El lunes pasado, las palabras de Eduardo Duhalde sorprendieron a gran parte del ámbito político y comunicacional argentino. Expresó en un programa de televisión, palabras más o palabras menos, que en el 2021 no habría elecciones porque podría producirse un estallido social peor que el del 2001 o inclusive un golpe militar típico de los perpetrados durante el siglo XX. Días después, el ex presidente se retractó de la advertencia, de la amenaza, o la simple anunciación profética, argumentando que se trató de “una respuesta vinculada con la pérdida momentánea de la mente que se desengancha de la realidad”. Podría decirse, entonces, que la frase está desajustada de la realidad, desencajada, fuera de razón. Podría decirse que fue producto de un momento de desquicio. No sería grave si se tratara de las declaraciones de un político. Tampoco lo sería demasiado si se tratara de un ex presidente ya muy entrado en años y retirado de la política. Pero hay algo que, más allá de Duhalde, hace sonar las alarmas: el desquicio de algunos sectores de la derecha argentina.
Prefieren morirse a tener que obedecer a un gobierno peronista, o agitan fantasmas del pasado o experiencias de países vecinos como Brasil y Bolivia.
Alguien podría argumentar que las manifestaciones de algunos militantes anticuarentena que se reúnen en los mitines del Obelisco son expresiones aisladas, no representativas, fuera de toda racionalidad y razón. Pues bien; es válida en principio la respuesta. El problema es la tonalidad y la virulencia de las consignas. “Prefiero morir que hacerle caso al Peronismo”, pareciera ser un axioma quijotesco sino se tratara de un emblema caricaturesco. La apelación al sanmartiniano “seamos libres y lo demás no importa nada” –recordemos que esa frase está inmersa en la proclama revolucionaria de José de San Martín utilizada por la izquierda peronista en los años setenta- vuelve como paso de comedia a un escenario político en el que la libertad no consiste en emanciparse de un sistema colonial y monárquico sino de incumplir una cuarentena –aconsejada por médicos y científicos- para preservar la salud de la mayoría de una población. La sospecha de que es el desquicio y no otra la fuente de las actitudes de comunicadores e intelectuales de la derecha que encontraron su contagio en plena militancia anticuarentena otorga cierta gravidez a los discursos de un sector minoritario, pero muy duro, del sistema político argentino.

¿Pero por qué el desquicio? En la respuesta está el centro de la cuestión. Desde hace unos años que escribo sobre el modelo de “empate hegemónico del Estado-Nación en la Argentina”. Como describió Juan Carlos Portantiero en los años 80: “Cada uno de los grupos (Peronismo-Antiperonismo / Liberalismo Conservador-Nacionalismo Popular / Modelo Agroexportador / Desarrollismo Industrial) tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría”. Es más, se podría decir, que mientras los gobiernos mayoritarios encuentran sus límites en las rupturas institucionales (golpe del 1955, 66 y 76), el Liberalismo Conservador los encuentra en las crisis sociales, económicas y políticas que provocan sus experiencias gubernativas (1982, 2002 y 2019).
La “derecha desquiciada” es minoritaria aunque con gran capacidad de amplificación de su voz gracias a operadores mediáticos sin responsabilidad política ni social.
En el año 2015, parecía que se rompía por primera vez en la historia contemporánea ese empate hegemónico: un gobierno de la línea nacional y popular podía terminar su mandato sin la interrupción institucional vía golpe de Estado, y, al mismo tiempo, asumía por vía democrática una experiencia liberal conservadora neta y pura, es decir, sin aditamentos de partidos populares como ocurrió durante el menemismo, por ejemplo. Fue tan novedoso ese año 2015 que hasta algunos intelectuales progresistas se animaron a proclamar con entusiasmo el nacimiento de una “derecha democrática”. Y algo de razón había. Al menos sino democrática en su esencia y en sus prácticas –recordemos las persecuciones mediáticas, la manipulación de la justicia, las represiones de las manifestaciones opositoras, el festival de decretos y las cacerías a dirigentes del gobierno del peronismo kirchnerista- el macrismo, cara nueva de la vieja derecha liberal argentina, parecía haber aceptado cumplir con las reglas del sistema democrático.

El problema surgió en el 2019. El sueño liberal conservador se derrumbó un domingo de agosto en el que las mayorías decidieron darle la espalda a las políticas neoliberales de ajuste y empobrecimiento. La derrota definitiva de octubre asomó en el horizonte y el peronismo kirchnerista emergió como alternativa –pese a las brutales operaciones del entramado mediático judicial- para componer los desaguisados cometidos por el macrismo al mando del Estado. Y el problema está en que el empate hegemónico se hace nuevamente evidente: el peronismo gana elecciones, el antiperonismo más crudo –no toda la dirigencia ni todos sus representados ni siquiera los sectores simplemente no peronistas- ve como se derrumba el castillo de naipes de la experiencia electoral del macrismo.
La respuesta es oponer racionalidad al desquicio, moderación a los exabruptos y más democracia ante los nudos de autoritarismo del pasado.
Esa toma de conciencia coloca a la Argentina una vez más al borde del empate hegemónico. Los sectores antiperonistas comprenden que no pueden ganar elecciones fácilmente. Impotentes, “prefieren morirse” a tener que obedecer a un gobierno peronista. O agitar fantasmas del pasado o experiencias de países vecinos como Brasil y Bolivia. Amenazan, gritan, advierten. Jóvenes libertarios se convierten en los liberticidas de siempre. Y en ese marco un ex presidente expresa una advertencia “vinculada con la pérdida momentánea de la mente que se desengancha de la realidad”.
No es grave. Son expresiones de un sector que podríamos definir como “una derecha desquiciada”, minoritaria aunque con gran capacidad de amplificación de su voz gracias a operadores mediáticos sin responsabilidad política ni social. La respuesta correcta por parte de las fuerzas democráticas mayoritarias es sencilla de dar: simplemente se trata de oponer racionalidad al desquicio, moderación a los exabruptos y más democracia ante los nudos de autoritarismo –aunque sean declamativos o imaginarios- del pasado. Y, fundamentalmente, reequilibrar el sistema político para que no haya hendijas donde pueda inmiscuirse la impotencia de sectores minoritarios que puedan ser tentados por discursos y conductas antisistémicas.