que abordan y jerarquizan problemas tan importantes según su necesidad o la de la empresa o la corporación que los contrata. Con una mira tan corta, lógicamente, que el problema más grave pasa a ser la cuarentena y no la pandemia. Creen, algunos en serio, que la normalización de su actividad depende de una decisión que Alberto Fernández va a tomar según el humor con el que se levante un día cualquiera, y gastan saliva y dinero tratando de presionarlo y quebrarlo en su convicción más íntima.
Porque desde que comenzó este desastre, Fernández sabe que el único gran problema que hoy afronta la humanidad se llama pandemia del coronavirus. La cuarentena es un escudo, es verdad, muy costoso en términos económicos y psicológicos, hasta tanto se descubra una vacuna salvadora. Pero tratar de erosionarla no va a ser que las cosas se resuelvan a mayor velocidad. Simplemente, va a hacer que el virus se propague más rápido y la gente también muera más rápido. El movimiento anticuarentena le aconseja al Capitán del Titanic que acelere a todo vapor porque el témpano va a romperse con la fuerza del impacto, y el Capitán intuye que hay que demorar el choque todo lo que se pueda, porque no hay botes para todes.
Eso lo sabe más que nadie.
Cuando el diario La Nación, en su edición del viernes 22, se pregunta, “¿Récord? La cuarentena en la Argentina podría convertirse en la más larga del mundo?”, en realidad, sus accionistas (que no votaron al Frente de Todos, eso es sabido) le están respondiendo a Fernández, a quien fueron a pedirle plata para pagar los sueldos de sus empleados, plata estatal que Fernández les dio (también a Techint y a Clarin, y a tantos más que el año pasado repartieron ganancias en un país empobrecido) pero con algunas condiciones muy fuertes que configuran una “nueva normalidad” en la relación entre el Estado y las corporaciones, derivadas del estado de excepción que atraviesa el mundo: si aceptaron el dinero, no pueden comprar dólares, ni evadir a paraísos fiscales ni repartir dividendos.

Es plata destinada a mantener los puestos de trabajo.
“Si no les gusta -los emplazó, el presidente- la devuelven”.
Lo que le devolvieron, según parece, son los zócalos envenenados destinados a instalar que la cuarentena es el problema y no la solución. Hasta levantaron la voz de Mario Firmenich que, desde Barcelona, habló de “una rebelión social” si el aislamiento se extiende demasiado, porque parece que del otro lado la alianza antigubernamental también es “con todos”.
Difícil ver coincidir a Firmenich, Ratazzi y Majul. El mundo ya no es el mismo.
De fondo, cuando se habla de corporaciones de verdad, lo que está en discusión es quién paga este “veranito anticapitalista” donde el país está obligado a funcionar (los países no cierran) garantizando a su vez el “aislamiento social, preventivo y obligatorio” que impida una catástrofe socio-sanitaria, mediante el IFE, la AUH, el ATP, los créditos subsidiados y una serie de políticas públicas que aumentan el llamado “gasto fiscal” que exacerba a la ortodoxia neoliberal. Porque en los hechos, las decisiones del gobierno representan la defunción del ajuste, política que estuvo orientada al pago de los servicios de la deuda hasta el año pasado. Mauricio Macri no es más presidente. Gobiernan los Fernández, aunque a veces se cuele algún que otro funcionario neoliberal.
La pregunta es quién o quiénes pretenderían un gobierno debilitado en un trance tan complejo como el actual.
El lobby anticuarentena busca debilitar al gobierno de los Fernández, que mostró una decisión inalterable hasta el momento de respeto hacia el mandato recibido en octubre. La pregunta es quién o quiénes pretenderían un gobierno debilitado en un trance tan complejo como el actual.
¿Quizá los 12 mil multimillonarios, muchos de ellos accionistas de las empresas que integran el Foro de la Convergencia Empresarial y la AEA, que estarían alcanzados por el tributo extraordinario a las grandes fortunas que impulsan los Fernández, Máximo Kirchner y Carlos Heller, para precisamente financiar el gasto excesivo que demanda la crisis sanitaria? ¿O los grupos locales que invirtieron en los fondos de inversión acreedores de la Argentina, los famosos “bonistas extranjeros”, empeñados en que Martín Guzmán les mejore la oferta?
Tal vez sean lo mismo.
Habría que preguntarle a los terraplanistas. Esos sí que saben.