Hubo un tiempo que fue casi hermoso. La pobreza no tenía dos dígitos, en el país había industrias, cines y los teatros explotaban, la industria del libro chorreaba tinta, la tele estaba llena de producciones nacionales, los hoteles sindicales reventaban de laburantes en verano y gran parte de la clase media gozaba de su quintinta de fin de semana en las afuera de las ciudades. No es que todo tiempo pasado sea mejor, pero el presente arrasado dimensiona lo que perdemos y ganamos a diario. Y en este balance el haber anda flojo, con o sin pandemia, porque detrás y enmarañada hay una historia.

Alan Beatti, ex economista del Bank of England, acaba de publicar “Falsa economía: una sorpredente historia económica del mundo” donde afirma a boca de jarro: “Entre 1880 y 1914 el sistema político norteamericano se adecuó dinámicamente a los cambios y las demandas de su población. El sistema argentino permaneció obstinadamente dominado por una minoría autocomplaciente”. Y suma: “EEUU hubiese sido como Argentina si el Sur racista confederado hubiese ganado la Guerra Civil”. Ergo, a la oligarquía agroganadera le debemos ser un macetero en el mundo a pesar de los ensayos de felicidad que nos dieron los gobiernos populares. Gestiones político-económicas en las que, como bien profundiza Beatti, “…las economías rara vez se hacen ricas solo con agricultura, Gran Bretaña había mostrado el camino: industrialización”. En vez de copiar modelos, nuestras clases dirigentes se dedicaron a imitar modales, lo que dio como resultado un calco berreta, pretencioso y petitero contagiando a todas las clases sociales, pero principalmente a aquella que cree que no la tiene: la movediza middle class que se ya se divide en media baja, media-media y media-alta. Y como si fuera poco, como sostiene Francois Dubet, todo en el marco de una economía moral/cultural donde la preocupación no es el escándalo del 1% multimillonario y el 99% de servidumbres, sino el desclazamiento que se busca evitar por “titulismos”, meritocracias y/o diferenciaciones estéticas a interior de una misma franja.
El carácter económico de la estética no es novedad: desde la creación de un mercado del arte, la “disciplina” que lo pretende definir, sus “objetos”, con o si aura, juegan en la bolsa de valores: puro valor de cambio. Más aún en el capitalismo actual donde el mundo material de la economía no se limita a “fierros”, sino a diseños sobre plataformas cada vez mas homogéneas ¿O todavía creemos que elegimos un celular dentro de un gama por sus características materiales y no por los efectos de distinción y “potencia” que produce su marca en los/as consumidores/as?

Es en torno a esta noción de “distinción” que las categorías estéticas jugaron un importante papel político, económico y cultural. Esta categoría estética y su uso político, económico y social se remonta en la cultura hispana a la época de la restauración borbónica de 1875: lo cursi fue bala de tinta de la intelectualidad orgánica contra quienes gracias a la Revolución de 1868, la Gloriosa Septembrina, en la que fue destronada Isabel II y dio lugar al sexenio democrático de la coalición liberal, moderada y progresista que en los hechos implicó la movilidad social de las clases medias contra la vieja aristocracia y las clases populares. A partir de la vuelta de los/as Borbones, cursis eran esas clases que no eran ni pobres ni aristócratas, sino la pequeña burguesía humillada con el fin del sueño republicano. Esta categoría se mantuvo en el marco de comprensión de la cultura española y fue retomada por autores españoles como Jacinto Benavente, Ramón Gómez de la Serna, el cubano Francisco Ichaso y los mexicanos Carlos Díaz Dufoo y Bernardo Ortiz de Montellano, el chileno Óscar Hahn y el “local” Paul Groussac.
Algo parecido ocurrió por estas tierras. No hay más que revisitar la literatura argentina (ficcional o teórica) para ver como se apeló a conceptos del campo de arte para producir abyecciones, desvalorizaciones y minusvalías que justificaban la expansión de proyectos europeístas y clasistas. Sin pretender una reconstrucción histórico-crítica, la noción de cursilería aparece como en Paul Groussac, ese pensador tan caro a la derecha liberal criolla, quien en 1893 la reparte contra todo lo que implicara desarrollo industrial a la americana, en una operación “espiritualista” similar al “arielismo” de Rodó propio de una oligarquía agrícola ganadera cada vez más reacia a la migración por la que había bregada como factor de desarrollo. Groussac, en su racista y clasista libro de viajes “Del Plata al Niágara” no para de disparar la noción de “cursilería” como epíteto significante vacío que en Chile significa su visión de las obras innovadoras del Intendente de Santiago Vicuña Mackenna, a los sombreros jipipaja en Guayaquil, pasando por la música popular sentimental de Veracruz hasta llegar a la tierras del norte donde califica como cursi los nombres con lo que los hacendados californianos bautizan sus plantaciones.

Pero en los años ’40 del siglo XX, lo cursi deja de ser una amenaza ¿En qué consistió esta operación de resignificación? Cursi dejó de ser un anatema para devenir una promesa “íntima”, del corazón, el amor y pretensiones de verdad y transparencia. En esta edición de Rubicón Daniel Rosso lo responde cuando devanea diferenciando “lo cursi” de lo “kitsch” y de lo “camp” al ritmo de estribillos pegajosos, Liliana Viola revive la potencia de la industria cursi de la telenovela que tan define como “educación sentimental” industrializada de nuestra nación durante los gloriosos treinta años de posguerra. Noelia Leiva deconstruye los cruces de género de la cursilería en producciones para plataformas bajo la forma del “Lesbodrama”. Sonia Valeria López arremete con nuestra Coca arriesgando una lectura que cruza el kitsch y el camp, la ópticas pirivilegiadas para su lectura. Y en la charla con Marcelo Camaño, que nos hizo prender la televisión en lo que nos animamos a decir fueron la últimas novelas exportables y que nos gustaron a les argentines, buceamos en la cabeza de un premiado guionista sobre la industria del melodrama en épocas de plataformas y estado débil. Y para alentarles a la lectura, Caburé Libros reseña Panorámicas de John Berger. Búsquense el tiempo, imprimí esta nota, bajatela a tu fono, usa la internet del Subte o un bar, lee de a dos, porque lo que hay para decir no es poco.