En febrero de 1963 Julio Cortázar publicó su segunda novela. El boom latinoamericano estaba en pleno apogeo y Rayuela se transformaría en una de las obras primordiales y de mayor relevancia del fenómeno y de la literatura en español. La novela es lectura obligatoria y, también, una redefinición de la literatura que pone al lector en el novedoso lugar de protagonista, al cual le propone elegir cómo leerla y al que, además, le lanza preguntas para las que no existen respuestas. Eso la convierte no sólo en una novela casi imposible de explicar y resumir, sino también en una obra de arte de la primera a la última letra. Según el propio escritor, Rayuela es la contra novela porque rompe con todo y lo redefine; lo vuelve a crear de una manera completamente diferente y novedosa.
La novela puede leerse de tres formas distintas, y en todas se llega a resultados diferentes. Todas las opciones están allí desplegadas en sus capítulos, dispuestas al capricho del incógnito lector que tome el libro entre sus manos y se adentre en la lectura con el lujo de poder decidir cómo hacerlo. Pero esa propuesta no sólo nos exige, casi como un trato tácito, leer varias veces para explorar las distintas opciones, sino que también nos remarca lo implícito, pero a veces escurridizo, entre las certezas de las artes: el orden de los factores altera el producto. Y, más aún, que la información que recibamos y la forma en la que lo hacemos modifica, inexorablemente, el destino al que arribaremos finalmente. Rayuela nos sacude las certezas, nos empuja hacia lugares que desconocíamos y nos abre, como abanico, un mundo de posibilidades.
Cortázar hizo lo mismo que muchos hacen hoy, sólo que casi 60 años antes y, obviamente, con mejores propósitos y más modales, con rebelión e inteligencia, intercalando líneas y oraciones e idiomas, proponiéndole al lector una manera diferente de entenderlo todo. Lo hizo como creador y artista, y no como recolector y lobista. Leer Rayuela es intentar encontrarse y permitirse ser avasallado. Hurgar entre las formas y las letras y las palabras. Descubrir una historia apasionante, parecida a la vida, presumida en un libro ancho y maravilloso. Cortázar re definió a la novela, con todo lo que eso implica. Algo similar en lo escandaloso, pero precario en materia de aporte, sucede hoy con las noticias; leer hoy los diarios argentinos más relevantes es un ejercicio similar a adivinar en cuál mano se esconde la moneda, o la verdad, y saber que, a pesar de las matemáticas y las probabilidades, ni siquiera contamos con la mitad de las posibilidades a nuestro favor.
Hay que aprender a leer, otra vez. Leer despejando adjetivos, como si fueran equis que molestan en la ecuación y que es necesario correrlas y resolverlas para poder llegar al resultado final y acertado. Como leer tres veces la misma novela para elegir a dónde queremos llegar, y cómo. Los medios y los periodistas parecen accionar con la lógica de Orson Wells, sólo que más de 100 años más tarde. Intentan convencernos de que, lo que sale por los audio parlantes, o desde el interior de la caja boba, o desde las palabras disparadas por los diarios con mayor tiraje del país, es efectivamente una verdad imposible de negar. Repiten como niños mentiras y se tapan las orejas pensando que así se van a callar los tambores, y cierran los ojos mientras descartan noticias importantes que no sirven a su propósito final. Lo hacen a diario con la esperanza de que la incesante continuidad de ese accionar los acerque a su destino. En la música lo llaman Alta rotación: hacer sonar la misma canción todo el día en diferentes radios hasta que los oyentes acaben tarareándola. Y es cierto: funciona. Ahogan la verdad como quien apaga la luz al salir de su casa, rompen al periodismo como concepto y profesión, intentan cambiar el paradigma que supone la función de un medio de comunicación. Y lo peor: no se les mueve ni un pelo.
Lo curioso es la falta de reacción por parte de la audiencia al descubrir, una vez en su casa y ya apostolado sobre la mesa del comedor y apoyada la bolsa y descubierto que el pescado que acaba de comprar está podrido, no reaccione, no grite, no se queje, no exija una mínima retribución por el disgusto y la pérdida de tiempo, por el engaño y la falsedad. Por la falta de moral. Porque la redefinición del periodismo que corre en estos tiempos, lejos de acercarse a la contra novela de Cortázar, es más bien contra información, equidistante e inconexa con la realidad, como una supuesta verdad imposible de demostrar y que carece casi por completo de ataduras a la realidad. ¿Nadie se queja? ¿A nadie le molesta la mosca en la sopa? ¿Dónde está el libro de quejas? Este artículo periodístico no pretende, ni por asomo, socavar las ventas de los grandes diarios y medios de la Argentina, pero sí, cuando menos, denunciar que el envase dice una cosa, y adentro viene otra. Y que en nada se le parecen. Y que eso está mal. Acá y en cualquier lugar del mundo, está mal. Y que están, también, reavivando y poniendo en uso el viejo mito nacional del diario de Yrigoyen: tomaron esa idea, la redoblaron y la ampliaron, y en vez de escribirlo para una persona, lo están haciendo para 47 millones de argentinos, a plena luz del día y hace ya demasiado tiempo.
Violencia es mentir, grita el Indio Solari en una de sus maravillosas canciones. Y, más aún, violencia es mentir cuando la soberanía de la información la conquistaron con dinero y sangre y dolor ajeno. Violencia es mentir cuando adrede se equivocan de verdad, independientemente de en qué vereda uno decida pararse. Y ya no es una mera y formal acusación a los medios de comunicación aglomerados, no, se trata de un aparato periodístico, de una sombra que esconde a un sin fin de periodistas alineados que empeñan su puño y su lapicera para escribir sin transparencia hechos que no sucedieron e ignorar, a su vez, realidades con las que se topan cada mañana, pero que no publican. Las corren con sus codos hasta que caen al vacío y nunca llegan a los ojos de los lectores, de sus consumidores. Alteran el orden de los factores y eligen cuáles sí y cuáles no en función de una marquesina que ellos mismos confeccionan mientras llenan de adjetivos torpes sus oraciones.
Tenemos que aprender a leer, otra vez. Tenemos que hacerlo hurgando y comparando, poniendo en tela de juicio y desconfiando, todo el tiempo. Es agotador. Pero quedarnos con lo que nos ofrecen a gran escala y que obnubila, es parecido a estar presos. Tampoco se trata de huir al sitio equivocado, que es algo similar a seguir estando presos. Se trata, en fin, de desmenuzar las noticias, de quitarles el polvo y los intereses, hasta dar con el clavo. Se trata de acertar con la verdad, por muy elemental y básico que suene. El acceso a la información objetiva y plena, y sin embudos de intereses, debería ser una garantía de la democracia en curso, próxima a cumplir cuatro décadas. Pero es una batalla que deberemos dar todos y todas, dándole lugar al orgullo y esquivando la resignación, y entendiendo que nos afecta y nos modifica, y que es nuestro derecho. Mientras tanto, y como un escalón obligatorio y necesario para alcanzar lo demás, tendrá que bastar con aprenderlo todo nuevamente, con demostrar la verdad, y desmontar las mentiras.