En la mitología griega, Narciso era un joven extremadamente atractivo que enamoraba en una mirada a todas las mujeres que lo veían. Una tarde, mientras cazaba ciervos en el bosque, se encontró con la Eco; una ninfa de la montaña que, condenada por Hera, había perdido su hermosa voz. Pero Narciso era demasiado vanidoso e incapaz de ver la belleza de otras personas o de la naturaleza que lo rodeaba y, aunque Eco se enamoró perdidamente de él, Narciso la rechazó. Eco, decepcionada, le contó el acontecimiento a Némesis, la diosa de la justicia y venganza, y ella lo castigó: hizo que Narciso se acercara a un arroyo y viera allí su precioso rostro reflejado en el agua. Narciso nunca pudo dejar de mirarse, se enamoró de él mismo y, sin poder resistir su propia belleza, finalmente se tiró al agua y murió.
En estos tiempos de nacionalismo manco, en donde algunos confunden banderas con panfletos políticos y gestión con campaña, y otros continúan a pesar de las adversidades intentando recuperar la esperanza, parece inevitable entrever que unos y otros son como dos trenes descontrolados que atraviesan a la Argentina de norte a sur a una velocidad que parece romper toda aspiración de entendimiento. Mientras la oposición parece haber optado por el rol de los pecados y las piedras, de la crítica solaz y destructiva, olvidándose de los valores, la democracia, la memoria y la justicia, la sociedad argentina acaba siendo víctima de un narcisismo peligroso y triste. Ya lo sabemos: cuando los intereses de unos se anteponen a los de la mayoría, la historia nunca acaba bien. Y hace demasiado tiempo que la oposición viene soslayando que las banderas son sólo para los idiotas y que las únicas en las que creen son en las blancas que llevan sus vencidos.
El pasado 20 de noviembre falleció Hebe María Pastor de Bonafini. La presidenta de la Asociación de Madres de Plaza de Mayo, símbolo mundial de la lucha por los derechos humanos es, sin lugar a dudas, un orgullo para la Argentina. Su legado vive y vivirá en el pueblo. Aunque parezca mentira, y justamente durante un acto de campaña, el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires aprovechó la ocasión para disparar contra el nacionalismo y contra la memoria. “No puedo dejar de expresar las profundas diferencias que he tenido, tanto ideológicas como en los valores”, lanzó inmediatamente después del pésame. La oposición y sus dirigentes parecen haberse sumergido en una cámara anecoica durante demasiado tiempo y eso, sabemos, sólo lleva a la locura. Porque abalanzarse sobre Hebe de Bonafini es, también, hacerlo sobre el pueblo y la incansable lucha que las Madres forjaron hace ya 45 años, y que aún hoy continúa. Criticar esa lucha es pararse en la vereda opuesta, abogar por las causas contrarias, defenderlas y hacerse carne de ellas. Las diferencias ideológicas y de valores que, aclara Larreta, los separa, acaba siendo un elogio a la presidenta de Madres, a pesar de que él intente hacer parecer lo contrario. Porque son justamente ésas diferencias ideológicas y de valores que lo separan las que ubicaron a Hebe de Bonafini cada jueves en la Plaza de Mayo durante más de cuatro décadas y que le otorgan el lugar que se merece en la historia Argentina y, a Larreta, detrás del blindaje mediático y acompañado por siniestros negadores de los desaparecidos de la última dictadura. Pero ya sabemos: los narcisistas intentar sentirse más altos bajando a los otros, aunque sea falso.
El senador Luis Juez, también de Juntos por el Cambio, parece seguir la misma línea. “Somos jodidos los Argentinos, qué pueblo de mierda, le exigimos mucho más a un equipo de fútbol que a los dirigentes”, declaró. Sutilezas de lado e insultos hacia el pueblo argentino a la orden del día, es todo lo que el senador parece poder ofrecer; eso y una tierra sometida, llena de flores de desprecio. Bien le vendría al senador visitar una hemeroteca, internarse allí una temporada, y releer la historia de un pueblo que ha encarado incansablemente sus luchas, sus ambiciones y sus derechos. Claro que formando parte del partido político que integra esa declaración no desentona: desoyeron durante años los reclamos del pueblo, los salarios, la educación, la salud. El problema con los narcisistas es ese: cuando creen que hablan de los demás, en rigor lo hacen de ellos mismos, de su propio y único reflejo. Imaginemos por un instante a un señor que ingresa de visita a una casa. Se saca la campera, acomoda su cuerpo sobre un sillón, cruza una pierna y comienza a enumerar, casi sin respirar, uno tras otros, sus defectos. Dice que es caprichoso, soberbio, impuntual, irresponsable, irritable, desatento y avaro. Y más. Luego, sencillamente, comienza una charla trivial, hablando del clima y de la insoportable ola de calor que azota a la ciudad, o de que tal o cual equipo de fútbol es superior a otro. Bebe café, come galletitas, se ríe. Nadie nunca ha hecho tal cosa: los defectos y las imperfecciones no son la carta de presentación, sino algo sobre lo que trabajar para mejorar. ¿Por qué entonces buena parte de la sociedad, y de la oposición, se obstina en la crítica sin fin ni motivo más que el de dañar y descalificar a su propia patria? ¿Por qué buena parte de la sociedad, y de la oposición, ha hecho de la crítica destructiva sobre la Argentina, un modo de vida, de campaña, de morboso gozo e, incluso a veces, de manera jocosa? ¿Por qué intentan convencer a una nación entera con adjetivos calificativos peyorativos sobre ellos mismos? La respuesta acertada seguramente sea la que escribió el poeta Antonio Machado: (es) mala gente que camina y va apestando la tierra.