En 1969, en Bethel, estado de Nueva York, se realizó el festival de música y arte Woodstock. Joan Baez, Joe Cocker, Janis Joplin y Jimi Hendrix fueron tan sólo algunos de los artistas que se presentaron sobre el escenario. La segunda de las tres noches que duró, un músico pidió que todos alzaran y prendieran sus encendedores para poder descifrar la cantidad de personas que había en medio de tanta oscuridad. Asistieron unas 400.000 y la columna de pequeñas llamas en el aire, fue brutal. Así nació la relación, casi fraternal, entre los recitales y los encendedores.
Pero, como tantas otras cosas cuando pasó de generación, se degeneró. Los encendedores que con la llama en alto pasaron a ser un clásico de los recitales cuando una canción melancólica sonaba por los parlantes derivaron después en bengalas y en pirotecnia. Cuando el descontrol es la norma, la tragedia es el único desenlace posible. Y, acto seguido, el enderezamiento de lo cotidiano, de lo mundano, de cada comportamiento individual y social o, al menos, un intento de ello. Como casi todo lo que intenta autoregularse: tarde o temprano se desmadra y tiene consecuencias drásticas, y pide a gritos un auxilio o un control. Lo inevitable está lleno de contradicciones: ésta no fue la excepción.
Así, degenerado y cotidiano, el hábito se hizo tragedia en diciembre de 2004, cuando el recital de Callejeros no había siquiera concluido su primera canción. Una bengala encendió el techo del local y la música cesó. República de Cromañón fue el escenario de lo tétrico y lo previsible, de 194 muertes y miles de heridos. Del cambio de parámetros y controles en un país entero, de cómo se borraron sonrisas de la cara, en menos de un segundo. Asistir a un recital ya nunca sería lo mismo. La vida de los familiares ya no sería la misma. La de los músicos, tampoco. Cuando los cambios son bruscos, y urgentes, casi siempre provienen de un evento lamentable.
Pero: yo también tendría que haber muerto, o acabado preso. ¿Cuántos crímenes no cometimos por obra del destino? ¿De cuántas penas nos libramos porque el mundo conspiró a nuestro favor? ¿Cuántas veces hicimos lo errado pero aceptado, y salimos impolutos y vanidosos? ¿Cuántas veces sorteamos lo fatal? Vivir ha sido entonces, un milagro. Una serie de acontecimientos que conspiraron para que, algunos, no acabáramos mal. Las intenciones nunca fueron malas. El desenlace fue fatal, y fortuito. Muertes y cárcel.
En República de Cromañón todo estaba mal. Un sin fin de delitos corrientes, y aceptados socialmente, fueron el preámbulo perfecto para que todo se tiñera de negro y tristeza. Para que 194 vidas se apagaran, como los encendedores cuando terminaba la canción melancólica. Para quitarles lo bailado. El Estado, en sana complicidad con la sociedad, puso un punto final al descontrol. A la inconsciencia colectiva. Porque es la sociedad la única capaz de hacer de las normas un hábito y de lo equivocado y peligroso, el pasado.
El contexto y la idiosincrasia no justifican lo sucedido. Nada podrá jamás justificar muertes en vano (toda muerte es en vano) Pero sí ponen luz sobre los hechos y los explican. Nos ponen en jaque y nos obligan a recapitular y a tomar consciencia de nuestros propios actos. De cuántas veces tuvimos una bengala imaginaria en la mano, o las manos sobre un volante acelerado; y tantos otros casos. La experiencia no necesariamente se transmite y absorbe de generación en generación; pero debería. O, al menos, vale la pena intentarlo.